sexta-feira, 9 de setembro de 2011

51- EL TEMPLO DEL AMOR

EL TEMPLO DEL AMOR 


Anónimo Ninguém

Al contornear la roca encontró una construcción muy antigua, hecha de piedras ciclópeas en forma de galería dolménica, una especie de vagina o útero de piedra inserto en las entrañas de la madre tierra, muy semejante a aquél donde agradeció su salvación a los genios de los Pirineos en el cabo de su llegada a Iberia. Estaban en su puerta tres jóvenes y bellas sacerdotisas: por su atractivo aspecto y por el del jardín que ornaba el exterior del santuario, regado por un arroyuelo que brotaba de una peña y protegido por cuidados setos contra los vientos, las supuso sin duda consagradas a alguna diosa de la belleza o de la fecundidad. Las sacerdotisas atendían a una pareja y a un hombre con aspecto de marino que habían llegado antes que él y le recibieron con sonrisas dulces y con miradas seductoras.
            Entonces, una de las jóvenes les introdujo en la antesala del templo, iluminada por dos antorchas, y otra les ofreció agua, en tanto que esperaban que la suma sacerdotisa estuviese pronta para atenderles. La pared estaba tan sólo adornada por un bajorrelieve en el que se apreciaba la medialuna, con el sol encima, navegando como un barco sobre las ondas, trazado de una forma simple y estilizada. Entre las dos antorchas había un altar de piedra sin imágenes, como era usual entre los habitantes del país de Gal, aunque esta construcción contradecía lo que Turos le había dicho acerca de que no edificaban templos porque, para ellos, la naturaleza toda era su templo.
Al cabo de un rato, la persona que esperaban se presentó ante ellos: era una mujer aún bastante joven, pero con la experiencia de una vieja sabia en sus ojos grandes y oscurísimos. Vestía una túnica blanca muy plisada con sobrevelos transparentes y nacarados que la favorecían mucho y su tocado, con el cabello larguísimo de las íberas, estaba enrollado en dos gruesas trenzas a ambos lados de su cabeza, de tal  manera que parecían los cuernos de un macho cabrío; lo que contrastaba con la serenidad, feminidad y dulzura de su rostro y le daba un cierto porte elegante y regio, a lo que contribuía lo misterioso de sus joyas rituales, entre las que destacaba un collar jerárquico hecho con siete pequeñas ánforas de oro engarzadas, que debía indicar conocimiento y maestría sobre los poderes de las aguas de la vida.
Su atractivo residía, sobre todo, en la esbeltez de su figura y en la expresividad de su rostro, en el que se veía una enorme comprensión que enseguida daba confianza.  Todos se levantaron en cuanto llegó y ella recibió sus saludos con la serena autoridad de quien está acostumbrada a la veneración ajena.
-Sed bienvenidos al templo de la Diosa, hermanos, donde haremos cuanto se pueda, con su auxilio, por devolver la paz y la armonía a vuestros corazones. Le dedicareis vuestros sacrificios en su ara y, mientras tanto, podreis exponerle vuestras peticiones.
Al iniciarse la ceremonia, Orfeo se dio cuenta de que, a pesar de su apariencia arcaica, se trataba de un templo del amor de influencia fenicia, como los que había en tantos puertos y cabos del Mediterráneo, bien servidos por prostitutas sagradas, que realizaban una labor social completamente práctica y terapéutica, eficaz, efectiva, higiénica y muy necesaria. Realmente, le habría gustado más llegar en un momento en que no hubiese otra gente, pedir a la Sacerdotisa Mayor las informaciones que necesitaba y marcharse, puesto que no tenía interés por sus servicios, pero ya estaba allí y no iba a tener más remedio que participar en todo, para no parecer descortés o impío.
Como era usual en la mayoría de las ceremonias, hubo salutaciones, cánticos de apertura, encendido ritual del fuego, preces y sacrificios sangrientos en el ara. La pareja había llevado un cabrito blanco, flores, frutos, ungüentos y perfumes; y el marino, un cerdo, aceite y vino. La sacerdotisa degolló a los animales con maestría, los troceó rápidamente, apartando una porción para el templo, otra para los ofrendantes y una tercera para la Diosa, que quemó allí mismo, entre libaciones y brindis rituales, mientras la pareja le pedía una hija que continuase su linaje y el marino rogaba que su lejana amada le siguiera queriendo, que la Diosa calmara la intensa nostalgia que sentía por ella, que no lo dejaba vivir tranquilo, que sus negocios fueran prósperos y que su nave volviese a su casa sin daño.

