sexta-feira, 9 de setembro de 2011

49- EL SUEÑO

EL SUEÑO


Anónimo Anónimo

Después de separarse de los Brigmil, Orfeo siguió caminando solo por aquella tierra de inacabable verdor y de nuboso cielo durante varios días, acostumbrado ya a una hospitalidad fácil por parte de los nativos. Bastaba arrimarse a una casa cualquiera a la caída de la tarde para que, simplemente, su aspecto de peregrino le valiese una invitación a cenar, a conversar, dentro de lo posible, y a dormir con la familia anfitriona sobre los jergones de paja que cubrían el suelo.
A medida que penetraba al interior del país de los Gal, los paisajes iniciales de montaña fueron cediendo lugar a amplios valles entre colinas tupidas de bosques, de los que, de vez en cuando, salía corriendo un gamo, asustado por su paso. Muy a menudo, también, escuchó cerca al jabalí y continuamente a un sin fin de voces de pájaros. El tiempo era muy caprichoso y lo mismo llovía que lucía un sol radiante.
Una mañana especialmente soleada llegó sudando hasta las orillas de un ancho río, el mayor que había visto hasta entonces en Oestrymnis y uno de los más bellos, en un país en el que las corrientes de agua hacían pensar en lo que debió ser la Edad Dorada de la niñez del mundo, cuando la naturaleza era pura, incontaminada y en todas partes espléndida.
            Había ante el camino un puente ciclópeo de seis pilares de piedra antigua cruzados por armazones de tablas más modernas, que alguna Madre de tribu o reina caritativa, o tal vez varias juntas, mandaron construir hacía mucho tiempo para permitir la libre circulación por la Ruta de las Estrellas. Quien fuera, dejó una marca grabada en el primer pilar: una rueda con tres aspas en forma de media luna que parecían girar.
Orfeo tuvo un agradecido pensamiento, mientras cruzaba, para aquella desconocida benefactora que se ocupó de construir un instrumento de civilización tan fundamental como un puente sobre un río grande en un país medio salvaje y de proveer para que las armazones de madera fuesen reparadas o renovadas periódicamente. Supuso que debería ser una devota del Gran Caminante, el Dios del Sol, fuese como fuese que le llamaran en aquella tierra, y que aquel signo dinámico de las aspas lo debería representar haciendo su recorrido diario sobre el mundo... a menos que se refiriera a las tres fases de la luna, imagen de la Triple Diosa.
Al pasar al otro lado, caminó hacia un bosque que se extendía hasta la orilla, donde pensaba darse un baño en la intimidad, un poco separado del sendero común.
Cuando llegó, vio que el río comenzaba a curvarse en un meandro un poco más abajo y que un grupo de grandes rocas bien pulidas lo penetraban, formando un abrigado remanso contra la corriente. Se desnudó y gozó de las frescas aguas durante un rato, frotando su cuerpo con arena para limpiarlo del polvo del viaje y dando una especial atención a sus resistentes y sufridos pies. Cuando ya se había secado, vestido y calzado y se disponía a cruzar el bosque para regresar al camino público, se percató de que tres jinetes comenzaban a cruzar galopando el puente desde el este, seguidos de perros que no paraban de ladrar.
Por si acaso, se resguardó más entre los árboles para que no lo vieran y se mantuvo atento hasta poder juzgar si podía representar algún peligro la gente que tan ruidosa y velozmente llegaba.

