sexta-feira, 9 de setembro de 2011

59 (4)-. LO QUE OCURRIÓ DESPUÉS

LO QUE OCURRIÓ DESPUÉS  


Anónimo Anónimo     

LO QUE OCURRIÓ DESPUÉS, es una historia triste, desgraciadamente, y sólo lo conocemos por las narraciones de otros bardos, ya que la “Canción Occidental” de Orfeo termina aquí. Tras la audiencia con Hades y Perséfone, tradujo a entusiasmados versos lo último que habéis leído, mientras esperaba que le asignaran un guía.
Luego se fue en busca de Eurídice, acompañado, según cuenta el vate Pausanias de Eubea, por uno de los cortesanos de Hades que era, en realidad, el mismo Hermes Psicopombo disfrazado.

Pausanias dice que Orfeo, que siempre conservó la sospecha de que la muerte de su amada podría ser un castigo de la Diosa por haber dejado la Fraternidad de las Dríades para casarse con él, le preguntó al cortesano infernal si Eurídice estaba entre los condenados del Tártaro.
-No, no podría estar entre ellos -contestó el guía-. Eurídice no cometió ningún delito tan grave en su corta vida como para que tuviese que transmutarlo en ese maldito lugar, donde los remordimientos atormentan demoradamente.
 -¿Estará entonces en los Campos Elíseos? -se esperanzó Orfeo.
-Tampoco está allí –dijo el cortesano de Hades, con una triste sonrisa-. Es necesario haber vivido una vida mucho más intensa, completa y gloriosa que la que ella vivió para quedarse a gozar, mientras uno lo desee, de la perfecta unificación de los Elíseos... En realidad toda su gloria es pasiva y no activa... no pasa de haber sido el sincero amor y la dulce inspiración de un inmenso, excepcional amor, como es el que tú tienes por ella.”
-Entonces, ¿dónde está? -se impacientó el bardo, a quien no le gustaron nada aquellas palabras. Si un amor como el de Eurídice no se merecía la gloria de los Elíseos, él tampoco tenía el menor interés por ir a semejante lugar.
-Me temo que no te va a agradar mucho el sitio donde se encuentra: la verdad, como no la enterraste ni cremaste, su cuerpo físico, metido en hielo, no pudo disgregarse. Y ni siquiera le has hecho ritos funerarios... por causa de eso aún no le hemos podido dar una entrada oficial al Hades. Así que se quedó todo este tiempo vagando por un espacio intermedio... Es allí, descendiendo esa gruta. Lo llaman “El Pozo del Olvido.”

¡El Pozo del Olvido! Orfeo dejó plantado a su guía y echó a correr túnel abajo, descendiendo por una interminable escalinata espiral llena de goteras, mohos y charcos resbaladizos, hasta llegar a una gran galería subterránea y circular en semipenumbra, por cuyo centro circulaba un ancho río de aguas lentas y silenciosas, al otro lado del cual crecían, hasta perderse en las sombras del fondo, anchos sauces, álamos negros y cipreses, destacándose uno blanco, el más alto de todos, junto a una oscura gruta de la que manaba la corriente desde el subsuelo.
Paralelo a la ribera orlada de ninfáceas se extendía un gran prado abundante en lirios, con muchas figuras aisladas, vestidas o desnudas que, o no se movían, o lo hacían muy lentamente, pareciendo estar dormidas o meditando. De vez en cuando, alguna salía de su ensimismamiento para bajar a beber o a bañarse entre los nenúfares del río.
Orfeo fue de una figura a la otra buscando a su amada, pero sólo vio a hombres y mujeres extraños, que le miraban un momento con ojos vacíos para luego recaer en la mayor indiferencia. Empezó a ponerse nervioso, corrió y corrió, recorriendo todo el prado, pero Eurídice no estaba. Decidió acercarse más a la orilla.
            Ya había rebasado a unas dos docenas de desconocidos que bebían o se bañaban en las quietas aguas cuando, de repente, alcanzó a divisar una roca triangular en forma de uña, muy semejante a la de la Playa del Fin del Mundo y de su primer sueño. Corrió hasta allí y se asomó a su borde, sintiendo que el corazón no le cabía en el pecho.

Tras ella, descubrió a su amor, desnuda y en pie sobre el fondo, con el agua oscura llegándole hasta medio muslo, los brazos sueltos, inmóvil, mirando sin mirar hacia las nieblas del otro lado del río.

Orfeo gritó su nombre y saltó al agua para abrazarla, pero, como ya había ocurrido en su sueño, sus brazos atravesaron aquella sombra intangible.
Se quedó congelado ante la imagen querida durante un rato. Ella pareció percibir su presencia o, al menos, miró en su dirección.
Dio un corto paso hacia adelante y trató de hablar calmadamente:
-“Eurídice, mi amor, Eurídice, ¿Puedes oírme?
Algo menos que una voz, apenas un hueco balbuceo, salió con dificultad de la garganta aparente de la sombra:
 -...Eu...rí..dice... -pronunció, como un tembloroso eco.
Orfeo sintió que el calor volvía a su pecho.
-Eurídice, Eurídice, soy yo, tu esposo... tu Orfeo.
-...Eu...rí..dice... -repitió ella. Y extendió una mano vacilante hacia él.
Orfeo no podía sentir su tacto, pero colocó las suyas como si pudiera tocarla. Con su voz más dulce cantó el nombre de su amada en varios tonos y escalas. Luego, el suyo propio.
-Eurídice...Orfeo... -respondió la sombra de una manera que también intentaba cantar. Luego alargó ambas manos hacia él, intentando, vanamente, palpar su rostro. El bardo la dejó hacer, sollozando de ternura, adaptándose a la única realidad que parecía haber entre ellos. Continuó cantando los nombres de ambos como se canta para los niños.
 
