sábado, 10 de setembro de 2011

62 (3)- AGLAONICE




AGLAONICE


Aglaonice estaba fascinada por la extraordinaria vibración de entusiasmo con la que la maestría de Orfeo había sabido elevar hasta los cielos de la emoción a su grupo. Aún empleando la misma música que ella, la había enriquecido tras una sola audición, y su seguridad, su carisma, su virtuosismo creativo y sus múltiples y sutiles recursos sonoros estaban evidentemente mucho más desarrollados que los suyos.
Imaginó en lo que se podía convertir su comunidad de bacantes y su obra espiritual con un colaborador así a su lado. Ella tenía que ganárselo para servir juntos a aquella misión que la vida le había puesto en su camino: construir una nueva era en la que la energía libre, informal e intuitiva de la Gran Madre, aliada a la del olímpico Dionisio, volviese a situarse al nivel del que la habían desplazado los dioses patriarcales... para suavizarlos, humanizarlos y construir una sociedad en la que la mujer recuperase su ascendencia y su autoestima y en la que la fuerza viril se canalizara al servicio del Amor.


Orfeo vio venir hacia él a Aglaonice, majestuosa en la seguridad del carisma que se desprendía de cada uno de sus gestos y movimientos. Portaba con elegancia una copa de madera olorosa finamente tallada y un odre de vino. Se la puso delante y la llenó. Con ella en la mano, se acercó al rostro del bardo y, mirándolo de soslayo con sus ojos hechiceros de esmeralda, bebió ante él un sorbo demorado, que le sirvió para entornar los párpados y redondear los rojos labios, como sin querer, en un gesto audazmente erótico y provocativo. Tras aligerarlo con una de sus frescas sonrisas, dirigió a él ambas manos extendidas:


-Bebe de mi copa, Orfeo –convidó-, comulguemos juntos, ya que a ambos nos anima el mismo espíritu de Dionisio.
Orfeo la recibió, hizo un brindis con un gesto y la acercó a su nariz, pero no bebió, porque hacerlo sería aceptar un compromiso que sentía como demasiado explícito. Bajo el aspecto regiamente femenino de aquella mujer, intuía el espíritu de un guerrero durísimo, dominante y manipulador, una verdadera amazona, una poderosa araña tejiendo su tela. Simplemente le hizo honor al convite, deleitándose en olfatear el aroma del vino.
-Creo que a ti te anima Dionisio mucho más que a mí, sacerdotisa -dijo con una sonrisa-. Eres una mujer muy bella y una extraordinaria flautista. Mereces mucho más que lo poco que yo podría compartir contigo. Por favor, no te ofendas conmigo y considérame tu amigo.

Ella ocultó su decepción tras una sonrisa artificial y recogió la copa de sus manos.
Si no te apetece beber, lo haré yo por los dos.


Bebió un largo trago. Luego la dejó a un lado, lo miró seriamente y dijo:
-En verdad eres un gran maestro. Admiro la altura de tu arte y me siento muy contenta de haberte conocido, perdona mi atrevimiento. Sí que me gustaría cultivar tu amistad y venir alguna vez a hacer música contigo.
-No hay nada que perdonar, tu atrevimiento alegra mi corazón mucho más que el vino; considérate en tu casa y ven a ella cuando quieras. Lo mismo digo para tus acompañantes.

Tomó su mano y la besó, después se puso en pie y recogió su lira. Habló alto, para todas las bacantes:
 -Estoy cansado y deseo retirarme, os doy de nuevo la bienvenida y las gracias por vuestra visita, bellas señoras; continuad con vuestra fiesta y que seáis siempre así de felices, para felicidad de los demás. Mis amigos os dirán donde podéis dormir, si queréis quedaros. Buenas noches.
Luego entró en la cueva y al cabo de unos minutos salió, cargado con una manta, y se perdió entre los árboles del bosque.


Transcurrió una semana, Aglaonice no podía dejar de mirar sin disgusto hacia la alta cima del Rhodope desde la ventana de su casa en el valle del río Hebro. El cortés rechazo de Orfeo a su torpe precipitación había herido a fondo su pecho, que pasaba por todo tipo de violentas emociones, desde la ira hasta la autoconmiseración.


