sábado, 10 de setembro de 2011

62 (5)- LA FIESTA DEL DESENFRENO




LA FIESTA DEL DESENFRENO
Anópnimo Anónimo


En las ceremonias dionisíacas, Aglaonice lideraba  con brío  a su grupo de bacantes en la intimidad secreta de los bosques, durante ellas, tras ingerir una mezcla de cerveza de hiedra y distintos hongos visionarios, las ménades cantaban y danzaban dando rienda suelta a lo instintivo, hasta entrar en un juego de frenesí creciente en el que todo estaba permitido.


En el momento de mayor embriaguez, las ménades descuartizaban vivos algunos animales salvajes, se salpicaban unas a otras con la sangre, pasándose de mano en mano los despojos, mientras reían y reían y se abrazaban, tiñéndose de rojo, desgarrándolos crudos a dentelladas sin tragárselos, para provocar el afloramiento de las identidades más arcaicas del propio ser a la mente superficial, desde las honduras abismales de aquel subconsciente colectivo donde la Diosa tanto era dadora de vida como dadora de muerte.

Era una evocación de las ceremonias mágicas de las antiguas matriarcas en la pasada Edad de Piedra y una reacción de rebeldía contra el imperio del frío Mental-Intelectual, de la impositiva Razón Apolínea traída por el Patriarcado, ceremonias vedadas bajo pena de muerte a la contemplación de los hombres, excepto a aquellos iniciados de toda confianza que aceptaban travestirse para vivir femeninamente los sagrados misterios de la Gran Madre, en los que las sacerdotisas se entregaban al espíritu de su divino salvador, Dionisio, el eterno niño dios que todos llevamos dentro, para viajar a las dimensiones profundas del ser, cabalgando el trance inducido por el vino quitapenas y las plantas de poder.
Danzaban llenas de místico entusiasmo por sentir la fusión con lo infinito, abiertas a ser fecundadas e inspiradas lúcidamente por sus propios maestros interiores, los espíritus de la naturaleza, a quienes la mujer siempre estuvo más próxima que el hombre; los sabios y amorosos aliados y guías astrales, las serpientes de sabiduría oracular que habían enseñado a las primeras recolectoras el arte y la ciencia de hacerse semejantes a la Diosa.





En lo más intenso del torbellino y de espaldas a la hoguera, cubierta con una piel de loba y rodeada de perfumados vahos de incienso de Siria, Aglaonice dirigía con su flauta y sus movimientos a todos los demás instrumentos de viento, dibujando una sinuosa melodía espiral sobre la noche, a contrapunto del retumbante compás circular que marcaban los panderos, mientras alrededor de ella y del fuego rondaba frenéticamente el embriagado coro de mujeres vestidas con largos peplos de muchos pliegues, que dejaban los muslos al descubierto al bailar.

Giraban recubiertas de moteadas pieles de corza, coronadas sus cabezas de hiedras y culebras, brincando y aullando en la amplia rueda, seguidas de sus sueltas cabelleras y de sus sombras proyectadas, tal como si los seres invisibles de la floresta estuviesen participando con ellas en su danza remolineante, danza en la que las energías individuales de cada una de ellas se convertían en una sola sinergía multipotenciada de excitación orgiástica que conectaba de forma  ascensional con lo inefable, con la fuente subconsciente de la alegría más simple y más vital, sin freno alguno.
Era la terapia catárquica del desvarío provocado, aceptado y gozado de común acuerdo, de la subversión de la normalidad, de la sub-realidad, del retorno a la infancia lúdica de la especie. Era una terapia sagrada que tenía la virtud de desencadenarlas de las culpas del pasado y de las preocupaciones del futuro, que las ponía integralmente en el presente instantáneo, aquí y ahora, a plena intensidad de sentimiento, en la única realidad sensible... 
...Que transmutaba todas las tristezas y nostalgias, que proporcionaba una familia y una religión comprensivas y cómplices a las almas solitarias, que hacía sentir placer y poder en el delirio de la agitación caótica y de la carcajada liberadora... Que desordenaba los esquemas habituales, que apagaba por unos momentos la voz tirana de la lamentosa razón cotidiana, aquella que proclamaba machaconamente la insulsez y la mediocridad de la existencia, especialmente por tener que vivir en un mundo en el que las mujeres perdían cada día mayores parcelas de poder. Sus abuelas estarían avergonzadas de ellas, si lo viesen.
Ellas eran la activa resistencia de un milenario imperio de la intuición femenina contra el cuadriculado estilo de pensamiento, la vulgaridad y las insufribles limitaciones que los griegos estaban trayendo al mundo. Juntas, organizaban ruidosas protestas, y hasta destrozos, contra cualquier ofensa a su género, contra los extranjerismos, contra las modas helénicas, contra cualquier tentativa de reformar y corromper el orden y los valores que, desde siempre, sustentaban la armonía de la vida. Incluso habían recurrido a veces a la violencia, humillando o apaleando a hombres conocidos como maltratadores.
 Ellas eran el espíritu de dignidad de su sexo enfrentado a aquel rudo y creciente machismo que sólo la coacción de las espadas y los palos sostenía, y que pretendía rebajar y degradar su condición. Ellas eran la familia promiscua y tribal de siempre, construída libremente sobre las afinidades espontáneas del corazón, enfrentada al rígido modelo de unidad familiar monogámica que los aqueos trataban de imponer y que ya había contagiado a tantísimos hombres tracios, que cada día estaban más rebeldes a la sagrada tradición y que pretendían tratarlas como si fuesen griegas. Mientras ellas siguiesen danzando, la Diosa seguiría viva en Tracia.