Llegó entonces el turno de Orfeo y éste sacó su lira y anunció que iba a hacer una ofrenda de música a la Diosa. Tocó y cantó en griego el himno a Démeter tal como se hacía en el santuario de Eleusis, con lo que la Sacerdotisa Mayor percibió inmediatamente que se trataba de un iniciado, además de un gran talento musical. Cuando terminó, ella misma le alargó una taza de oro, para que hiciese sus libaciones y peticiones.
Orfeo ofreció la copa a la Diosa, quien, como ocurría entre los Gal, no tenía una representación en efigie, por lo que había que imaginársela, invisible y omnipresente, dentro y fuera de uno mismo. Después derramó algo de vino sobre el ara y dijo en voz alta:
-Santísima Madre, concédeme que alguien me indique como llegar a las puertas del Hades en el Fin del Mundo, como hacer para que me las abran y cómo conseguir que me sea devuelta mi amada esposa, arrebatada por la muerte demasiado joven.
Bebió un sorbo de agradable vino puro, arrojó algo más sobre el ara y brindó la copa a la sacerdotisa, que bebió también y la pasó a los demás presentes.
Después, ella se echó sobre los hombros un manto azul marino muy lujoso, ornado con sinuosas ondas y se sentó sobre un trípode ante el ara, volviendo a beber. Entonces cerró los ojos y empezó a agitarse y a temblar como si estuviese siendo poseída por un espíritu que la invadía desde arriba. Finalmente inclinó la cabeza sobre el pecho, igual que si durmiese. Sus acólitas acudieron a ayudarla y mientras una parecía que la sujetaba, otra le colocó ante la cara una máscara negra rematada por los blancos cuernos de vaca de la luna creciente. En ese momento, su cuerpo se irguió con porte majestuoso y habló para todos con una voz diferente, más profunda y más solemne que la que le habían escuchado antes. Las tres jóvenes sacerdotisas quemaban incienso a cada lado de ella con sus cabezas inclinadas, de manera que, por unos momentos, pareció estar suspendida entre vapores perfumados, como si se encontrase en otra dimensión.
-Es la Diosa quien os habla ahora -dijo. Y todos hicieron ante ella un respetuoso saludo ritual-. Gracias por vuestra veneración y por vuestras ofrendas, estad seguros de que atenderé con todo mi amor y justicia vuestras peticiones conforme a vuestros méritos. Mis sacerdotisas os dirán lo que les inspiro para cada uno de vosotros. Recibid mi bendición y que seáis muy felices.
Todos se inclinaron para recibir el abrazo simbólico que la Diosa les mandaba en pie, con sus brazos abiertos, mientras las sacerdotisas los incensaban. Después ella se sentó de nuevo sobre el trípode y se quedó inmóvil como una estatua. Una de las sacerdotisas se colocó delante, con un paño negro haciendo de cortina, mientras otra le quitaba la máscara lunar y atendía su reanimación. Finalmente, fue retirado el paño y se volvió a ver el rostro de la medium, tal como si estuviese despertando de un pesado sueño.


            Cuando por fin terminó la ceremonia, la Suma Sacerdotisa ordenó a una de sus ayudantas que se llevase a una habitación interior a la pareja, a fin de que esa noche cohabitasen en el templo, sobre un lecho vaciado en una piedra sagrada, con toda la asistencia ritual necesaria para que el acto resultase fecundo.
            Ella se quedó atendiendo a los dos hombres como dueña y señora de la casa, junto a una cordial chimenea encendida en una esquina del templo y tocó su cítara mientras su segunda novicia tomaba un pandero con cintas de colores y bailaba en el centro de la sala una danza tan grácil como sensual con pasos leves, que hacía patente la vibración de la Diosa del Amor en toda la estancia. La dueña habló primero, privadamente, con el marino y llegó a un acuerdo con él, tras el cual esperaron a que la joven terminase su danza. Al concluir, obtenida una señal de asentimiento de su superiora, la joven tomó al marino de la mano y se lo llevó a otro aposento, para tratar de curarle, sin duda, la terrible nostalgia que tenía por el amor de su pareja lejana.

La Sacerdotisa Mayor se dirigió entonces a Orfeo, llenó una copa, la ofreció a la Diosa, bebió un sorbo y se lo pasó al bardo; éste brindó también a lo Invisible antes de llevarla a los labios. Luego se quedó observándola, preguntándole con la mirada si podría informarle.

