sexta-feira, 9 de setembro de 2011

59 (1)- LA NAVE INTERDIMENSIONAL

LA NAVE INTERDIMENSIONAL    
 
Anónimo Anónimo

Poco después, bien vestido y provisto tan sólo de su lira, su flauta y un candil de grasa de oveja, Orfeo fue llevado desde la playa, en una embarcación de cuero prestada, que Donnon remaba, hasta el borde del acantilado, detrás de la Uña de Piedra, donde se despidieron sin hablar. Desde allí, el bardo se las arregló para llegar hasta la todavía cerrada boca de la cueva por la que había visto, en su sueño, penetrar a Eurídice tras una larga fila de espíritus flotantes. Se acomodó sobre una peña y empezó a tocar en cuanto las últimas huellas del ocaso desaparecieron del cielo.
Su canto ya no era el canto lamentoso y melancólico de la desesperada carencia, como la primera vez que había tocado allí, sino la firme serenidad del que está convencido de su propio merecimiento y del que confía en la sabiduría y en el amor de la Vida Eterna en sí mismo, enmascarada tras los muchos nombres de dioses y diosas que los hombres son capaces de imaginar.
Estuvo interpretando su mejor repertorio como una ofrenda de gratitud anticipada, hasta que cayó por completo la noche y encendió el candil. Aún siguió cantando y tocando bastante después, tras breves pausas, mientras pedía a los reyes del Averno que se dignasen abrirle sus puertas a alguien que había recorrido el Laberinto hasta el final y que había comprendido, sin permitirse dudar de los resultados de su súplica. Estaba lleno de excitado entusiasmo y seguridad, igual que una luz que penetra en las sombras diluyéndolas. Estaba seguro de que su invocación no podía quedarse sin respuesta.

De pronto, Orfeo sintió, más que vio, un resplandor que venía de la punta del cabo alargado, aquella que tenía forma de nave. Y al volverse, ya una embarcación de madera ancha y ligera, con vela gris de aspecto mediterráneo, se acercaba, suave pero rápidamente, a la Uña de Piedra. De su mástil colgaba un fanal de luz amarillenta, que le permitió distinguir la figura del solitario barquero que dirigía el timón hacia él.
            Cuando llegó cerca, el timonel le hizo una señal con la mano para que se aproximase y el bardo se alborozó de  que sus ruegos hubieran sido atendidos y de que le permitiesen cruzar la laguna abismal que separa los mundos de la vida y de la muerte. De un salto subió a bordo y se sentó en uno de los bancos.
El barquero, que había estado separando la embarcación de las rocas con un largo remo, se volvió hacia él y, con una voz tosca y cavernosa, le dijo severamente:
-No te muevas tan rápido, no agites mi barca. Se acabaron para ti las prisas, mortal.
El bardo se quedó cortado, callado, inmóvil, sin saber que hacer.
-¡Música! –exigió el barquero, poniéndose al timón- Para llegar a donde vas tendrás que tocar todo el rato tu música, loco amante de un sueño, nadie cruza en esta nave sin pagar el servicio con servicio.
Orfeo tomó la lira, se concentró y comenzó por un himno que invocaba la guía de Hermes Psicopombo por las regiones del más allá, mientras el timonel navegaba mar adentro y hacia el sur; luego lo fue enlazando con otros cánticos eleusinos que proclamaban la eternidad de la vida a través de las interminables cadenas de transformaciones aparentes del Único Ser, que representa todos los papeles de su propio teatro de la existencia. Según cantaba, le parecía que las olas se amansaban y que cada vez batían con menos fuerza contra los costados del barco.
            Algo después, la sensación del transcurso normal del tiempo fue dejando en su mente paso a un momento de presente interminable, como si estuviese soñando y como si no existiese otra cosa en el mundo que aquel fanal encendido rodeado de sombras. El mismo barquero no pasaba de ser una estatua oscura pegada a la popa y completamente inmóvil. Su propia voz parecía ser lo único vivo allí.
Tras muchas canciones seguidas, en las que le daba la impresión de que sólo se estaba escuchando a sí mismo, el bardo se sintió cansado en medio de aquella inacabable negrura y vacío de otros sonidos. No sabía si llevaban navegando toda la noche o si sólo hacía una hora o dos que zarparan. Paró de cantar por un rato y se sintió rodeado de un silencio más pesado todavía, de la más desesperante soledad. Además, la brisa húmeda de la noche comenzó a traerle un olor extraño, desagradable.

Al poco, lo identificó: era un olor como de carne podrida. Se asomó por la borda y no vio el mar, sino una viscosa niebla burbujeante que parecía rodearles en todo el círculo que el farol iluminaba. La barca estaba como detenida en ella, pues no dejaba estela alguna detrás de sí. Fijándose más, le pareció vislumbrar formas conocidas flotando bajo la niebla. De repente se estremeció, eran cadáveres, muchos cadáveres flotantes y nauseabundos, el navío se encontraba sobre un mar nocturno de cuerpos sin vida a la deriva, de los que se desprendía un tufo cada vez más patente de vapores de descomposición.
            Orfeo sintió un agujero en su vientre y un terrible deseo de vomitar sobre la amura, mas algo en su interior le hizo aguantar y contenerse. Se dirigió al barquero, en busca de una explicación, pero en la popa no había nadie, el timón estaba como bloqueado; se encontraba solo, en medio de ninguna parte, rodeado del asco y del horror. La luz del fanal, en lo alto del mástil, comenzó a hacerse más y más mortecina.