Aglaonice, siempre en el centro, dejaba a veces la flauta y elevaba su bastón-batuta, el tirso, adornado con tiras blancas de lana, que dirigía cada cambio de tiempo en la ceremonia, acompañando su gesto con un salvaje bramido, el grito ritual que excita y anima, que era inmediatamente obedecido. Las bacantes giraban hacia un lado o hacia el otro con perfecta sincronía cuando ella lo marcaba, aumentaban su velocidad como si volasen, o se quedaban inmóviles como estatuas un instante, para seguir cuando ella daba la señal.      
 Nadie como las mujeres para ponerse de acuerdo, perfectamente armonizadas, si eran dirigidas con gracia y con firmeza desde el corazón y desde el vientre. En su imaginación operativa, la Sacerdotisa Madre sentía conectados a su cintura todos los cordones umbilicales de sus ménades y las convertía en una gran rueda generadora de pura energía de sanación psicológica.
Haciéndose antena, raiz, fuente inspiradora, directora de orquesta y danza, espejo y canal distribuidor de todas aquellas vibraciones de liberación que pasaban a través de ella como de un puente y que le hacían sentir su propio poder y utilidad, imaginaba como podría llegar a crecer aquella fuerza, como llegaría a influenciar y a contagiar a las masas, el día en que tuviese al magistral príncipe Orfeo a su disposición, como apasionado amante y perfecto complemento de su carisma por una parte, y como inspirado, inspirador y fascinante sacerdote-músico de Dionisio por la otra, para mayor gloria de la Gran Diosa.


Cuidando de no dejar su objetivo en manos del azar, Aglaonice no dudó en recurrir a la Magia como refuerzo de la consecución de sus deseos. La Magia de la mujer, que creaba la vida, también  servía para crear cualquier otra cosa. En un bosque frondoso a las orillas del río Hebro se hallaba su lugar de poder y el viejo y fuerte árbol con el que durante mucho tiempo se había identificado y hermanado. Invocó sobre él a los elementales de la naturaleza, con las antiguas fórmulas pasadas de madres a hijas durante incontables generaciones de matriarcado.
 Personificó la figura de Orfeo sobre el árbol juntando a su conjuro cabellos sueltos y pequeños objetos personales que había sustraído al bardo y practicó en él y sobre ellos, impregnándolos de sus propios fluídos, las más poderosas hechicerías que conocía, a fin de que llegara a sentirse loco por ella, que la viera como la más bella y deseable de las mujeres y que se estableciese entre ambos una ligazón indestructible.




Durante dos lunas recogió el sagrado rocío, lo asperjó con conjuros sobre sus amuletos y fue reforzando con su concentración, muchas veces en trance, y alimentando con sacrificios y ritos, la semilla astral de lo sembrado en el árbol, a fin de que fructificase en el plano físico y en el ciclo más propicio, tras una buena gestación.

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