Ella seguía repitiendo lo que podía como un eco, mientras todas las formas de la emoción hacían estremecerse el alma de Orfeo. Se sentía, al mismo tiempo, inmensamente feliz e inmensamente desdichado. Mucho tiempo debió transcurrir de aquella manera, porque el bardo advirtió que la niebla se iba despejando a espaldas de Eurídice, con lo que pudo percibir, de pronto, una figura inmóvil que llevaba un rato mirándoles desde la orilla.                                 
Era el guía que Hades le había dado. Sin salir de junto a Eurídice, sin dejar de cantar los nombres de ambos de vez en cuando, le hizo una seña con la mano para que se acercase.   
             Enseguida estuvo en el río, formando un trío fantasmal con ellos, sobre un fondo tenuemente dorado, que la niebla, al levantarse, iba dejando al descubierto. Orfeo casi no se sorprendió al ver que su rostro se convertía en el de Donnon, el instructor del Laberinto.

-¿Qué le habéis hecho? -le preguntó en un susurro- ¿Por qué está así? ¿Por qué no la puedo tocar?
-No le hemos hecho nada –respondió Hermes-Donnon con suavidad-. Así es como llegó, una sombra de recuerdos, como llegan todos, un manojo de formas-pensamientos seleccionados y reforzados por repetición, que poco a poco van perdiendo su conexión y diluyéndose en el Río del Olvido... No la puedes tocar, porque eso no es su cuerpo de carne. Tú sabes donde dejaste su cuerpo de carne. Si no lo hubieras enterrado en el hielo, también se estaría disgregando en este momento.
-¿Un manojo de formas-pensamiento? ¿...Una acumulación de frágiles recuerdos que se van desvaneciendo? –se angustió Orfeo- ¿Eso es ella? ¿Eso es todo lo que somos?
-No es todo lo que sois, sino una pequeña parte de lo que sois. Igual que vuestro cuerpo de bebé va siendo completamente sustituido por el de joven y éste por el de adulto, así cambia completamente el cuerpo de pensamientos y de recuerdos parciales y fantaseados sobre vosotros mismos con los que, en cada período, construís vuestra personalidad... En realidad, aquello poco que normalmente creéis que sois, no es sino lo más inasible, ilusorio y cambiante de lo mucho que sois.

Orfeo no tenía ganas de filosofar, sino de encontrar una solución para Eurídice. Se desentendió del guía y siguió cantando para ella. Por lo menos, su amada podía responder a su canto.
-Eurídice, Eurídice, dime, ¿dónde estás? ¿Dónde está tu ser real? Díselo a tu amor, Orfeo.
-Tu amor... Orfeo -respondió ella.
-¿Dónde, mi amor? ¿dónde estás? ¿a dónde voy por ti? -insistió él, con la voz rota.
-A... tu amor... Orfeo.
-¿Me estás reconociendo? -Orfeo se sentía a punto de estallar- ¿Querrás venir conmigo hasta el mundo de la luz? ¿Me querrás seguir hasta allá arriba, siempre detrás, como si fueras mi sombra, aunque yo no te pueda mirar, tal como exigió Hades? Dime lo que quieres, alma mía.
.           -...Tu amor... Orfeo.

Pausanias de Eubea cuenta que, guiados por Hermes, Orfeo delante, cantando y tocando para marcarle el camino, y Eurídice detrás, como si fuese su sombra, ascendieron por los largos pasillos y escalinatas del Averno, pasaron por delante del Cancerbero, que no pareció verlos, y consiguieron, por fin, salir del Hades. Y que salieron, no al país de los Gal de nuevo, sino directamente a Tracia, a través de la húmeda Cueva del Diablo, por donde el río que hoy llaman Trigrad desciende rugiendo en cascadas subterráneas hasta el fondo de la tierra, entre acantilados y gargantas, en el corazón de los montes Rhodope.

Pausanias de Eubea era un bardo alegre, que sólo cantaba poemas con final feliz; si lo quieres así, lector, acaba de leer justo en esta línea y cierra ya este libro. Pero otros muchos vates cuentan que la angustia de Orfeo iba creciendo y creciendo a medida que recorría el mundo de las tinieblas para salir de él. Ni podía volver la cabeza, a ver si su esposa era capaz de seguirle, ni dejar de mantenerse caminando y cantando, no fuera ella a desorientarse. Su gozo por haberla encontrado y por estar, por fin, sacándola de aquel maldito lugar, se nublaba a cada momento por la preocupación de si ella estaría realmente siguiéndole, de si Hades no se estaría burlando de él y de si Eurídice verdaderamente sería aquella sombra medio inconsciente que tal vez acertara a seguirle o tal vez no, o si todo lo que había experimentado no era sino un sueño, un desvarío de su imaginación, enloquecida por su obsesionante apego a un imposible.

Después de mucho caminar por una cuesta ondulante, fatigosa e interminable, oscura y entre nieblas, vio que el camino clareaba ante él, vio como la figura de su guía se enmarcaba en la puerta, en un fuerte contraste, y que luego era como absorbida por la luz, desapareciendo de su vista. Quiso acabar con aquella terrible tensión, desaparecer también en la luz, apagar de una vez aquella pesadilla.

En ese momento ya no pudo soportar más la duda. Nada, nada, nada, le importaba ya sino reencontrarse con ella.  Volvió la cabeza para comprobar si Eurídice lo seguía.

Apenas por un segundo la vio atrás de sí, con sus ojos llenos de amor, asombrados, fijos en él. Luego se transfiguró y se desvaneció como se desvanece la leve aurora al levantarse el sol. Su duda final había destruído la extraordinaria posibilidad que su fe, su determinación y su valor habían estado construyendo durante tanto tiempo.




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