Se miró al espejo y no se gustó. Hubo una época en que ella tenía que quitarse de encima a los muchos hombres que la deseaban, y con muchas menos consideraciones. Pero el paso del tiempo era implacable, su antiguo poder de seducción parecía ya no servirle sino para comandar una tropa de mujeres solas, carentes, decepcionadas por múltiples relaciones insatisfactorias con hombres rutinarios y vulgares, aterradas porque su juventud y su belleza comenzaban a marchitarse, que se amparaban en la religión de la libertad y la alegría para poder desamarrarse de su vacío y de su baja estima en la sagrada embriaguez y en la cobertura anímica que presta la manada.
Se volvió a mirar, ensayando gestos, poses, sonrisas, máscaras “Te ha calado hondo ese músico, Aglaonice, no puedes dejar de pensar en él. Maldita estúpida, cómo me lancé como una loca... habrá que regresar allá, con otra actitud. No me lo puedo sacar del corazón, vas a ver quien soy yo, Orfeo –comenzó a deshacer su peinado-. Tal vez una imagen diferente...”

Las ménades llegaron poco antes del mediodía ante la cueva. Esta vez eran sólo tres: Aglaonice, otra mujer algo mayor que ella y metidita en carnes, de mirada profunda e inteligente, que dijo llamarse Metis, y otra más joven, con un cuerpo fino y flexible de danzarina y cara de estatua, un poco inexpresiva, Hebe. Traían flautas frigias de doble tubo las tres, algo de comida y bebida y un hatillo con una muda de ropa limpia envuelta por un manto. Pero ahora, a pleno día, no parecían las mismas de la primera vez, sino tres modestas estudiantes de música que van a visitar a un profesor.

Cuando se recreó un buen clima de simpatía y fraternidad, Aglaonice dijo que se habían atrevido a traer algunos platos de buena comida casera para compartir y que les gustaría mucho pasar una tarde tranquila en el monte, escuchar otra vez a Orfeo, si fuera tan amable, tocar juntos y aprender algo de él.
Almorzaron, pues, en grupo sobre la hierba, uniendo la ensalada que habían preparado para ellos con los platos cocinados por las visitantes, que estaban muy bien presentados y que sabían verdaderamente deliciosos. Se bebió vino de una manera normal y moderada y en todo momento se logró un clima de amistosa y ligera armonía de grupo.

Tras la comida, el mudito se fue a lavar las ollas y los demás se quedaron conversando cordialmente, tumbados bajo la sombra de una encina. El muchacho del cabello rizado, Museo, era muy simpático y contó sabrosos chismes mundanos de la capital de donde procedía. Como sus dos compañeras estaban muy a gusto con él, Aglaonice fue creando, poco a poco, un aparte con Orfeo.

-Fue impresionante –dijo, con los ojos brillando de admiración- como conseguiste elevar la vibración de mi grupo la otra noche ¿Cuál es el secreto de tu maestría?
-Ningún secreto -respondió él sonriendo-: amor por lo que hago, gustoso trabajo, estudiar y ensayar hasta que la lira o la flauta en mis manos se vuelven yo mismo, estudiarme y vaciarme hasta que yo mismo me vuelvo la propia música tocándose a sí misma, y luego dejarla fluir hasta donde ella quiera.
-¿Así de sencillo... nada más? -dijo Aglaonice riendo con ironía- ¡Todo el mundo puede!
-En realidad, todo el mundo puede, creo yo –dijo él-, cada uno a su manera, cultivar y desarrollar hasta extremos muy elevados sus propios talentos y tendencias innatas: basta con saber, querer, osar y callar, como siempre.

