quarta-feira, 7 de setembro de 2011

14- EL SÁTIRO


EL SÁTIRO

Druidesa Anónimo


Aquella otra tarde era también de pura alegría. Eurídice estaba celebrando con sus compañeras de grupo su despedida de soltera y su salida de la Fraternidad de las Dríades, para casarse al modo griego. Aunque su madre,  la Alta Sacerdotisa de la Diosa, por mucho que la quisiese, no podía en absoluto mostrarse de acuerdo con aquella concesión a los rituales patriarcales de los Olímpicos y por eso había declinado su presencia, las compañeras de Eurídice hicieron fiesta en el bosque, comieron juntas sobre la hierba y danzaron en coro como chiquillas.
Una de las chicas hizo la broma de qué pena que ya no hubiera más sátiros en los bosques,  hijos de Pan, el Dios de la Tierra, como en los tiempos mitológicos, para ser perseguidas por ellos como lo eran las ninfas.

-¡Yo seré el sátiro!- gritó una de las mozas, la más traviesa, agarrando un palo y poniéndoselo entre las piernas, como un falo enhiesto, mientras fingía abalanzarse sobre otra de sus compañeras.
-¡No, no, yo también soy un sátiro! ¡Aparta! –gritó ella, y esquivándola, tomó otra rama, se la puso por delante y corrió, amenazando a la primera por detrás.
Las muchachas se morían de risa asistiendo a la pugna de ambos falsos sátiros, pero al cabo, uno de ellos le dijo al otro:
-¡Compadre! ¡Mira ahí todas esas ninfas!
Y el otro respondió: -¡A por ellas!
Y todo el grupo se dispersó por entre los árboles del bosque riendo a carcajadas, gritando y jugando el divertido juego de “La Caza de la Ninfa”.

Eurídice, desde su escondite, vio venir corriendo a una de las sátiras, que sujetaba su palo con la misma ferocidad marcial con que cargaría un lancero en la batalla. Se echó atrás y la dejó pasar. Oyó más adelante un grito, otro de la sátira y los correteos de ambas, alejándose alegremente.

De repente, sintió una presencia a sus espaldas y se volvió, pero no era la segunda sátira, como creía, sino un bello galán muy bien vestido, al que conocía casi desde la infancia, un amigo.
Era el apicultor Aristeo, un joven guapo, brillante, de excelente cuna y muy ingenioso, famoso por haber desarrollado un método que permitía un eficaz cultivo doméstico de las abejas en panales artificiales, a fin de extraerles su néctar a voluntad. También se le conocía como “el rey de los cazadores”, no sólo por su maestría en la caza de ciervos, gacelas y jabalíes por los montes vecinos, sino porque comentaban las chicas que era hijo de Apolo y que, con su apostura y galantería había conseguido los favores de  varias mujeres de alta clase. Nadie sabía si los chismorreos decían la verdad, pero tal fama hacía que algunas otras aspirasen a concedérselos en cuanto se pusiera a tiro.

Él la miraba a distancia, entre la sombra del bosque, con una sonrisa encantadora, que realzaba aún más la belleza de sus ojos color miel.
-¡Aristeo! -dijo en un susurro devolviéndole la sonrisa y sinceramente contenta de verle- ¿Qué haces aquí, loco? ¿Cómo entras en un bosque sagrado sin pedir permiso? Te pueden despedazar las ninfas -y avanzó confiadamente hacia  él para recibir su saludo.