Desde donde estaba, vio pasar ante él a una joven íbera rubia de no más de dieciocho o diecinueve años, vestida con una corta túnica de cuero ensangrentado y armada de arco y de un carjac de flechas, los cuales lanzó a la arena de la orilla antes de hacer entrar al caballo, chapoteando, justo en el remanso donde él había estado hacía poco. La chica se arrojó al agua desde su grupa sin desvestirse.
 Sobre sus pasos llegó inmediatamente otra, de larga cabellera morena, que no paraba de reír a carcajadas y que también dejó caer sus armas de caza a la arena para precipitarse al río desde lo alto del caballo.
La tercera, trigueña y algo mayor que las anteriores, apareció llevando un cervatillo muerto, cruzado sobre la grupa ensangrentada de su blanca yegua y, tras ella, una jauría de tres perros ladradores. De un ágil salto descendió del caballo, dejó arco y flechas en el suelo y después tiró de la pieza cazada hasta depositarla sobre la orilla.
Los perros se agruparon en torno del ciervo y armaron una gran algarabía, como si aún estuviese vivo. Mientras tanto, la chica le dio una palmada a su montura para convidarla a meterse en el agua, refrescarse y limpiarse la sangre de la presa que había portado. Ella también iba toda manchada, con la sangre escurriéndole en regueros por encima de los muslos y, riendo para las otras dos, que se arrojaban agua a la cara como dos crías, se metió en el río en dirección a ellas, tiñéndolo de rojo en su entorno.
Estuvieron jugando juntas en el agua, formando un cuadro encantador de juventud, suelta alegría y belleza, gritando en su lengua y riendo continuamente. Luego limpiaron lo que pudieron a la yegua y ellas mismas se frotaron mutuamente las cortas túnicas de cuero con las manos.
Después se las quitaron, quedándose totalmente desnudas; lavaron mejor sus ropas sobre las piedras y escurrieron bien el agua, ayudándose entre dos a retorcerlas, tras lo cual volvieron a la orilla para extenderlas al sol sobre las copas de unos matojos bajos. Orfeo se sintió privilegiado desde su escondite, porque hacía mucho tiempo que no veía a una mujer de aquella manera y estas tres jóvenes parecían las Tres Gracias y todo era firme, esbelto y flexible en ellas.
Pero, cuando más fascinado estaba con su visión, la amazona del cabello negro, que estaba de espaldas a él, se volvió y dejo a su vista la mata oscura, espesa, animal y salvaje de su pubis, lo que produjo una honda conmoción en el bardo.
Ya que para Orfeo, acostumbrado a las mujeres civilizadas que se depilaban completamente hasta que sus sexos parecían sexos de chiquillas, la visión de aquella rústica maraña negra entre unos muslos y caderas turgentes, todavía no limpios del todo de la sangre del gamo, a pesar del agua que escurría en gotas sobre su piel, le recordó inmediatamente que se encontraba en una tierra bárbara, grosera, brutal y muy guerrera donde, si cambiaba de repente la dirección de la brisa y los tres perros, aún ocupados con la presa o bebiendo en el río, llegaban a captar su olor y ladrarle, aquellas rústicas beldades, al descubrir que estaban siendo espiadas por un hombre mayor que ellas, bien podían lanzarlos contra él, como le ocurrió al desgraciado Acteón cuando sorprendió desnuda en su baño a la diosa Artemisa quien, furiosa, lo convirtió inmediatamente en ciervo y lo hizo despedazar por su jauría.
Así que, con el mayor sigilo posible, se alejó rápidamente del lugar y corrió hasta el Camino de las Estrellas. Ya lejos del río, se metió bosque adentro y no reanudó su marcha hasta que, un rato después, pudo oír los ladridos de los perros pasando por el camino en dirección al oeste, detrás, seguramente, de las tres bellezas montadas cuyos cuerpos habían quedado grabados en su memoria. Se sorprendió de lo terriblemente excitado que estaba y de la fuerza del instinto animal que aún residía en él. Durante largo tiempo practicó ejercicios mentales de acalmamiento y de apagamiento de las imágenes morbosas que continuamente le asaltaban.

 Le parecía increíble como él, un fino artista, podía pasar rápidamente, del aprecio estético de las bellas formas de unas jóvenes, algo no muy diferente de lo que significa contemplar un hermoso paisaje, a la parte más bestial y titánica de su subconsciente, algo que le llevaba a incorporar obsesivamente identidades ultrapasadas e indeseables que mucho tenían que ver con impulsos violentos, y brutales, incluso asesinos, que estimulaban sus cuerpos más densos por mucho que  repugnaran a su consciencia ética.

