quarta-feira, 7 de setembro de 2011

11- LA SIEMBRA


LA SIEMBRA

Druidesa Anónimo



El Bosque Sagrado de las Ninfas era, para Euridice, la representación de aquella Tracia profunda y matriarcal, en su aspecto más exclusivamente femenino y espiritual. A pesar de eso, había sido en su recinto externo que conociera a Orfeo hacía cuatro años, cuando llegó la ocasión para que las doncellas Dríades de su ciclo ofrendaran su virginidad a la Diosa durante la Fiesta de la Siembra.
Como las Dríades pertenecían al clan de las mujeres-árbol, la costumbre matriarcal dictaminaba que el clan de los centauros, es decir, los hombres de la hermandad tribal que tenía al potro salvaje como tótem, fuesen cada año admitidos a gozar ritualmente de las jóvenes aspirantes al grado de Ninfas, sobre los surcos del arado abiertos por ellos en los campos de la Diosa, para propiciar que todos los tracios tuviesen abundancia en cosechas de cereales.

Las mujeres de la Fraternidad escogían fecundadores entre otros clanes diferentes cuando se trataba de festivales de fertilización de otro tipo, tal como la de los frutales (hombres-cabra o sátiros) o la de la miel (hombres-abeja). Unicamente el clan de los hombres-árbol les estaba absolutamente vedado, ya que sus componentes eran considerados hermanos suyos.
En la Fiesta de la Siembra, como en las demás, las muchachas-árbol eran libres de elegir a sus hombres-caballo preferidos, por medio de una ceremonia de presentación, tras el arado de los campos, en la que cada uno de ellos mostraba sus encantos y habilidades. Si a dos dríades les gustaba el mismo galán, se desafiaban a una carrera o a cualquier otro tipo de prueba y la ganadora se lo llevaba al surco o al huerto.


La mayor parte de los candidatos se exhibieron realizando competiciones atléticas, mas, cuando Orfeo, que no tenía una musculatura demasiado sobresaliente, tocó su lira y cantó a las ninfas, Eurídice quedó prendada del joven príncipe como si todo su canto fuese sólo para ella y lo eligió, rodeando su cuello con una guirnalda de flores y sonriéndole invitadora. Una hora después, sudorosa y excitada tras la persecución ritual entre los bosques, dejó que tumbara y desnudara su cuerpo núbil sobre un solitario campo labrado.

Orfeo, aunque jadeante, la fue besando y la cubrió de caricias sin demostrar ninguna prisa ni ansia, degustando cada recoveco de su piel a medida que iba, poco a poco, despojándola de sus ropas. Sólo cuando percibió que la muchacha se volvía néctar de pura excitación, se asomó a su puerta íntima con tanta lentitud y consideración, que el dolor inicial de ella acabó convirtiéndose en el placer convulsivo de lanzarse por sí misma al encuentro de su masculinidad, cada vez con mayor fuerza y mayor gana. Él iba conteniendo  o soltando con firme delicadeza,  encauzando la dirección y el ritmo de sus caderas con sus manos, tal como si estuviese manejando un instrumento musical y, con la mayor suavidad, la fue colocando en tal posición que ambos quedaran frente a frente, mirada con mirada, lo cual era un atrevimiento muy grande para un varón.
En ese momento, redujo su ritmo, lo convirtió en series armónicas y alternas de movimientos fuertes o suaves y se dedicó a besarla y acariciarla, cantando su nombre en los más dulces o fogosos tonos de una  ondulante escala ascendiente. Entonces Eurídice le abrió también su corazón, alcanzó el clímax y se dejó ir toda, como río que se precipita desde la alta cascada, liberando un prolongado y bronco gemido mientras se desvanecía en el deleitoso retorno al vacío primordial,

Cuando despertó de su éxtasis se dio cuenta de que el joven que yacía a su lado todavía no se había derramado, ya que  continuaba sintiéndolo entero dentro de ella. A pesar de ello, él había tenido la extraordinaria gentileza de detener completamente sus embates durante un buen rato, para dejarla gozar con total concentración de su placer y de su posterior disolución y descanso. Cuando percibió que lo estaba mirando, paseó su dedo húmedo por los labios turgentes de Eurídice y acarició su cara y los lóbulos de sus orejas, sonriendo.
Ese juego la hizo sonreír a su vez, la sacó de la modorra y la llevó a excitarse de nuevo. Abrazándolo y besándolo llena de agradecimiento, se dispuso a hacer lo posible para sumergir a Orfeo en una catarata de gozo tan liberadora como la que ella acababa de conocer. Trató de irse colocando a caballo sobre él para llevar la iniciativa, como le habían explicado las Madres Sacerdotisas que era la posición y la actitud más digna para una adulta del sexo dominante, y esta vez fue ella la que recurrió a las caricias y a los ritmos alternos, deseando intensamente dirigirlo a que alcanzaran un nuevo éxtasis al mismo tiempo.


Sin embargo, aún en aquella posición, Orfeo se las arregló, sujetando sus caderas o usando del poderoso encanto de sus palabras, para contener o animar sus movimientos en el momento adecuado, autoregulando su propia excitación por medio de la respiración, para alargar el tiempo de placer y para disfrutarlo sin permitirse llegar al clímax. Al cabo, Eurídice gimió y volvió a disolverse plenamente en el vacío, sobre el pecho de Orfeo.

Al volver en sí, el muchacho estaba a su lado, mirándola con dulzura, mientras la acariciaba, rozándola apenas con las yemas de los dedos, tal como tocaba las cuerdas de su lira. Pero su virilidad seguía impávida y disponible. Eurídice se sintió mal.