-No eres un cualquiera, visitante, sino un hermano iniciado y un maestro en música sagrada, así que creo que puedo evitar todo rodeo y toda preparación y ayudarte a reflexionar directa y serenamente sobre el tema que te preocupa, el que has expuesto en tu petición a la Diosa ¿Te parece bien?
-Te estaré muy agradecido por tu completa franqueza- dijo Orfeo, complacidísimo, al intuir el nivel de aquella dama.
-Viene mucha gente muy evolucionada por este santuario tan famoso, podrás suponer, y es para mí un placer muy grande poder quitarme la aureola de Sacerdotisa Mayor y hablar con ellos de espíritu maduro a espíritu maduro. Así que me la quito ante ti. Puedes llamarme, simplemente, Thais, como hacen mis amigos griegos, ya que mi nombre galaico les suena demasiado raro.
-Muchas gracias por la confianza que me das, Thais, yo me llamo Orfeo y soy de Tracia.
-Creo que entendí, hermano Orfeo, que vienes buscando las puertas del Hades en el Fin del Mundo, con la esperanza de rescatar a tu mujer muerta y volver a abrazarla completa, en carne, hueso, emoción, intelecto y espíritu, como te gustaba amarla.
-Eso es, exactamente -confirmó Orfeo.
-Bien, pues vamos a ir aclarando cuestiones, empezando por lo menos importante: ¿Has llegado en verdad al Fin del Mundo?
-¿He llegado? -repitió él.
-Pues depende de como lo mires. Sólo si conoces claramente donde es el principio del mundo y todos sus límites, podrás saber donde está su final. ¿Tú los conoces?
-No creo que nadie sepa responder a eso.
-Entonces no puedes saber donde es el final... como mucho puedes decir que has llegado a las tierras del Extremo Occidente del mundo conocido por las gentes de tu país, en el cual tu país se ve, un tanto presuntuosamente, como el centro de todo: del mundo y del conocimiento ¿no crees?
-Sí, así lo creo.
-Bueno, pues  por las noticias que a mí me traen los muchos navegantes que aquí llegan, éste no es el único Extremo Occidente que han situado en sus mapas... hay por lo menos tres Extremos Occidentes que miran el morir del sol en el océano al sur de donde estamos ahora y otros tres o más, si navegas hacia el norte. Y todos esos puntos son cabos que se adentran en el mar y todos son lugares sagrados, con templos y peregrinos.
            Orfeo se quedó sin saber que decir.