-¿Saber, querer, osar y callar? -repitió la sacerdotisa- Eso es un axioma hermético.
            -Lo es, mucha gente lo conoce, pero hay que aplicarlo –dijo Orfeo-. Saber lo que quieres conseguir, quererlo conseguir con mucha gana; osar poner toda tu concentración y todo tu esfuerzo en ello de forma constante, a fin de intentarlo día tras día; y hacer callar a las constantes dudas, ansiedades, vacilaciones, sentimientos de impotencia o de carencia, quejas o vanidades de tu ego, para seguir intentándolo con fe, como si ya lo hubieses logrado antes, hasta que en cualquier momento, inesperadamente, lo consigues, igual que hemos conseguido aprender a ponernos en pie y a andar.
-Yo quiero y oso con fuerza –chispearon los ojos femeninos-. Lo difícil para mí es callar, hacer callar a las dudas, hacer callar a la vanidad: insuficiencia y prepotencia.
 -Ese es el balance hacia los extremos que sale fácilmente de todos nosotros, amiga, quedarse corto, pasarse... la armonía está en el medio, no parada, sino danzando entre los extremos –confirmó él-. Si dudas, le faltará a tu melodía la fluída brillantez de la seguridad, si te pasas de confianza egoica en ti misma, resultará pesada y no alzará vuelo. Se necesita salir de la rueda del sube y baja, ponerse por encima de su vaivén. Hay que dirigir el vaivén de la balanza desde su centro más elevado, desde el fiel. Y no desde uno de los platillos o el otro. Desde los platillos es imposible mantener un movimiento equilibrado.
-¿Y eso cómo se hace?
-A mí me sirve una manera, a veces –respondió el bardo-: rindiendo la dirección de mi juego a mi centro más elevado.
-Ya lo hago yo también. Mi centro más elevado es Dionisio. Todas las dudas de mi razón se disipan en él.
            -Yo tengo la sospecha, y espero que me perdones -dijo Orfeo suavemente-, de que Dionisio es un centro elevado, pero no precisamente el del fiel, sino el de uno de los platillos: el de la espontánea emocionalidad subconsciente. El centro elevado del otro platillo es Apolo, la sabia consciencia intuitiva.
-¿Quién te parecerá entonces que sujeta el fiel de la balanza de donde penden ambos? -dijo Aglaonice desafiante- ¿La Diosa?... ¿o Zeus?
-La Diosa y Zeus son los dos brazos que sostienen los platillos. Tampoco son el fiel -respondió el bardo-. Si quieres poner una divinidad conocida allí y no a tu propio ser real directamente, yo creo que podría ser Atenea, que es la inteligencia creativa de Zeus, y una síntesis, actualizada, de él y de la Diosa, en la que todas las cualidades femeninas y masculinas, lunares y solares, conscientes e inconscientes, se funden en una supraconsciencia equilibrada, potente, bella y activa.
-No me inspira devoción ni confianza esa virgen orgullosa con alma de hombre. Me quedo con la Diosa y con Dionisio, que es el más femenino de los dioses-. Afirmó con fuerza Aglaonice.
           
Orfeo se dio cuenta de que ella se había atrincherado en una posición fija y renunció a seguir discutiendo por causa de los muchos símbolos superficiales de lo Único. Hubo un silencio. Al cabo, Aglaonice le preguntó si después de haber viajado tanto, no se aburría de permanecer en una cueva, en aquel rústico lugar.
-Realmente no –contestó sonriendo-; cualquier lugar puede ser el centro del universo, si uno siente la vida del universo en él... ¿No la sientes tú en esta montaña?




Aglaonice miró en su torno, alzando el pecho -¡Claro que la siento!... este lugar es un templo puro y sagrado de la vida.
-El mundo todo lo es -respondió él-, pero en las montañas se siente más fuerte, más puro. Cuando yo viajaba, procuraba andar por las montañas o regresar de vez en cuando a ellas, para recargarme. Esta montaña resume en sí todos los lugares donde más a gusto me he sentido en mi vida.

-Pero tú has vivido aventuras y conocido a muchas gentes muy interesantes ¿No echas eso de menos?
-No, porque lo he vivido a fondo y porque soy libre para dejar las pocas cosas que aquí tengo y buscar lo desconocido de nuevo, si lo deseara... aunque ya no sería lo mismo, porque cada edad tiene su propio juego y sus propios retos... En cuanto a las personas interesantes, no hace falta salir de aquí para encontrarlas; ya ves, tú has llegado por tu pie a esta montaña y eres una persona interesante.
Ella se sintió feliz, pero disimuló, tenía que ir despacio.

-Orfeo, yo soy una persona muy vulgar, me refiero a esas gentes distinguidas que saben apreciar verdaderamente tu arte y agradecerlo, que lo pueden aplaudir y recompensar como se merece ¿No es un desperdicio, para un músico de tu talla, vivir así, retirado? El mundo podría estar a tus pies. Podrías tener cuanto quisieras.
            -Aglaonice, para que ese mundo del que hablas esté a sus pies, un artista tiene que ponerse a los pies de ese mundo, y cuantas más cosas posee una persona, más esas cosas lo poseen y chupan su energía. Si yo tuviese que dejar mi cueva ahora, encontraría enseguida otra, en todos los montes las hay. Si perdiera mi lira, cortaría madera y en poco tiempo me haría otra; y en cualquier monte se encuentran, también, agua y alimentos... Prefiero mi libertad actual a vivir en una jaula de oro en la ciudad, pendiente de competir, de destacar, de mostrarme y de mantener los cambiantes favores del público y de las modas.
-Pero un artista se debe a su público -insistió ella- ¿Para qué te dieron los dioses ese talento? ¿para sólo escucharte a ti mismo, como un lobo solitario aullando en el monte? ¿Dónde está tu utilidad en este mundo?



