sábado, 10 de setembro de 2011

62 (1)- LAS MÉNADES

LAS MÉNADES
Druidesa Anónimo

Cierta tarde del comienzo del verano, cuando Orfeo acababa de terminar una canción frente a un coro de ocho muchachos que estaban pasando unos días en la casa de huéspedes, se oyeron músicas alegres subiendo por el sendero de la montaña.
Aguardaron expectantes, hasta que vieron llegar una procesión multicolor de dos docenas de mujeres adultas muy ligeras de ropa, con flautas, caramillos, panderos, címbalos y tirsos adornados con cintas, además de cestas de comida y odres de cerveza y vino.
Caminaban a paso de baile, muy contentas y excitadas, con coronas de flores y hojas de hiedra adornando sus frentes. Estaban sudando por el esfuerzo de la subida y tenían las mejillas enrojecidas por lo mucho que habían danzado y por lo mucho más que habían libado.

Salieron del sendero y se desplegaron en semicírculo ante la cueva, sin dejar de brincar y lanzando el grito sagrado de su dios:
-¡Evoé! ¡Evoé!
-¡Evoé! -repitió Orfeo desde su sitio, con una sonrisa de bienvenida, saludando con la lira, lo que hizo que todos los muchachos lo imitaran.

Eran las ménades, o devotas de Dionisio, también llamadas bacantes en honor al dios del vino y de la alegría sin trabas. Seguramente habían pasado el día festejando juntas en algún bosque al pie de la montaña hasta que, por la tarde, se les ocurrió subir a conocer al famoso aedo del que tanto se hablaba.

Una de ellas se destacó del grupo, alzando en un gesto de mando un bastón ritual que lucía en su remate una piña, el tirso báquico, con el que detuvo la danza, mientras portaba un gran ramo de flores silvestres recién cortadas en el otro brazo. Aunque hacía tiempo que ya no era una jovencita, tenía toda la fragancia sensual de una rosa madura y experta. Sus formas eran, al mismo tiempo, exuberantes y felinas, resaltadas, más que veladas, por una corta túnica de pliegues color vino tinto, la cual dejaba ver unas piernas muy bellas y hacía juego con sus rojos labios, sus arrogantes ojos verdes y su cabellera morena que, amarrada en lo alto de su cabeza, se derramaba como un surtidor sobre sus hombros.

-¡Evoé, Orfeo! -gritó, saludándolo por su nombre, como la persona a quien consideraba más importante del grupo, mientras todas sus compañeras, ante su gesto y su saludo, permanecían quietas y atentas– Me llamo Aglaonice y hablo en nombre de éstas, mis hermanas, las ménades del valle del Hebro. Después de tanto oír acerca de ti a tantas personas que repiten tus músicas y tus poemas, venimos a rendir nuestro homenaje al más famoso de los aedos -.Y avanzó hasta él con una sonrisa encantadora, extendiendo en abanico un ramo de flores silvestres a sus pies.

Orfeo se levantó enseguida, sonriente, y agradeció con un beso en cada una de sus mejillas. Recogió una flor del ramo y se la ofreció. Después tomó flores a puñados y se las fue arrojando a todas las mujeres del grupo.
-¡Sed  bienvenidas, hermosas damas! ¡Gracias por vuestra visita a este humilde lugar, al que ilumináis con vuestra alegría! ¡Evoé! ¡Que siga vuestra fiesta!
Inmediatamente, la líder de ojos verdes, Aglaonice, alzó el tirso de nuevo, lo clavó de un golpe sobre el centro del terreno, como hace un conquistador con su estandarte, y tomando, acto seguido, una flauta frigia de dos tubos, dio la señal de arranque a las músicas y danzas del grupo femenino.
Iniciando sus sones con una clara, fresca, bella y entusiasta llamada a la atención de todos, mostró el núcleo estructural de la melodía, desplegando a continuación, en una sinuosa red de agilísimas repeticiones y variaciones en todos los tonos, un sin fin de giros cada vez más intensos y vertiginosos, de arriba abajo de las escalas audibles, acompañando su penetrante música con gestos y ondulaciones de todo su cuerpo, mientras llevaba el compás con los pies, luciendo sus hermosas piernas en el movimiento, al tiempo que conseguía envolver a todos de una manera sensual, serpentina, carismática y vibrante, que resonaba profundamente en los plexos ventrales de toda la audiencia, que cautivaba, que hacía hormiguear los pies y las caderas, que ponía en marcha hasta al más apático.

Todas sus compañeras empezaron a agitarse y, al poco tiempo, estaban girando en un alegre y libérrimo torbellino alrededor del enhiesto tirso de Dionisio y de la flautista, totalmente poseídas por el espíritu de la espontaneidad, dejando que sus subconscientes individuales se exteriorizaran sin la menor traba, gritando y aullando de alegría, hasta que se apagaron la razón y las preocupaciones presentes, fundiéndose mentes y cuerpos en un inconsciente colectivo y grupal que las proyectaba a un tiempo remoto, arcaico, prehistórico, entrañable, que, a pesar de tanta civilización, estaba animando el tuétano de sus huesos desde hacía milenios.
           
Aglaonice sabía transportarlas a la Orgía de Luna Llena alrededor de la hoguera tribal, a un tiempo de pura, salvaje y traviesa inocencia, a la infancia feliz e irresponsable de la especie. Orfeo se puso a danzar con ellas con gana y animó con palmadas y sonrisas a que también lo hiciesen sus jóvenes amigos, aunque ninguno de ellos, envarados por los complejos de la adolescencia, conseguía soltarse con tanta libertad ni integrarse tan bien como él a la esencia fluyente e incontenible de las danzas dionisíacas y al desenfado picante que aquellas mujeres mostraban, amparadas por el carácter de su propio grupo. Pronto las ménades comprobaron que se encontraban junto a uno de los suyos.

Las danzas seguían a plena energía en tanto que la gente tuvo fuerzas para ello, mientras circulaban las copas, con las que se hicieron, apenas reduciendo un poco la marcha, repetidas libaciones rituales de cerveza de hiedra, hasta que el sol comenzó a querer ocultarse tras las cumbres encendidas. En ese momento, aprovechando un sudoroso y jadeante descanso de la flautista y su grupo, el vate tomó su lira.

Sentándose en su roca habitual, repitió el núcleo melódico de Aglaonice e, improvisando al principio sobre sus compases, enlazó desde ellos, con su voz más cautivante, un himno frigio a Dionisio. 

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