-...Y aunque yo nunca he salido del país de los Gal –siguió diciendo ella sentándose más cerca del bardo-, aunque yo no conozca el mundo, el mundo viene hasta mi puerta, porque tengo el privilegio de dirigir este templo y, por las informaciones que tengo, tan sólo en esta misma región hay unos doce cabos de poderoso y misterioso aspecto, que miran al Occidente y cada uno de ellos podría ser, a su vez, el Cabo del Fin del Mundo.
Si los recorrieras de sur a norte, tienes el primero, separando las dos últimas rías bajas y las tierras de los helenos y los celenos... Y es muy sugerente, con vistas a dos grupos de bellas islas, que tienen fama de muy sagradas... hay quien les llama “las Islas de los Dioses”. A ese cabo van innúmeros devotos a ofrecer sacrificios para pedir salud, protección y buena guía, en las singladuras de la vida y de la muerte, a los espíritus bienaventurados.      
            En una de esas islas hay también un alto acantilado desde el que se puede ver, bien abajo, una entrada peligrosa, muy alta y muy profunda, en cuyo interior el mar resuena como voces cavernosas e infrahumanas. Por esa causa le llaman el Agujero del Infierno.
            Más al norte llegarías a otro cabo que es puente, a través de un istmo, hacia una bahía donde hay varias islas interiores encantadoras. Una de las más pequeñas contiene un barro milagroso que regenera la piel y la mantiene joven. En la larga playa del istmo se acostumbra tomar un baño de nueve olas cada solsticio, como representando la gestación de un nuevo nacimiento en el vientre de la Madre Mar... y se dice que eso es un ritual que fue instaurado por la misma Diosa de la Luna hace muchísimos años.
...Y le sigue otro gran promontorio, el más ancho, cubierto de antiquísimos monumentos de piedra, al que se dice que llegó uno de los supervivientes de una gran isla que había en el Océano, que se hundió; y cuyos hijos y nietos fundaron una ciudad donde iniciaron a nuestros antepasados en los rudimentos de la vida civilizada. Hasta hoy continúan llegando personas allí, en busca de más altos grados de Conocimiento...
Hay otro cabo arenoso impresionante, que se puede ver desde aquí, al otro lado de la bahía interior y que enlaza con la Sierra del Pindo, palacio de la Aurora, donde dicen que tiene sus cuadras el carro solar.           
            Está éste donde nos encontramos y está también el Cabo de la Nave, el siguiente al norte, que parece rematado por la nave de Hermes, el dios que guía a las almas de los muertos al Otro Mundo.
El próximo promontorio semeja un toro nadando mar adentro, como si Zeus quisiese llevar de nuevo sobre su lomos a Europa en dirección a una tierra sagrada que hubiese al otro lado del mar, hacia Occidente.
            Y tras él está un puerto rocoso donde algunos marinos fenicios y griegos decían que se pueden ver las enormes valvas petrificadas, cóncava y convexa, en las que Afrodita nació de la simiente de Urano y de la espuma, aunque los galaicos prefieren decir que son la barca y la vela de piedra con las que la Diosa Navia vino de la Sagrada Isla de los Bienaventurados para traer sus dones a los hombres.
            Existen unos cuatro o cinco más al norte, antes y después del puerto de Brigantia, pero el último, a donde me llevaron una vez, porque “había que ir”, me pareció bien especial: se encuentra en el vértice nornoroeste de Iberia, donde hay un antiquísimo santuario de Hades cerca de los acantilados más altos de toda la costa galaica, “a donde va de muerto quien no fue de vivo”... Así que todos los cabos que te he dicho podrían ser las puertas al Más Allá, tanto o mejor que éste donde estás ahora, el cual, lo único que tiene de destacable, es que sobresale unos pocos metros más hacia el oeste que los otros ¿Te parece ese detalle muy importante?
-No... ¿pero no es aquí donde termina el Camino de las Estrellas...? -respondió Orfeo, abrumado por tantos nuevos datos que volvían más complicada su búsqueda.
-¿Termina aquí? ¿Por qué? ¿Por qué así lo determinaron los vendedores de recuerdos? -respondió ella sonriendo- Dime: ¿dónde está este templo? ¿En su puerta, donde termina el sendero que a él conduce... o en el ara de la Diosa, o en el lecho de la fecundación sagrada, o en la pileta de la purificación... o en el lugar de las reliquias, o en los aposentos íntimos de cuál de las sacerdotisas... o en las caricias de sus manos, o en las palabras que salen de sus bocas? ¿...Dónde es tu centro sagrado, músico? En tu cabeza, en tu boca, en tu garganta, en tu corazón, en tu sexo o en tus manos? ...Pues igualmente toda la larga costa del País de los Gal puede contener en sí el Fin del Mundo, la Entrada al País de los Muertos, la Nave de Hermes, las Islas de los Bienaventurados o los Campos Elíseos, los vestigios de la Atlántida, la morada nocturna del sol o el Palacio de la Aurora, la Montaña de los Dioses, el Laberinto del Destino, el Palacio Submarino del Dios del Mar o el lugar de nacimiento de la Diosa del Amor y de la Vida, y toda la mítica y el simbolismo del Fin del Camino... ¿Sabes que es lo que se llevan de aquí los peregrinos como recuerdo de su peregrinación hasta el océano?
-Una concha de estas playas, ¿no es cierto? -respondió Orfeo.
-Eso es, una vieira o venera, una concha que tiene que ver con la palabra vía, o camino y con el sexo de Afrodita, diosa del amor, de la fecundación, del flujo de la vida y de la espuma del mar y de las aguas vaginales y placentarias que conducen al otro mundo, Señora del Mar y de la noche, Magna Mater, Luna Llena grávida del Sol que tragó al atardecer, Perséfone, que lo transmutará, Aurora que lo parirá al amanecer, Isis Pelágica de los Mil Nombres, muerte y renacimiento, Estrella Matutina que anuncia el nuevo sol, señora de los cabos, que son penes que penetran en la mar, origen de la vida, Puerta de la Muerte, Invierno y Primavera... Astarté para los fenicios, Afrodita para los griegos.
-¿Todo eso significa esa concha? -se asombró el bardo.
-Todo eso y más aún, porque la concha simboliza el contenedor original de las aguas de la vida, la Diosa, y decir la Diosa es decir El Todo. Para nosotros los Gal, la concha es Navia, a quien está dedicado ahora mismo este templo, que, sin embargo, fue construido por un pueblo antiquísimo, vencido por quienes fueron vencidos por los muchos vencedores que conquistaron este país antes que lo conquistaran los Gal, pueblos y constructores de quienes no sabemos ni su nombre, ni siquiera el nombre de la diosa o el dios a quien dedicaron este santuario... -paró, porque vio que Orfeo se encontraba completamente desconcertado - Pero tú eres un iniciado, ¿te vas a quedar con el símbolo o con lo que el símbolo significa?
-Con lo que significa, naturalmente.
-¿Has visto alguna de esas conchas que llevan colgadas de su pecho los peregrinos cuando vuelven a sus casas? ¿Te fijaste la forma que les dio la naturaleza? ¿Qué dibujo o que relieves contiene?
-Pues... creo que lleva un cierto número de estrías que se abren a partir de un punto –recordó el bardo-. O, visto al contrario... una serie de canales que, viniendo de distintos puntos de su periferia semicircular confluyen en un centro liso y cóncavo.
-Muy bien explicado... doce estrías o canales o caminos, exactamente, que se abren o que confluyen a partir de un punto, como las numerosas vías que confluyen en el camino sagrado que lleva al centro, como las posibilidades que se le abren en abanico al Caminante cuando llega al País del Fin del Mundo, aunque la mayoría de ellos, simplemente, se conforman con ir a ver ese feo faro y regresar rápido a casa, e incluso algunos ni llegan al mar, les basta con tocar la puerta del país de los Gal y volver, como desde la meta de una carrera, sin haber entrado en su magia...
            ... Tú eres un iniciado en los Antiguos Misterios, ¿sabes lo que significa el número 12, la carta egipcia del Colgado, entrega total, aceptación, hágase en mí tu voluntad, antesala de la muerte... o el 1+2=3, la carta de la Emperatriz, Afrodita, fecundación, gestación?
-...Es un tema para mucho meditar... respondió el vate, sintiéndose verdaderamente cansado. Ya era muy tarde y había caminado durante buena parte del día.
-Muy bien, pues ya lo meditarás, si te acuerdas, cuando estés solo, amigo mío –ella percibió inmediatamente su cansancio y decidió cambiar de tema-.  Pero ahora, creo que conviene que pasemos de símbolos y vayamos a lo tangible.