Percibió entonces claramente que su sensibilidad estética y su intelecto  no constituían  partes del mental superior, como hasta ahora había creído, sino cuerpos-puente entre sus energías más animales y las del alma, aún muy cargados de materialidad y poco confiables, si es que de una manera tan fácil podían abrir el umbral de la consciencia a los monstruos que poblaban el astral más inferior del hombre desde épocas arcaicas.

Intentó olvidar aquellas imágenes turbadoras, sustituyendo su recuerdo por el de la propia Eurídice  bañándose en una fuente de Tracia después de hacer el amor, mientras Orfeo, agradecido y sintiendo aún el aletear del placer sobre su piel, la homenajeaba desde la hierba, rasgueando su lira en armónicos curvos y sinuosos como sus formas. Pero no pudo evitar que la imagen intrusa de aquella mata púbica ibérica, obscena, oscura y salvaje, se superpusiera un par de veces a la del civilizado y desnudo sexo de su amada, por lo que pidió disculpas mentalmente a su espíritu.

Entonces, cerró su mente a cualquier imagen erótica, incluso las del cuerpo de  Eurídice, y se dedicó a amar tan sólo el casto recuerdo de su rostro y su sonrisa.  No  sirvió de nada, una parte instintiva y morbosa de sí seguía profanando la presencia mental de su amada con indignas inmundicias.
Deseó volver a encontrar una corriente de agua bien fía en la que sumergirse, ojalá una cascada bajo la que lavar su cabeza.
Pero no había ninguna corriente por cerca, así que  focalizó las imágenes de majestuosa pureza del aspecto Doncella de la Diosa, aquellas con que los griegos habían pintado y esculpido a Artemis, la virgen cazadora de los bosques y las cascadas, y le ofreció la realidad interna de lo más denso que portaba, junto con su aspiración a ser digno de ella, pidiéndole  humildemente que le perdonara y le limpiase.

Aquellas imágenes pesadas desaparecieron inmediatamente ante la luz que emanaba de la más Sagrada Energía Femenina  dentro de la mente de Orfeo, quien agradeció cantando sus himnos  hasta que  se sintió perfectamente leve  y liberado.


            Siguió el camino sin más encuentros dignos de mención, por un país donde las mujeres dominaban los hogares tanto como en Tracia, donde “un hombre es siempre un visitante en su propia casa”, que por la mañana es expulsado a realizar las labores externas de su sexo, mientras las mujeres inician sus propias faenas internas.
Un atardecer, en una aldea llamada algo así como Solovio, la dueña de una casa a la que se acogió, una mujerona que dirigía a media docena de hombres de todas las edades, le dijo, tras servirle una sustanciosa cena, que el sol desaparecía en el océano a sólo unos cuatro días de camino, más o menos. Orfeo sintió una ola interior excitando su corazón, el Reino Infernal de Hades estaba próximo.