-¿Por qué no te has dejado derramar en mí? -demandó-. ¿Es que no te gustó que yo te escogiese?
-Ninguna mujer de todas las que haya visto hasta ahora me gusta más que tú -respondió él-. Creo que te esperé toda mi vida, o antes.
Eurídice se inquietó aún más,  también sentía que conocía a aquel hombre  desde antes de nacer. Pero recordó de pronto que era una Dríade y que aquello no era un asunto personal, sino sagrado: estaba allí para ser fecundada.
-¿Tienes algún problema sexual?
-No tengo ninguno –dijo él-. No me derramo porque no quiero; aprendí del Maestro de mi clan en Ptía, el centauro Quirón, el arte de controlar con mi voluntad los impulsos instintivos. Mi placer mayor es sentir tu placer todas las veces que puedas sentirlo, mujer maravillosa.
-Pero no estamos aquí por el placer de los sentidos-le reprochó ella-. No me interesa el placer, si no derramas tu semilla, no podremos engendrar un hijo para la Diosa.
-¿... Para que, si sale varón, sea sacrificado y despedazado y sirva de abono a estos mismos campos de labor? Yo no quiero esa suerte para mi hijo.
-Tu hijo no, el mío –respondió ella muy seria-. Tú no haces más que pasarlo bien durante un rato, yo lo gestaría y lo daría a luz con dolor.
-No me importa como lo hagamos. Seguiría siendo mi hijo, además de tuyo. Tú no creerás que las mujeres sean fecundadas por el viento -dijo Orfeo con firmeza.
-Ya lo sé, pero tú tienes potencia de sobra para engendrar varios hijos diariamente –arguyó Eurídice, ahora con mucha paciencia, entendiendo que se había encontrado con un machito rebelde-. Yo sólo puedo crear uno al año, que es una parte entrañable de mí misma, que me acompaña desde dentro durante nueve meses y al que le tomo un gran cariño. Y aún así lo sacrifico con amor, si fuese un varón, tal como Dionisio fue sacrificado y devorado, para que surgiera de él lo mejor que hay en la especie humana ¿... Te parece mal ofrendar un solo hijo a la Diosa Madre de todas las vidas, para que podamos gozar de una buena cosecha?
-Todos vamos a regresar, tarde o temprano, al vientre de la Diosa para morir y renacer... ¿Qué interés puede tener ella en privar tan temprano de sus vivencias a un pobre niño?
-La Diosa Madre aprecia siempre nuestro sacrificio incondicional, ve lo que somos capaces de hacer por complacerla, y nos lo paga con alimento abundante, para que la vida siga.
-¿Qué clase de madre sería esa si fuese necesario complacerla  con el sacrificio, el dolor y la muerte de sus hijos varones? ¿Cómo se puede comprar la vida de un pueblo con la muerte de un inocente?... Además, el sacrificio principal no es el del dolor de los convencidos padres, sino el de la propia vida de un pequeño ser humano que no puede decidir por sí mismo su destino.
-Tú no puedes entenderlo, solo eres un simple hombre, perdona que te lo diga, siempre se hizo así…no pretenderás saber más que las Sacerdotisas.
-Cuando se dice que así se hizo siempre, es que algo debe estar equivocado, todo lo que es sano cambia, se transforma.
-Por favor, cállate ya esa boca y no lo estropees más –Eurídice estaba irritada- estás diciendo típicas bobadas masculinas.

-Creo que las personas hacen a los dioses a su imagen y semejanza –insistió él- y no al revés, y que las personas que diseñaron  y mantienen esa imagen devoradora para la Diosa de la Vida, pertenecen a un tipo de mentalidad que se ha quedado tan fosilizada como las armas y los instrumentos de piedra.

Eurídice ya no lo quiso escuchar más. Se apartó de él y empezó a cubrir de nuevo su cuerpo, ofendida, avergonzada y temerosa por haber provocado con sus corteses consideraciones a un miembro del sexo inferior unas contestaciones tan irreverentes hacia la Gran Diosa... Pero también sentía una incontenible frustración y rabia.
-¡Hombre impío! –gritó, con ganas de abofetearlo- Si esa es la opinión que tienes de la religión de tu país, tú, un príncipe real ¿Por qué participas en un acto religioso y sagrado? ¿Sólo por el placer de profanarlo?
             -Participé porque participabas tú, Eurídice –dijo él apasionadamente, sin perder la dulzura de su voz-. Hace un año que te vi en una ceremonia externa del Templo de las Ninfas. Desde entonces te he seguido, escondido, cada vez que podía. Te he espiado, he soñado contigo cada noche, he compuesto música pensando en ti, deseándote...
Eurídice, que ya se iba, se detuvo sorprendida, escuchándolo. Él se arrodilló a sus pies y los tocó.
-...Y me presenté a esta selección con la loca esperanza de que reconocieses en mi música los sentimientos que tú misma generaste en mí... y los has reconocido, sin duda, por eso me has elegido entre tanto musculoso. Gracias, gracias, gracias a Nuestra Señora la Diosa por el feliz, maravilloso día que he vivido hoy. Perdóname si al final te he ofendido sin querer. Yo te amo, Eurídice.

Ella se encontró, sin saber cómo, otra vez desnuda y abrazada a él, ganada por sus sentimientos, fundiendo intimamente su feminidad con su hombría sobre la tierra fértil que esperaba ser fecundada. Y de nuevo alcanzó la cima y conoció un placer altísimo entre gemidos, un placer que llenaba todos los huecos de su cuerpo, de su emocionalidad y de su mente, un placer que todo lo disolvía y unificaba. Pero tampoco esta vez Orfeo quiso derramar su semilla.

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