Thais se levantó y apagó con un capuchón de metal una de las dos antorchas y la sala cobró un aspecto más acogedor, íntimo y profundo. Luego retiró de su cuello su pesado collar jerárquico y lo guardó, con lo cual pareció encontrarse más cómoda y familiar. Después de colocar sobre una mesilla una fuente de frutas y dulces y de llenar la taza de vino, bebió y se la tendió al bardo con una sonrisa.
            Orfeo lo probó, encontrándolo excelente y, tras de un nuevo sorbo, dejó que su paladar se deleitase también con uno de los  pasteles de miel que había ofrendado la pareja que deseaba tener descendencia. ¡Que bueno estaba! Lo acompañó con un poco más de aquel vino y sintió que sus energías empezaban a reconstituirse... la sacerdotisa puso dos troncos de leña en el fuego y la estancia se caldeó de repente.
-Para mí, las puertas del Hades que dan paso de un tipo de vida a otra diferente a través de una muerte aparente -comenzó a decir, otra vez muy cerca de Orfeo, en voz más baja y con dulzura, mirándole bien a los ojos para recapturar su atención-, son la cópula que expulsa al semen desde el lugar donde vivía hasta dentro de la concha de una vagina y un útero, donde morirá tragado por un óvulo, el cual morirá para convertirse en un feto... Y también el nacimiento, que es la muerte del feto y su nueva vida en un niño. Seguramente cuando ese niño crece y muere, también lo hace para renacer revestido de otra forma.
Durante toda tu infancia eras inconsciente de la muerte –la voz de la sacerdotisa casi parecía venir de dentro del propio Orfeo ahora-. Mataste tu infancia y entraste en el plano del yo adulto y en la formación de la personalidad individual al percibir que era inevitable. Pero la muerte dejará de importarte cuando pases del yo individual al Subsconsciente Colectivo como identificación.
Para mí, también, la única inmortalidad real es la del linaje, la descendencia... –siguió diciendo- Dentro de ti, hábil músico, siguen viviendo tu padre, tu madre, tus abuelos y toda tu ascendencia, desde hace muchas generaciones. Dentro de ti –y tocó un momento su vientre- se acumula todo tu linaje y su memoria y su pasado, siempre dispuesto, por las leyes de la vida, a proyectarse al futuro desde el presente y a perpetuarse.-
-Todo eso ya lo sé –dijo Orfeo devolviendo a la bandeja un segundo pastel, que sólo por gula había tomado-. Yo lo que quiero es recuperar a mi esposa, poder verla, hablarle, tocarla, abrazarla...
            -Tu esposa es una ilusión, querido hermano –dijo ella con una sonrisa comprensiva-. Apenas algunos recuerdos agradables a los que está apegada tu memoria, cada vez más falseados por la nostalgia. También tú eres una ilusión y lo que tú ves en mí y toda nuestra apariencia individual, son ilusiones. El individuo no es sino una apariencia efímera, circunstancial: en tu país, las nuevas costumbres hacen que dos individuos se conozcan, se enamoren y se casen. Viven juntos durante diez años y un día uno de ellos se levanta y ya no reconoce al otro como la persona de la que se había enamorado. El individuo es fruto del momento, y rápidamente cambia de forma. Pero algo hay en ti más auténtico y permanente que el individuo.
-¿A qué te refieres?
-Me refiero al linaje, al ser colectivo contenido en tu semilla –dijo ella-. La fuerza de las leyes del amor hace que el efímero vehículo de un individuo busque su complemento adecuado en otro ser que supone una cadena de linaje de diferentes cualidades, para seguir perpetuándose durante siglos. Y esas leyes del amor, son, en su esencia, las de la supervivencia de la especie, que es lo que cuenta. Para realizar una función tan importante, el Ser Especie no puede confiar en el libre albedrío humano, y entonces se sirve del estímulo ciego del instinto, que juega con las apariencias y las ilusiones de dos formas que apenas dependen de las circunstancias, de engañosas percepciones del puro momento, de un manojo de cambiantes recuerdos o anhelos idealizados... pues eso es lo que son, y no otra cosa, los individuos que portan las semillas de la vida.
-Sin embargo, aunque yo lo respete, lo cuide y lo haga perpetuarse -respondió Orfeo-...  no puedo amar demasiado al linaje o a la especie en sí mismos, sino en sus individuos concretos, las personas. Yo amé a mis padres y a mis abuelos, a las gentes de mi clan y de mi tribu, a mi país. Yo amo a mi esposa, yo amaría a los hijos y nietos que hubiésemos tenido... yo amo a las personas con las que me siento emocionalmente identificado, especialmente a las que han compartido conmigo, aunque no sean de mi linaje, amo a mis amigos, que son gentes de distintos linajes y naciones... Eurídice era de un linaje distinto que el mío, pero si hubiésemos tenido hijos quedaría fundado un nuevo linaje... -Orfeo paró de repente, acababa de darse cuenta de algo.
-Lo que un hijo es, demuestra que lo que le importa a la vida no es la continuación de un individuo, ni siquiera de un linaje determinado, por grande que sea el orgullo de cada tribu o nación y el de sus dioses raciales, sino la eterna mezcla de los múltiples linajes del único Ser... – dijo ella con dulzura, mirándolo muy adentro de los ojos, en los que había percibido lo que Orfeo descubriera-. Lo que le importa a la vida no son las formas efímeras de los individuos o de los pueblos, sino que la vida, que ella misma, siga eternamente...
 La sacerdotisa se levantó y fue moviéndose vaporosa, como flotando, hasta una hornacina que había en la pared, de donde trajo una máscara con cuernos de toro, en forma de sol; se la puso delante del rostro, para que Orfeo la viese bien y luego se inclinó y se la colocó al bardo, cubriendo su cara.