-Necesitaba verte -respondió él, inclinándose, sin dejar de sonreír, con aquella voz tan bella como su rostro-. Vámonos un poco más adentro del bosque para hablar, Eurídice; si me ven tus compañeras se va a armar un escándalo.
-¿Pero tiene que ser ahora? -respondió Eurídice- ¿No puedes venir por la tarde al templo, con la gente que trae las ofrendas?
-Ésto no puede esperar, Eurídice, vamos ahora, vamos -la tomó con osadía por la mano, como cuando eran niños, y fueron apartándose juntos de donde se oían las voces de sus compañeras y acercándose al rincón de la cascada, rodeado de hayas, donde Aristeo se detuvo.
-¡Que belleza de lugar, Eurídice! Ven –dijo-, súbete a esta piedra un momento -y la hizo colocarse en un lugar en el que la joven parecía una estatua sobre un pedestal, con la cascada derramándose detrás de ella, quedando a un lado los riscos, y al otro el bosque milenario.
Aristeo retrocedió unos pasos y fingió que la pintaba sobre el aire, con un pincel imaginario.
-Si yo fuese un artista te pintaría ahora mismo, Eurídice; como no lo soy, sólo puedo decirte que mis ojos te están viendo tan linda como si fueses la Diosa de las Cascadas.
Ella se quedó encantada y se inclinó hacia él en una divertida reverencia cortesana.
-Lindo eres tú, príncipe azul ¡Miel para tu boca! ¿...Pero para decirme eso me has hecho venir hasta aquí?
Él le dio la mano para ayudarla a bajar de la piedra con un pase gentil, que parecía de  danza, pero no la soltó, sino que la retuvo cerca y le dijo:
-No, Eurídice, para lo que vine es para decirte que no puedo dejar de pensar en ti.
Seguía con la misma sonrisa en su agraciado rostro, él sí que parecía un dios, ella pensó que bromeaba.
-No es una broma -adivinó él-. Te quiero. Estoy loco por ti.
-¿Pero cómo? -ella estaba muy halagada, aunque no podía creérselo-... nos conocemos hace años y jamás me dijiste nada...
-No me atreví -respondió él-. Me parecías demasiado buena para mí, Diosa de las Cascadas. Te miraba y te miraba. Y no dejé de pensar en ti ni de día ni de noche durante todos esos años, pero no me atrevía a decírtelo.
-¿Por qué no?
-Porque se me rompería el corazón si me rechazaras, Eurídice, porque me moriría o me mataría después.
“¿Quién te podría rechazar en una Fiesta de las Colmenas?” pensó ella; y le acarició el rostro, conmovida. Mas en su mente estaba Orfeo.
-¡Pero yo estoy comprometida ahora! -le dijo- ¡Estoy a punto de casarme con Orfeo!
-No puedes -dijo él suavemente, mirándola con segura dulzura.
-¿Por qué no puedo? –respondió ella, extrañada.
-Porque tú también me amas, Eurídice, porque somos los dos para los dos.
-Yo amo a Orfeo... -comenzó a decir, pero él la cortó.
-Mírame un instante bien adentro, en silencio, y luego pregúntate otra vez a quien tú amas.
Ella lo hizo, y lo que encontró en los ojos de Aristeo fue sincero amor, sincera amistad, sincera admiración y sincero y sano deseo masculino por ella. Lo abrazó.
-¡Amigo, amigo, amigo querido! -dijo con pena. Lo besó tiernamente en la mejilla, mantuvo su cabeza pegada a su hombro un rato, gozando de su viril vibración, de su nobleza. Luego se apartó un poco y siguió tomada de su mano y mirándolo sin saber como consolarlo...¡Los hombres eran tan frágiles!
-Quisiera poder desdoblarme en dos para darte una parte de mí y otra a Orfeo –dijo con su mayor bondad-. Pero ya no puedo -sonrió tristemente, e hizo un gesto con los hombros como para animarlo a sonreír también-. Dejo la Fraternidad y me caso al modo griego. Monogamia. Nunca más seré la Diosa de las Cascadas.
-Date toda a mí solo, Eurídice -insistió él con una confianza aplastante en sí mismo.
Y avanzó, lento, pero imparable, hacia su rostro, con los párpados semicerrados, con aquellos labios maravillosos buscando su boca para el beso. Ella se sintió desfallecer, él la estaba besando en la boca y luego en el cuello, y sus brazos la rodeaban y ella también puso los brazos alrededor del cuello de él, sintiendo que todo su cuerpo empezaba a abrírsele, como una flor a una abeja... aunque, en el último momento, antes de dejarse ir, volvió a su mente la imagen más amada de Orfeo.
-¡Pero no! -intentó soltarse- ¡No! -dijo con más firmeza cuando él pretendió seguir.
Él no hizo caso de sus súplicas, continuaba besándola en el cuello con pasión y sus manos intentaban excitarla.
Se desprendió, dio un paso atrás y dijo muy seria:
-¡Ya no puede ser! ¡Tenías que haber dicho algo bastante antes! ¡Ni siquiera te presentaste en la Fiesta de las Colmenas, cuando podíamos elegir entre los hombres-abeja! ¡Ahora ya amo a otro y lo amo totalmente!... Lo siento mucho, Aristeo.
Él la miraba con una intensidad que quemaba, pero en su expresión no había la menor tristeza, había seguridad, una seguridad indomable de que la iba a conseguir. Sonrió.
Eurídice se sintió vacilar ante tanta seguridad. Estaba muy hermoso y muy terrible sonriendo así. Sintió su poder sobre ella, tuvo miedo.
-Me voy -dijo-. Adiós, amigo...
Mas él avanzó y la atrajo hacia sí con suavidad, como creyendo que ella bromeaba, la abrazó sin besarla y se estuvo muy quieto, y a ella le entró la ternura y lo abrazó también, pensando que había sido todo muy bonito. Ojalá que pudiesen despedirse como buenos amigos que, en verdad, se querían.
Pero él ya intentaba de nuevo fascinarla con su mirada melosa, ya le buscaba la boca otra vez y ella decidió que eso se tenía que terminar.
-¡Para, Aristeo! -dijo con fuerza-. Me voy, ahora sí que me voy.
No la dejó desprenderse, insistió, insistió, y esta vez con determinación avasalladora. Se sintió forzada, violentada, quiso desprenderse y retroceder, pero la mantenía presa.
Notó la virilidad de él apretando su vientre bajo la ropa y no era algo agradable ni excitante, sino agresivo, duro, obsceno, indigno de ser soportado por una Dríade. Se cerró tanto como antes se había abierto. Conminó, suplicó, intentó hablar con él, con el amigo gentil, con el caballero, con el hombre.

