quarta-feira, 7 de setembro de 2011

45 (1)- ZONA DE GUERRA


ZONA DE GUERRA

Anónimo Anónimo

(PIRINEOS CENTRALES ENTRE EL SUR DE LOURDES Y EL VALLE DE ORDESA)

          Capítulo abierto a la creatividad. Para hacer una buena versión de este capítulo hay que leerse antes, no sólo el Argumento Inicial del mismo, sino  todo el libro hasta el final. Porque en este capítulo se prepararán, mejor si de forma algo velada, las situaciones que permitirán al lector atar los cabos para explicarse inteligentemente la enigmática conclusión de la obra, explicación que puede darse en varias especulaciones diferentes. Quien sea capaz de resolver de una manera brillante el desafío que la elaboración de este capítulo plantea y de armonizarlo con el resto sin desentonar, habrá cruzado uno de los portales iniciáticos importantes que surgen ante la Vía del Escritor.

ARGUMENTO INICIAL:

El Camino que pasaba al sur de la imponente cordillera se hacía cada vez más solitario. Un viento frío bajaba de las cumbres por la mañana y por la tarde y obligaba a Orfeo a abrigarse  con cuanta ropa llevaba en la mochila. Dos noches pasaron  sin que encontrarse siquiera una choza de pastor. Todas las cumbres, cada vez más altas, estaban nevadas. Tuvo que construir cobertizos de ramas y hojas para resguardarse antes de oscurecer.

La segunda noche era Luna Llena y y oyó los aillidos de los lobos por largo tiempo en la lejanía. Por si acaso encendió una hoguera dejando bien a mano su espada al acostarse. Pero nada aconteció, una noche solitaria más y un nuevo amanecer helado. Apuró el paso para entrar en calor.
A media  mañana vio una humareda a lo lejos y se alegró: seguramente habría allí un poblado, un fuego donde calentarse, comida… apuró el paso para llegar cuanto antes, pero, según se acercaba, iba constatando que aquella humareda era inusitadamente  grande, negra , espesa, siniestra. Al contornar una elevación tuvo mejor visibilidad y pudo ver una bandada de buitres  revoloteando entre el humo.


Llegó un agudo toque de alerta de su interior, disminuyendo el paso, salió del camino  y se fue acercando. sin dejarse ver, entre los árboles.  Escondido en el bosque pudo contemplar con angustia lo que debió ser un bello pueblo de pié de montaña , pero ahora totalmente arrasado por la guerra. Aún humeaban los rescoldos de algunas casas. La devastación había sido reciente, había sangre y restos del saqueo caóticamente tirados por toda parte. Los buitres  seguían cebándose en una docena de cadáveres esparcidos aquí y allá, algunos eran guerreros y otros mujeres, ancianos, hasta niños. Junto a un pozo, dos hombres se habían acuchillado mutuamente y yacían sobre el suelo, en un abrazo mortal y feroz  Aquellos bárbaros no parecían tener la piadosa costumbre de enterrar ni cremar a los muertos, ya fuesen enemigos o amigos .

Sintió horror de aquel lugar donde imperaban la crueldad y la muerte y volvió, con precaución, al sendero de caminantes, dándose prisa en dejar atrás aquel valle.  Pero del valle siguiente  se levantaban humaredas semejantes, y del siguiente, más lejos. Se había metido en una amplia zona de guerra y no sabía lo que pasaba ni lo que era aconsejable hacer, ni había nadie a quien preguntar, y mejor que no hubiese.

En la duda, siguió caminando trabajosamente  hacia el Oeste por entre los bosques paralelos al camino. Oyó un galopar que venía de aquella dirección, y se arrojó al suelo entre unas matas.

          Un grupo de una docena de jinetes armados hasta los dientes holló el camino a toda velocidad y ruidosamente, dejando tras de sí una nube de polvo. Orfeo no se atrevió ni a levantar la cabeza , e hizo bien, porque  otros guerreros  a caballo, más de treinta, venían  detrás gritando con odio, sin duda persiguiendo a los primeros.

            Cuando hubieron pasado, Orfeo se levantó corriendo y se adentró en el bosque, buscando un mejor escondite.      