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, mostrando la infinita unicidad de todo y la ilusión mental que es la muerte definitiva y cuya misión es cultivar, como jardineros cósmicos, razas mejoradas de seres elementales, minerales, vegetales, animales, humanos, suprahumanos y seres estelares, una tras otra, a lo largo de dos ciclos espirales que hacen que primero las emanaciones sutiles del ser se vayan densificando, involución, hasta que llega un punto de reversión en que el proceso se invierte y la materia ya espiritualizada comienza a sutilizarse, evolución, para volver al origen cargada con el conocimiento de sí mismo que el Ser realizó con esa inmersión suya, a través de innúmeras células perceptivas, en sus partes más remotas y sombrías.
A lço largo del proceso, van encarnando las mónadas más individualizadas y evolucionadas en el reino siguiente en elevación de consciencia, desde que el mundo es mundo, a partir de arquetipos divinos que fecundan la materia plástica eterna de la matriz universal. También se decía allí que, tras la derrota de los titanes y la reconstrucción del mundo, Zeus se tragó al andrógino primordial, asumiéndolo en sí mismo, para después colocar su semilla en Sémele, engendrando con ella a Dionisio).

 XVIII.   LA NAVE INTERDIMENSIONAL     



Poco después, bien vestido y provisto tan sólo de su lira, su flauta y un candil de grasa de oveja, Orfeo fue llevado desde la playa, en una embarcación de cuero prestada, que Donnon remaba, hasta el borde del acantilado, detrás de la Uña de Piedra, donde se despidieron sin hablar. Desde allí, el bardo se las arregló para llegar hasta la todavía cerrada boca de la cueva por la que había visto, en su sueño, penetrar a Eurídice tras una larga fila de espíritus flotantes. Se acomodó sobre una peña y empezó a tocar en cuanto las últimas huellas del ocaso desaparecieron del cielo.
Su canto ya no era el canto lamentoso y melancólico de la desesperada carencia, como la primera vez que había tocado allí, sino la firme serenidad del que está convencido de su propio merecimiento y del que confía en la sabiduría y en el amor de la Vida Eterna en sí mismo, enmascarada tras los muchos nombres de dioses y diosas que los hombres son capaces de imaginar.
Estuvo interpretando su mejor repertorio como una ofrenda de gratitud anticipada, hasta que cayó por completo la noche y encendió el candil. Aún siguió cantando y tocando bastante después, tras breves pausas, mientras pedía a los reyes del Averno que se dignasen abrirle sus puertas a alguien que había recorrido el Laberinto hasta el final y que había comprendido, sin permitirse dudar de los resultados de su súplica. Estaba lleno de excitado entusiasmo y seguridad, igual que una luz que penetra en las sombras diluyéndolas. Estaba seguro de que su invocación no podía quedarse sin respuesta.

De pronto, Orfeo sintió, más que vio, un resplandor que venía de la punta del cabo alargado, aquella que tenía forma de nave. Y al volverse, ya una embarcación de madera ancha y ligera, con vela gris de aspecto mediterráneo, se acercaba, suave pero rápidamente, a la Uña de Piedra. De su mástil colgaba un fanal de luz amarillenta, que le permitió distinguir la figura del solitario barquero que dirigía el timón hacia él.
            Cuando llegó cerca, el timonel le hizo una señal con la mano para que se aproximase y el bardo se alborozó de  que sus ruegos hubieran sido atendidos y de que le permitiesen cruzar la laguna abismal que separa los mundos de la vida y de la muerte. De un salto subió a bordo y se sentó en uno de los bancos.
El barquero, que había estado separando la embarcación de las rocas con un largo remo, se volvió hacia él y, con una voz tosca y cavernosa, le dijo severamente:
-No te muevas tan rápido, no agites mi barca. Se acabaron para ti las prisas, mortal.
El bardo se quedó cortado, callado, inmóvil, sin saber que hacer.
-¡Música! –exigió el barquero, poniéndose al timón- Para llegar a donde vas tendrás que tocar todo el rato tu música, loco amante de un sueño, nadie cruza en esta nave sin pagar el servicio con servicio.

Orfeo tomó la lira, se concentró y comenzó por un himno que invocaba la guía de Hermes Psicopombo por las regiones del más allá, mientras el timonel navegaba mar adentro y hacia el sur; luego lo fue enlazando con otros cánticos eleusinos que proclamaban la eternidad de la vida a través de las interminables cadenas de transformaciones aparentes del Único Ser, que representa todos los papeles de su propio teatro de la existencia. Según cantaba, le parecía que las olas se amansaban y que cada vez batían con menos fuerza contra los costados del barco.
            Algo después, la sensación del transcurso normal del tiempo fue dejando en su mente paso a un momento de presente interminable, como si estuviese soñando y como si no existiese otra cosa en el mundo que aquel fanal encendido rodeado de sombras. El mismo barquero no pasaba de ser una estatua oscura pegada a la popa y completamente inmóvil. Su propia voz parecía ser lo único vivo allí.
Tras muchas canciones seguidas, en las que le daba la impresión de que sólo se estaba escuchando a sí mismo, el bardo se sintió cansado en medio de aquella inacabable negrura y vacío de otros sonidos. No sabía si llevaban navegando toda la noche o si sólo hacía una hora o dos que zarparan. Paró de cantar por un rato y se sintió rodeado de un silencio más pesado todavía, de la más desesperante soledad. Además, la brisa húmeda de la noche comenzó a traerle un olor extraño, desagradable.

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