Pero él ya no escuchaba, no servía de nada hablar, ni gritar, ni agitarse, ni intentar arañarle ni morderle. Ya no había allí amigo, ni caballero, ni hombre, sólo una compulsión ciega buscando su propia culminación, una voluntad inconsciente de penetrar y poseer, un animal en celo lanzado adelante, a tumba abierta.

Eurídice se vio de pronto acorralada contra un árbol, apretada por el vientre de aquel hombre convertido en una bestia, que la agarraba fuertemente con una mano, mientras intentaba arrancarle las ropas con la otra... mas no era aquél un árbol cualquiera, era Su Árbol, el haya milenaria con cuyo Deva tanto se había comunicado, el gran árbol que tanta energía de amor había recibido de ella y que tanto amor y fuerza podía devolver.
Se sintió, primero, protegida, después, poderosa. De un potente codazo en plena cara echó hacia atrás a Aristeo. Inmediatamente se le arrojó encima, dándole un brutal rodillazo en la entrepierna que le hizo caer cabeza abajo, revolviéndose de dolor.

Cuando lo vio en el suelo le largó otra patada con toda su fuerza en el mismo lugar, que le dolió tanto que se cortó por completo su voluntad y con ella, el hechizo que la dominaba. En la segunda caída Aristeo quedó inconsciente.

Eurídice echó a correr, aunque, a cierta distancia, se volvió y se lo quedó mirando en pie, dispuesta a seguir corriendo. Pero el hombre estaba bien inmóvil. Se preguntó si no lo habría matado. Agarró una piedra, la levantó, amenazante, se le fue aproximando con total cautela, la acercó a su cabeza, dispuesta a golpearle si reaccionaba y se inclinó sobre su pecho. Oyó su corazón, respiraba.
Se quedó más tranquila. Bajó la piedra sin descuidar la guardia; apartó de la cara de su agresor con la otra mano los cabellos que la cubrían y se quedó mirando un momento el rostro de Aristeo, que seguía siendo bello y sensual. Su labio inferior estaba amoratado por su primer codazo y soltaba un hilillo de sangre. Lo limpió con saliva y lo acarició con pena.

Luego se puso en pie, siempre con la piedra a punto, fue hacia su árbol y lo tocó un momento, agradecida. Cuando se alejó bastante soltó por fin la piedra, compuso un poco sus ropas medio desgarradas y se dirigió a buen paso hacia donde pensaba que estarían sus compañeras; aunque lo que más estaba deseando, en realidad, era meterse desnuda  bajo del agua de la cascada, lavarse y purificarse totalmente de todas las fuerzas oscuras que habían quedado prendidas en ella.

Cuando regresó al poco, con todas las Dríades armadas de instrumentos de labranza, hachas y cuerdas, para atarlo y darle su merecido, Aristeo había desaparecido y por mucha búsqueda que hicieron, ya no lo encontraron.
-¡Iremos a por él a su casa!- gritó una.
-¡Si se ha escapado, la quemaremos, para que aprenda! -gritó otra.
-¡Quemaremos también sus colmenas de abejas, eso será lo que más le va a doler! -propuso una tercera, furibunda.
Pero Eurídice, que ya se había tranquilizado, contuvo y acalmó la furia de su grupo y, con muchas razones, les pidió que no hiciesen nada antes de la boda ni se lo contaran a nadie y mucho menos a Orfeo. Ya que contárselo, dijo, sólo iba a provocar que se viera en la obligación de desafiar a Aristeo y que su inmediata boda se tuviera que aplazar o se amargara por un lance de sangre en el que su amado pudiese correr peligro.

Después de mucha discusión, consiguió que se avinieran a un pacto de silencio; pero las más exaltadas dijeron que a secreto agravio, secreta venganza, y que, cuando hubieran pasado dos o tres semanas después de la boda, no iba a quedar sino humo de la famosa granja apícola del descarado violador que se había atrevido a profanar un bosque de Sacedotisas-Ninfas.

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