               Lo encontró tras un grupo de tres grandes árboles.  Reclinado entre sus raíces analizó rápidamente lo que debía hacer . no era aconsejable para nada volver al camino, ni para adelante ni para atrás, porque podía oír como volvían a cruzarlo a toda velocidad nuevos grupos de jinetes. Hacia el Sur estaban las llanuras, terreno muy peligroso porque sería fácilmente descubierto desde lejos. Lo mejor parecía ser  dirigirse hacia el Norte, adentrarse en la cordillera, intentar seguir entre bosques hasta las cumbres y, desde ellas, seguir hacia Poniente sin retornar al camino general hasta tener bien claro que había dejado atrás la zona en conflicto.

              Comenzó a ascender en dirección a la cumbre que más se destacaba. Iba campo a través, evitando los senderos, buscando la cobertura de los árboles. A medida que iba ganando altura, se sentía más tranquilo y se tomaba de vez en cuando un descanso, para contemplar el espléndido panorama pirenaico, aunque las tres humaredas que salían de los tres valles que había a sus piés no dejaban de recordarle lo poco digno que era el hombre de la armonía natural del planeta en el que tenía el privilegio de vivir.

               Al reanudar su camino se encontró, de repente, con algo inesperado. Una figura se deslizó ágilmente de detrás de las matas, a su frente, y se quedó plantada a pocos metros, el arco tendido con resolución, pequeño, pero con una aguzada flecha dirigida a su pecho y otras tres preparadas.

                Su primera reacción fue alzar los brazos, para mostrar que no tenía intenciones agresivas. Fue entonces que se dio cuenta de que el arquero era, apenas, una niña de no más de once o doce años. Pensó en hablarle, pero se inmovilizó al sentir algo duro y punzante tocando su espalda, a la altura de los riñones. Le estaban amenazando por atrás con un arma.

                 La niña, entonces, dio unos pasos hacia él y se quedó apuntándole muy de cerca. Firme como una roca en su frágil estructura. Era bien delgada y rubia, con su larga cabellera ibérica recogida en cola de caballo, vestía una túnica corta sucia y muy manchada de sangre y tenía un rostro bello, con los ojos del más puro y brillante azul que Orfeo había visto, pero la tensa dureza de su boca no dejaba ninguna duda de que estaba bien dispuesta a soltar la flecha si no se la obedecía. Hizo un gesto enérgico con el arco y el tracio sintió como el de atrás le despojaba de su mochila. Se la dejó quitar y se mantuvo muy quieto y muy callado.

                 
Oyó atrás un torpe rasgueo musical. El desconocido había encontrado su lira y la estaba examinando. La niña pareció sorprenderse un poco del hallazgo, pero no mudó su tensa alerta amenazante. Ahora sintió que le tocaban los riñones con un objeto punzante diferente. Seguramente su propia espada corta, que habrían sacado de su vaina en la mochila.
             
La niña mostraba un gesto de triunfo ahora. Con un movimiento del arco le hizo gesto de que caminase hacia delante y la rebasase. Así lo hizo, seguido del de atrás, que seguía chuzando sus riñones. Lo obligaron a caminar de aquella manera  unos diez o doce metros, y luego entendió que le ordenaban detenerse. A su derecha, a sus piés, había una mujer ensangrentada tendida en el suelo, con la cabeza reclinada en un tronco y los ojos cerrados.

             La niña vino con el arco tendido y le indicó sin palabras que se inclinase a examinar a la mujer. Así lo hizo el bardo, con la mayor delicadeza que pudo. Ella tenía el costado derecho desgarrado por una lanza que había entrado y salido. La herida no era necesariamente mortal, pero le había hecho perder mucha sangre y estaba exhausta. Le habían improvisado un vendaje con unas telas, pero estaba empapado y sucio. Había un palo ensangrentado junto a ella. Orfeo se preguntaba como podía haber ascendido hasta aquella altura del monte apoyada en él y con una herida cono aquélla.

               Había que cambiar el vendaje cuanto antes. Orfeo intentó explicárselo a la niña mediante señas.  Ésta entendió, y dirigió un gesto silencioso al de detrás. Entonces le pusieron a los piés la mochila que le habían quitado. La abrió y comprobó que seguía estando allí la lira, pero que, efectivamente, la espada ya no estaba en su vaina. También habían desaparecido los pocos alimentos de viaje que aún portaba. Buscó entre sus ropas algo con lo que hacer un vendaje, pero lo único apropiado era la túnica blanca e inmaculadamente limpia que guardaba para cantar ante público, un amoroso presente de su madre, la Musa Kalíope, que también había usado el día de su boda con Eurídice.