-A lo mejor los dioses no están tan descontentos conmigo –sonrió el vate-. Todo el tiempo estoy cantando y tocando para las distintas caras del Ser Universal que ellos representan, canto dando gracias por la vida y en honor a ella, canto para los dioses que residen en las gentes amadas y amigas que viven conmigo o que vienen a visitarme, y canto para los dioses que me inspiran en mi interior y que me hacen sentir feliz y útil inspirándome y oyéndome interpretar lo que me inspiran.


NU
Ella se quedó sin saber qué decir “Oh, me encanta como eres, Orfeo –pensó- eres exactamente el tipo de hombre con el que podría complementarme para exteriorizar lo mejor de nosotros dos al servicio de nuestra misión... sólo necesitas que alguien te ayude a descubrir la mejor manera de aplicar tus dones y tu fuerza a lo que esta época nos está pidiendo...”
-¿Te gustaría encontrar una manera –preguntó-, en la que tu música sirviera para mejorar el mundo?
Él volvió a sonreír y dijo dulcemente, como quien habla de otra cosa:
-Aglaonice... a mí me parece que todo en este universo es la misma energía vibrando en el movimiento rítmico que crea la vida universal... y que todas las expresiones de la vida de los seres, todas, influyen sobre esa vibración y marcan su tono, también la tuya y la mía. Pero, además, todas aquellas expresiones creativas que son conscientemente armónicas elevan al máximo la belleza y el goce de la sinfonía colectiva de los seres que conforman el ser del cosmos... y la buena música la eleva más y mejor que cualquier otra forma de expresión...
-... Excepto la expresión pura del amor-, arguyó Aglaonice.
-¡...Que también puede expresarse con música! -respondió Orfeo riendo–... Así que no desprecies, amiga mía, la utilidad, para el mundo, de un humilde músico que vive y toca retirado. Él puede ser un sacerdote de la Vida.
-Un sacerdote de Dionisio...- reconoció ella, apreciativamente.
-¡Evoé! Pero Dionisio, para mí, Aglaonice, siendo una expresión muy querida de la Vida, un arquetipo de pura libertad y alegría, no es más que una de las múltiples caras del dios que hay detrás de todos los dioses. No me quedo sólo con esa, a veces necesito cantarle a la virtud luminosa y equilibrante de Apolo, o a la disciplina firme y decidida de Marte, o a la racionalidad ágil de Hermes, para no quedarme en la pura esfera de los impulsos instintivos o subconscientes... Todas las caras de todos los dioses son necesarias para que nosotros configuremos, mezclándolas según nuestras necesidades, la imagen del dios interior que, en cada momento, nos conecta con el todo y dirige nuestro rumbo personal... Hay veces en que, incluso, necesito cantarle a Hades.

-¿Hades? Ese es un dios del que la mayoría de la gente prefiere ni acordarse -dijo ella aprensivamente- ¿Para qué le cantas?

-Para poder disfrutar más y mejor de la vida efímera del cuerpo y de la mente, en éste único momento real en que aún los tengo conectados a todo lo que soy... A mi me parece que Hades es el gran recordador de la realidad, amiga.


-¿Por qué?
-Porque pensar en él me centra en lo importante cuando vienen a mí las preocupaciones... pocas de las cosas que nos preocupan aparecen como importantes si uno piensa que dentro de una hora podría perder su cuerpo. Creo que aquello en lo que yo usaría esa última hora, es lo único verdaderamente importante para mí.

-Yo la usaría para amar, Orfeo, para darme toda, para perderme, para entrar en el más allá con toda mi consciencia diluída en el éxtasis del amor... –dijo la sacerdotisa con toda pasión- ¿En qué la usarías tú?

Orfeo se quedó pensativo un momento, como si estuviese concentrado en un recuerdo muy, muy profundo.
-Yo ya tuve esa experiencia una vez y lo que más anhelaba era precisamente eso: poder apagar mi tensa atención, perderme, diluir mi consciencia vigilante en el éxtasis del amor y del reencuentro... y que fuera lo que fuese después... eso era Dionisio hablando en mí. Sin embargo, una voz más fuerte me animaba a mantenerme alerta, alerta, bien consciente, para poder acabar lo comenzado. Aquella voz me urgía, con el mayor ahínco y en nombre del amor, a seguir despierto y conectado con mi objetivo hasta justo el instante final, aguantando el deseo de apagar y diluirme... esa era la voz de Apolo en mí.
-¿...Y a cuál de las dos voces hiciste caso? -preguntó Aglaonice.



Antes de que Orfeo pudiese contestarle, su diálogo fue interrumpido por sus tres compañeros de siesta, que les propusieron alegremente ir a tomar un baño a la cascada. Se levantaron pues, se unieron a ellos y comenzaron a caminar atentos, ahora, a cualquier otro asunto del que el grupo estaba hablando.
  


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