quarta-feira, 7 de setembro de 2011

15 (3)- LA MUERTE DE EURÍDICE


LA MUERTE DE EURÍDICE

Anónimo Anónimo


Orfeo y Eurídice habían conseguido desprenderse de los convidados a la boda, montar juntos sobre un caballo blanco y galopar hasta la casa. Entrado el caballo y cerrado el portón a su espalda, Orfeo puso pie en tierra y ayudó a su reciente esposa a descender.

Quedaron un momento así, pecho a pecho, mirándose tiernamente a los ojos, engalanados ambos con sus tan formales, lujosos y pesados trajes de boda que les habían hecho sudar todo el día, hasta que él dio un grito de niño travieso, corrió, sosteniéndola entre sus brazos, hasta la pileta de agua que había en el centro del jardín y se arrojó con ella adentro.


Ascendieron a la superficie jugando y riendo como chiquillos, al tiempo que se arrancaban la ropa el uno al otro, se abrazaban, se besaban. Eurídice logró salir, medio desnuda, de la piscina y se echó a correr por el jardín, jugando a amplificar el deseo. Orfeo la siguió, consiguió cogerla por la cintura, la volvió a empujar a la pileta y él se echó detrás. 
Ella le arrojó agua a la cara, lo esquivó y consiguió salir corriendo por el jardín de nuevo; él la seguía, pero tropezó y cayó, dándole tiempo suficiente para esconderse detrás de los árboles, aunque ella continuaba llamándolo e incitándolo.
Ese era el momento que Llilith había esperado durante largas horas: salió rápidamente de donde estaba escondida, reptó hasta las raíces del árbol y desde allí clavó su odio y su resentimiento, con toda su fuerza, en el tobillo de Eurídice.


Un grito agudo señaló a Orfeo el árbol tras el cual estaba escondida su juguetona esposa; llegó hasta allí corriendo, con una gran sonrisa, dispuesto a capturarla y gozarla; pero ella acababa de desplomarse en un parterre de flores malvas, amarillas y violetas y una cola de serpiente trataba de ocultarse entre las hojas secas que había al pie del tronco.
-¡Mi amor! –gritó inclinándose sobre ella- ¿Qué te pasa? -pero ella apenas acertó a sujetar fuertemente con su mano la suya, mientras su cuerpo desnudo se convulsionaba. Orfeo descubrió el hilillo de sangre que manaba por su tobillo y la picada de cobra; aplicó inmediatamente allí sus labios, succionó, escupió, succionó otra vez, gritó muchas otras pidiendo ayuda sin conseguirla. A nadie se le ocurre acudir a la casa de unos recién casados, por mucho que griten.


La mano de Eurídice se aflojaba y él percibió con angustia que se estaba yendo; se quedó totalmente inerte, con los ojos abiertos, vidriosos, y su respiración se hacía cada vez más dificultosa.
Orfeo, quebrado de dolor, viendo como Eurídice agonizaba entre sus brazos, corrió hasta el caballo para tomar su flauta, obligó a salir de su escondite y capturó inmediatamente a la cobra con su música, la acosó contra la esquina de un muro de piedra y la torturó tocando sonidos violentos que la hacían revolverse por dentro, tratando de arrancarle el conocimiento de cómo hacer para contrastar su veneno; pero Llilith  respondió, con cruel sarcasmo, en medio de su tormento, que cualquier remedio para el odio criminal que él había despertado en ella era inútil:
 

-...¡Lo único que podrás hacer por tu Eurídice será ir a buscarla al mismo país de los muertos!
Justo en ese momento, a su lado, Eurídice dejó salir su último suspiro con un leve gemido y se quedó mirando al cielo con los ojos abiertos, asombrados.



Orfeo, enloquecido, agarró a la cobra por la cola y la golpeó contra el muro muchas veces, después la pisoteó brutalmente y le arrojó piedras encima, hasta dejarla convertida en un amasijo informe.

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