Esa noche casi no pudo dormir, se la pasó recordando los conocimientos aprendidos de su maestro Quirón, las fórmulas mágicas para vencer obstáculos en el Mundo de la Muerte que se enseñaban en las escuelas iniciáticas de Samotracia y Eleusis, adaptaciones egeas del Libro de los Muertos con el que vio que enterraban a la gente en Egipto... y también las instrucciones de Hércules sobre el Más Allá. Meditó y meditó sobre como arreglárselas para penetrar en lo Oscuro y rescatar a su amada. Llegó a la conclusión de que algo tenía que morir en él, ya que sólo los muertos son aceptados en la Otra Dimensión.
Así que, a la mañana siguiente, se despidió de sus anfitriones y comenzó su marcha orientándose, como le indicaron, por una cadena de picos rematados por enormes peñascos de granito y cuarzo que se dirigían de este a oeste, a su izquierda, pero tratando de avanzar por el centro del valle. El último era un monte piramidal y frondoso que ocupaba en solitario el horizonte y que estaba dedicado a Cosus porque (habían dicho los campesinos), cuando descargaba una tormenta, su mole atraía la mayor parte de los rayos. Poco después, caminaba por el centro de un valle muy amplio, ondulado por numerosas colinas, con un río y bosques bien espesos. Unos pesados nubarrones negros indicaban que pronto comenzaría a llover. Entonces divisó unas construcciones a lo lejos y se apuró hacia ellas.
Cuando llegó, diluviaba, pero apenas halló para guarecerse las ruinas de un caserío abandonado hacía tiempo y quemado, como si la guerra más inclemente y destructiva hubiese pasado por él. No bien la lluvia cesó, quiso salir de aquel desgraciado lugar, pero de pronto se encontró en medio de un cementerio neblinoso.
Su inspiración de artista le avisó de que había topado con el lugar adecuado para poner en práctica lo meditado la noche anterior. Orfeo se despojó de la mayoría de sus ropas y, arrodillándose sobre la tierra húmeda, la despejó de hojas muertas y cavó un hoyo superficial con una espada ibérica de hoja curvilínea, que Aito le había regalado. Acostándose en él, se cubrió lo mejor que pudo de tierra y hojas, dejando tan sólo la cabeza afuera. Luego, comenzó a entonar un canto fúnebre dedicado a sí mismo.
            Así pasó todo el día, casi sin moverse, sin comer ni beber y tratando de no dormirse, concentrado en aquella salmodia repetitiva, que iba poco a poco apartando o diluyendo cualquier cadena de pensamientos que se presentaba ante su mente. Redujo al mínimo su respiración, se esforzó tenazmente en no aceptar distracción alguna y, cuando aquel ejercicio le agotaba, cerraba los ojos por corto rato sin permitirse dormir. En cuanto las cadenas de pensamientos o imágenes le asaltaban, los volvía a abrir y continuaba repitiendo machaconamente la salmodia, siempre en el mismo tono. Quirón le había enseñado aquella disciplina ritual para cuando necesitase detener su discurso automático habitual, a fin de que los dioses le señalasen y aconsejasen el camino y la estrategia a seguir. Se llamaba “la Búsqueda de la Visión”.
            Cuando atardecía, estaba tan fatigado que una de las veces que cerró los ojos, le resultó imposible seguir manteniéndose despierto.


Soñó que caminaba por el mismo valle neblinoso donde había entrado por la mañana, aquél que tenía un pico solitario en forma de pirámide al fondo y muchos bosques, robles vetustos del norte, con largas barbas de líquenes, emergentes de un mar de helechos exuberantes, rodeados de un canturreo de arroyos que discurrían suavemente entre la hierba, de sonidos continuos de grillos y ranas, de una humedad perenne. Pero ahora estaba anocheciendo, aunque algunos celajes rojos en el horizonte montañoso daban testimonio del pasado ocaso. Cuando casi no quedaba más luz, un resplandor súbito surgió del bosque, ante él y luego otro y otro.
Se metió con prudencia entre la tupida arboleda y se fue acercando; de un amplio claro entre los robles salían luces. Se acercó más: era como si brotasen estrellas o luciérnagas del suelo, que se elevaban, resplandecían un momento y desaparecían.
Llegó aún más cerca y le pareció como si las lucecillas se organizasen de pronto en un movimiento circular, formando un óvalo vertical sobre el espacio, tal como una puerta hecha de luminarias.