Volvió a cruzar la estancia en pasos lentos que parecían de baile, se puso su propia máscara de luna y su mantón azul marino con ondas bordadas y regresó felinamente a la vera de Orfeo.
            -A la Vida no le importan los individuos –repitió-, para ella todos los hombres de la Especie Humana son sólo el dios Sol y todas las mujeres de la Humanidad son sólo la diosa Luna. Mientras el dios Sol y la diosa Luna continúen amándose, ella estará satisfecha, porque la Vida seguirá, aunque los individuos sean olas imprecisas del mar de la vida que viene y va, en el que toman forma en un momento, para desaparecer en el momento siguiente.
Luego encendió una lámpara de aceite antes de apagar la antorcha. Con ella en la mano, hizo levantarse a Orfeo, tirando de él con cortés suavidad:
-Venid, Señor del Sol, sed tan gentil de permitir que la Señora de la Luna os alivie de las fatigas de vuestro larguísimo día de viaje con un baño reparador... pero no dejéis de traer con vos ese magnífico instrumento.
Ella estaba verdaderamente hermosa y sugerente, Orfeo tomó su lira y se dejó conducir de la mano; detrás de su máscara se sentía otro y su vena de artista, ayudada por el vino que había bebido, se animó ante la perspectiva de la comedia.
           