              Ante la urgencia que demandaba el estado de la mujer, no lo dudó ni un momento: desplego la túnica y la fue rasgando en tiras. Pidiendo permiso a la niña con un gesto, comenzó a despojar a la mujer de sus ropas hasta la cintura con el mayor cuidado y discreción; ella abrió entonces los ojos con un gesto de dolor, y Orfeo pudo ver que eran idénticos a los de la niña. Con respeto, le cubrió el pecho con las ropas que le había quitado, empapó una de las tiras con agua de su calabaza de viajero y limpió lo mejor posible el costado y los contornos de aquella fea herida; ella se quejó. Orfeo supuso que también debería tener rota una costilla.

Cuando el nuevo vendaje estuvo colocado de la mejor manera posible, el bardo volvió a vestirla y por fin se sentó a descansar en el suelo, junto a ella. La niña no había bajado el arco ni un momento. El de atrás se adelantó y entonces pudo ver que no era más que un muchachito de unos ocho o nueve años, tan flaco, lindo y sucio como su hermana, con el mismo cabello y los mismos ojos, pero menos firmes, más ingenuos. La corta espada del tracio parecía enorme e insegura en una de sus manos.
No tenía ninguna otra arma, así que lo primero con lo que le consiguió mantenerle inmóvil debió ser apenas un palo, y Orfeo lo admiró con ternura. En la otra mano llevaba el pote de barro con miel y los atados de nueces, uvas pasas y castañas que había encontrado en la mochila. Se arrodilló ante su madre, metió un dedo en la miel y se lo pasó amorosamente por los labios contraídos de dolor.

             Ella aceptó la miel, luego unos frutos secos. El niño se los iba a ofrecer ahora a su hermana, pero mudó de opinión y se los brindó primero a Orfeo. Éste tomó un puñado, pero, en lugar de llevarlos a la boca se los ofreció él mismo a la niña, con las manos extendidas y una sonrisa. Su cabeza estaba imaginando todo lo que aquella pobre familia debía haber pasado y lo traumados que debían de estar desde que la mujer recibió el lanzazo, seguramente en el ataque a alguna de las aldeas incendiadas, hasta que lograron subirla entre los dos hasta media montaña.
             La niña no aceptó la comida ni bajó la guardia. Hizo un gesto a su hermano y éste vino junto a ella y le puso algunos frutos secos en la boca. Ella los fue masticando con deleite sin dejar de apuntarle. Luego recibió agua de la misma manera dificultosa. Orfeo decidió dejar a un lado su ración, tumbarse en el suelo, cruzar sus brazos detrás de la cabeza y cerrar los ojos, para que ellos pudiesen comer y beber en paz.

               El cansancio y todos los sobresaltos del día le hicieron, sin querer, quedarse dormido un rato. Cuando despertó, allí estaba, como siempre, el arco apuntándole.  La niña señalo con la flecha a su madre y a lo alto de la montaña….Luego se puso en pié repitiendo el gesto, y Orfeo entendió muy bien lo que se esperaba de él.

               Ell bardo intentó ayudar a la mujer a incorporarse para reanudar la marcha, - “Lur…” –musitó ella-“Lur…Lilinel…”, repitió, señalando lo alto de la montaña-, pero estaba tan débil que apenas pudo dar unos pasos ayudada por él. Orfeo probó entonces a llevarla a caballo sobre su espalda, haciendo antes un atado con su capa, para mantenerla sujeta a su pecho y a su cintura. De aquella manera trabajosa, y con muchas paradas a descansar, los cuatro fueron subiendo la montaña, lo que les llevó casi todo el resto del día.

                Hacia el final de la tarde, cuatro mujeres armadas con lanzas salieron del bosque y les dieron el alto, pero las bajaron enseguida al reconocer a los niños. Poco después todos ellos accedían  a lo que luego Orfeo supo que era la Tierra Sagrada de Mari, un enorme macizo sobre la cual se alzaban tres inmensas cumbres gemelas coronadas de nieve. Cruzaron el valle situado al pié de ellas, hasta llegar ante el santuario natural de Lur, guardado por Lilinel, la servidora del Santuario de  Lur o de la Señora de la Montaña Sagrada, donde se habían refugiado las mujeres y los niños supervivientes de las aldeas incendiadas.


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