Sin saber cómo, se encontró adentro, absorbido por un túnel de luz a velocidad vertiginosa. Formas y colores inconcretos iban pasando ante él, siendo rápidamente dejados atrás y sustituidos por otros. Sin embargo, no sentía que estaba cayendo, era más bien como si flotara y no había ninguna sensación de inseguridad, a pesar de la tremenda emoción con la que estaba viviendo aquella experiencia.
En un momento dado, bajo él, las imágenes empezaron a concretizarse algo más y le pareció que volaba sobre cadenas de viejas montañas, coronadas a veces  de grandes moles de granito resplandecientes, sobresaliendo de frondosas arboledas. Pero los colores poco tenían de naturales, más bien semejaban estar incendiados, intensificados por una luz espectral que producía grandes contrastes. El silencio en torno era absoluto, casi obsesionante.
Las cadenas de montañas se convirtieron en cabos interminables que se adentraban en un océano oscuro, bordeado de calas rocosas alternadas con largas playas de arena blanca y suave sobre las que rodaban las olas más bravas y tormentosas que nunca viera. Al fondo, en la negrura, se adivinaban islotes o islas. Varias bandadas de aves marinas se fueron cruzando con él de vez en cuando, viniendo de la dirección opuesta; al pasar a su lado chillaban o graznaban y esos eran los únicos sonidos que seguían oyéndose.      
De repente, se encontró caminando sobre una enorme playa solitaria, orlada de salvajes remolinos de espuma que se derramaban silenciosamente sobre la orilla, recorrían un gran trecho sobre ella y luego se retiraban bien lejos, en unas mareas descomunales, para volver a caer de nuevo sobre la arena como un maremoto sordo y mudo que quisiera tragarse todo el mundo visible, aunque siempre se recogía antes.



Al final de la playa había un alto monte, recorrido de arriba abajo por senderos espirales, bordeado a su izquierda por abruptos acantilados que caían sobre el mar y sobre una gran roca que parecía la uña de piedra de un enorme titán sumergido en el abismo que estuviese rascando las paredes de los acantilados y dejando en ellas terribles hendiduras verticales que se habían convertido en morada de innúmeras aves marinas que por bandadas se posaban... Ante la uña, se apelotonaban rocas más bajas, restos de derrumbes, que llegaban hasta la playa de las olas furiosas.
Una figura sobre una de las rocas del final de la playa, sentada inmóvil, llamó su atención y se fue llegando hasta ella. A medida que se acercaba la fue sintiendo como más y más familiar... de súbito su corazón dio un vuelco ¡Eurídice! Y echó a correr en su dirección.
           
 Sus ojos se fundían con ella mucho antes de llegar, pero su esposa no parecía verle. Allí estaba, hermosa como siempre, juvenil, vestida con una larga túnica blanca que contrastaba con su manto, de un violeta encendido, extraño, como todos los colores de aquel paisaje. Miraba hacia el mar, atrás de él y no daba la menor muestra de reconocerle.  Orfeo gritó su nombre con júbilo y se precipitó a abrazarla, pero sus brazos la atravesaron como se atraviesa un espejismo.



           Ella estaba allí, pero ni lo percibía, ella era apenas una sombra nítida, o tal vez lo fuera él, se encontraban juntos, mas en mundos distintos; él la veía, pero ella no, ni podía escucharlo.
            
Su alegría se convirtió en una terrible angustia. Se sentó a los pies de Eurídice y comenzó a llorar como no había llorado desde niño. Sus manos se morían por acariciarla, pero sólo alcanzaban a calcar en el aire los contornos visuales de una imagen vacía de consistencia.
            
Descubrió su propia figura en el espejo de un charco de agua, al pie de la roca, y se extrañó de verse tan viejo, comparado con la juventud casi adolescente de Eurídice... ¿Tantos años habían transcurrido buscándola...? Sin embargo la bella imagen de su amada no aparecía reflejada en el charco, solo la de él, con sus brazos y manos febriles acariciando el aire.
             Orfeo, con todo, se puso a hablarle y a hablarle entre sollozos, le contó como había viajado obstinadamente al otro extremo del mundo para buscarla, recordó, con las palabras más tiernas, cada momento que habían compartido juntos desde que se conocieran, le habló de los amigos y parientes, le repitió mil veces cuanto la amaba, le cantó en voz baja con dulzura las canciones más íntimas que había compuesto para ella y, mientras tanto, no paraba de acariciar ni besar ilusoriamente los contornos vacíos de su imagen impalpable y ausente.