Tras una cortina, había un pasillo con varias puertas; por una de ellas pasaron a la sala de la pileta purificadora, una pequeña piscina a la que llegaba, encañada, el agua del arroyo, justo hasta el borde. Tenía un horno de leña debajo cuyas brasas la mantenían algo caliente. Algunos capullos de rosas silvestres flotaban sobre las perfumadas aguas. El agua que rebosaba se derramaba en una segunda pileta, más pequeña, donde iba enfriando.
Antes de que tuviese tiempo de pensarlo, la sacerdotisa, con naturalidad, ya le había ayudado a desprenderse de todas sus ropas, aunque conservándole la máscara sobre la cara, y lo había hecho meterse en el agua y recostarse contra la pared interior de la piscina, cuyo suave calor lo relajó y le supo a gloria.
¿Cómo se siente el Señor del Sol entrando en las aguas de la mar al atardecer? -preguntó ella desde detrás de su máscara, con el tono divertido de una niña traviesa, mientras echaba sales al baño, que formaron delicadas espumas sobre la piel de Orfeo. Ella tomó agua tibia en una vasija, le mezcló un perfume líquido y la fue arrojando con gracia sobre la cabeza y hombros del encantado tracio.
-...Divinamente, Señora de la Luna... -dijo él con verdadero placer-... pero no sé si podré pagaros tantas y tan buenas atenciones.
-No os preocupéis por eso, pagaréis con vuestra lira, genial Apolo, padre de las Musas -ella se quitó su manto azul, quedando vestida con los sobrevelos y la túnica y tomó su propia cítara-... Pero antes escuchad un poco la mía.
Sin alzar mucho la voz, la sacerdotisa cantó una vieja canción griega que narraba los amores del sol y del mar, su mutua atracción; el intercambio de sus energías contrapuestas y complementarias, que enrojecía de pasión el poniente. Sugirió el hervor del disco solar al penetrar el amplio seno de la mar y luego, el abrazo y el apagamiento. Convertida la mar en noche, se fue alzando entonces la negra sombra sobre la suave elevación, nota a nota, de la cítara, e imperó sobre el mundo oscurecido. Pero estaba grávida del sol y su vientre fecundado se convirtió en una luna brillante, a través de la piel y los velos de nubes de la noche, que crecía y crecía, se hacía llena y menguaba...
Al llegar a ese punto, Thais pasó su propia lira a Orfeo, le pidió que siguiera improvisando sobre su canción y le acompañó con la cítara hasta que él pudo repetir afinadamente sus últimos acordes y convertirlos en melodía.
-Ahora es mi turno de relajar -dijo con voz sonriente. Y se fue quitando los velos nacarados y luego la túnica con estudiada gracia y calma, como si fuese la luna asomando entre las nubes nocturnas y, cuando todos sus encantos de mujer quedaron a la vista del bardo, esplendorosos, retiró la máscara, deshizo las dos trenzas que se enrollaban a ambos lados de su cabeza y se quedó de nuevo parcialmente vestida por su larga cabellera íbera, que la cubría hasta justo encima del pubis sabiamente depilado.
            Orfeo sintió que aquel velo natural saliendo de debajo de la máscara (que ella enseguida se había ajustado de nuevo sobre el rostro), le excitaba mucho más que el poder mirarla completamente al descubierto. Pero luego la mujer elevó al mismo tiempo ambos brazos, echó el cabello hacia atrás, como si fuera una capa, en un gesto tan delicioso que resultaba imposible saber si era espontáneo o muy ensayado y, sin bajarlos, fue metiendo su bello cuerpo desnudo bajo el agua de la piscina, frente a él, y se quedó gozando de la tibieza del agua, recostada, mientras el bardo, tras una inclinación de cabeza en su homenaje, retomaba la canción para ella.
Cantó la belleza de la luna menguante, la belleza luminosa del cuerpo lunar grávido de sol que se va despojando del manto negro de la noche a medida que se reclina sobre las montañas, cantó el temor y los dolores de la mar-luna-tierra, hasta que se abre completamente en el alba, como una rosa madura, y deja que salga de sí el sol renacido, el eterno viajero invicto, que un día más empieza a recorrer el firmamento en su carro de ígneos caballos.
-¡Murió la luna! –dijo ella, sonriendo quejumbrosamente desde el agua cuando él remató su canto- ¡Viva el sol!
La cima boscosa de su monte de venus, a diferencia de las matas púbicas naturales y salvajes de las cazadoras que había visto bañarse en el río grande, estaba artísticamente recortada en forma de un triángulo estrecho que apuntaba como una flecha hacia aquella rosada cueva de delicias, puerta de la vida, a la que la naturaleza empuja a todo hombre en un instintivo impulso de matar el ansia continua en su interior, como si también fuese la puerta de la muerte. Más abajo de la máscara negra con corona de creciente lunar que ocultaba su rostro, a redondez invitadora de sus pechos sobresalía sensualmente sobre la superficie espumosa y perfumada de la piscina; fuertemente contrastados por la luz de la vela, se veían apetitosos, coronados por dos moras maduras. En ese momento sus pies rozaron los muslos de Orfeo y él sintió un estremecimiento de placer y unas ganas casi incontenibles de responder.
Una parte muy grande de Orfeo, excitada por el juego y por la magia de la noche, clamaba por avanzar hacia ella, la Mujer Genérica, tocar sus cálidas curvas, besarla y estrecharla entre sus brazos, agarrar sus caderas, atraerla, penetrar con delicada fuerza en ella, tomar sus placeres de hembra y dejarse tomar hasta apagar su terrible carencia de Hombre Genérico, honrar al instinto y a la Vida, dejar aquella loca búsqueda, derramar la tensión acumulada y relajar, relajar, relajar, desaparecer...


Pero detrás de la máscara y de la excitación natural de su sexo, otra parte de sí seguía llena de Eurídice y se negaba a desterrar la pura belleza de su presencia, aunque fuese intangible, por causa de un vaciamiento momentáneo que iba a llevarse, con el ansia, el doloroso empeño de ser fiel a su recuerdo...

Se quitó la máscara de Sol y metió su cara y su cabeza bajo el agua dos veces. Luego se recostó de nuevo y dijo, sonriendo, pero con firmeza:
-No ha muerto la Luna, sigue viviendo dentro del Sol todo el día, igual que él sigue vivo dentro de ella toda la noche.
Thais miró desde su sabiduría, muy adentro de sus ojos, comprendiendo: Orfeo hablaba de su Eurídice.
            Y se alegró. Era bueno que hubiera en el mundo hombres capaces de amar de aquella manera. Tal vez llegaría un hombre así a su vida antes de que el tiempo le hiciera perder su belleza.
Se quitó la máscara y se quedó mirándolo intensamente. Él la miraba de la misma manera, comunicándose ambos a nivel de alma, llenando la piscina toda con su simpatía.

La sacerdotisa irguió su felina esbeltez y dejó que chorrearan cascadas espumosas de sus formas, como si se despidieran del espectro del deseo. El bardo pensó que al agua desgarrada de ella, como a su propio cuerpo, le iba a doler la ausencia de su belleza.
            Salió de la piscina y se envolvió sencillamente en una toalla. Así cubierta y con los cabellos mojados, como una muchacha cualquiera, se inclinó por el borde y abrazó a Orfeo, apoyando la cabeza sobre su hombro, con casta dulzura, muy cerca de su oído.
-Veo a tu esposa en ti, hermano del alma, ella es hermosa y está muy viva. Y lo seguirá estando mientras tú no renuncies a ella.
- Él devolvió su abrazo tiernamente -Sí, lo sé, hermana querida... ¡Gracias por decírmelo!
-Es mi obligación decírtelo, soy una Sacerdotisa del Amor... Tu amor está probado y bien probado.
Fue separándose de él, muy lentamente, hasta de nuevo erguirse. Luego se puso su manto azul sobre la toalla, se colocó la máscara de luna, llenó una vasija con el agua tibia de la piscina y volvió a acercársele.
-La Diosa del Mar del Fin del Mundo bendice tu determinación y tu firmeza, y hace que pasen nueve olas sobre ti, para que sepas que has sido limpio y renovado... Inclina tu cabeza a ras del agua.
-Una... -dijo mientras lo duchaba desde el recipiente y lo volvía a llenar- ...Dos...
 Y así hasta nueve veces. Después dejó la vasija, le tendió su mano y lo ayudó a salir de la piscina, dándole una toalla para que se envolviera. Luego se echó hacia atrás y tomó la antorcha en su mano.

            -El hombre viejo ha muerto en ti, se ha quedado en esas aguas –dijo solemnemente-. Recicla a fondo la experiencia de tu vida anterior, para que puedas ser admitido a la siguiente. Que tu renacimiento genere sobrado fuego de amor, para que siga sustentando tu nueva vida y la de tu mujer amada en tí.
Tomó una lamparilla de aceite de un estante y la encendió en la antorcha. Entregó la lámpara a Orfeo y, todavía con la máscara puesta, se dirigió a la puerta.
-Yo me retiro ya –dijo desde allí-. No tardará mucho en comenzar el alba. Te recomiendo que después de vestirte y tomar tus cosas te vayas a descansar un poco junto a la sala de la chimenea donde estuvimos antes, que está al final del pasillo, detrás de la cortina. Pero, en cuanto comience a clarear, sal, cierra la puerta del templo a tu espalda y baja por el sendero que da al oriente. Cuando llegues abajo, encontrarás que desde esta cima, el sendero asciende a otra, siempre hacia el nordeste, donde se alza un gran roble solitario ante una roca. Allí estará el “Hombre Del Roble”, recibiendo al amanecer. Siéntate en silencio a su lado, que ese hombre sabe mucho sobre lo que te interesa.


Salió al pasillo, desde allí se volvió hacia él por última vez. No dijo nada. Sólo se quitó la máscara, lo miró con ojos húmedos de cariño, ya no el de la Diosa, sino el de la mujer, puso una mano sobre su pecho y luego la abrió hacia él, mientras Orfeo cruzaba las dos sobre el suyo y se inclinaba, lleno de agradecido amor.

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