            Al cabo de un rato, ella se levantó, se acomodó el manto sobre los hombros y bajó de la roca a través de él, comenzando a ascender, poco a poco, por un sendero que contorneaba el borde del cabo, entre matas de picudos espinos verdes, por detrás del acantilado, donde anidaban cientos de gaviotas que no se intranquilizaban por su paso.
            Él trató de seguirla (y esta vez sí que las gaviotas, asustadas, alzaron el vuelo en grandes bandadas y chillando) y se encontró con un terreno tan difícil, embarrancado y peligroso que forzosamente se fue quedando atrás.
            A su izquierda veía, abajo, aquella gran uña de piedra encajada entre altísimas estrías verticales, hendiduras de la montaña cortadas a pico, que conformaban un paisaje sobrecogedor y siniestro; cualquier paso en falso podría hacerle rodar hacia el abismo. Eurídice, sin embargo, ni miraba donde ponía los pies, como si flotara sobre el suelo.
Su amada se dirigía, sin aparente esfuerzo, hacia las alturas del acantilado, donde siglos de tempestades habían acabado esculpiendo en las rocas todo un ejército de siluetas fantasmagóricas. De súbito, apareció entre ellas una larga fila de figuras humanas. Cada una de ellas portaba una luz y más que caminar, parecían deslizarse por el aire. Eurídice simplemente dejó que pasaran ante ella y luego ocupó el último lugar en la cola.
En ese momento, fue como si una luz se encendiera dentro de ella y como si su figura se hiciese más sutil y transparente. Sí, todos y cada uno eran luces mortecinas, algo verdosas, envueltas por una vaga apariencia individualizada. La procesión comenzó a descender hacia el mar barranco abajo y Orfeo corrió con todas sus fuerzas, jugándose la vida en el borde traicionero de aquellos abismos que daban vértigo, para no perder de vista el lugar a donde se dirigían.
Contorneó uno de los altos farallones que caían sobre la Uña de Piedra y se encontró en lo alto de un precipicio, asomado a un saliente rocoso que no le permitía avanzar más sin peligro de caer. Las figuras luminosas del final de la fila estaban penetrando en la gigantesca boca vertical de una cueva o grieta que había al sur de la Uña, cueva aparentemente horadada por el mar en el acantilado. Para llegar hasta allí desde donde él estaba, sólo arrojándose al abismo y consiguiendo volar. Se quedó mirando como Eurídice flotaba sobre el aire, semejante a una luciérnaga, siguiendo a sus compañeros, con el mar rugiente estrellándose contra el pie de la cueva, bajo ellos, hasta que la oscuridad de la grieta se tragó sus últimos fulgores.
Entonces oyó algo así como unos lamentos a sus espaldas y volvió a rodear hacia el norte el farallón con la esperanza de que reapareciera por allí su mujer, pero sólo vio dos nuevas filas de flotantes fantasmas, que bajaban, convergiendo, desde lo alto de las crestas del acantilado, hacia otra cueva, casi a ras de agua, que parecía haber a este otro lado de la Uña de Piedra. Las nuevas figuras no tenían un aspecto tan sereno como aquellas a las que se había unido Eurídice, su luz interior era mucho más amarillenta y apagada y parecían ir encogidas, dolientes y temerosas, destacándose los lastimeros ayes de muchos.
Orfeo, sin embargo, sólo quería recuperar la vista de Eurídice, volver a estar con ella, así que les gritó y les hizo señas suplicando:
-¡Llevadme con vosotros! ¡Por favor, llevadme adentro con vosotros!
Pero no le hicieron caso y siguieron pasando por el aire ante él, hasta introducirse en la cueva, allá abajo, totalmente fuera del alcance de Orfeo. La última figura, antes de perderse, volvió hacia él la cabeza y gritó algo así como:
-¡Te falta el laberinto!
Orfeo siguió suplicando a los de la segunda fila y obtuvo la misma respuesta de los últimos:
-¡Recorre el laberinto hasta el final! ¡Remata el laberinto!
En lo alto de las crestas, sobre la alargada grieta que acababa en la cueva, se destacaba una figura natural de roca que, de repente, le pareció una esfinge o una serpiente alada con cabeza de mujer. También aquella misteriosa figura, que le recordó a la maga colquídea Llilith, asesina de Eurídice, pareció cobrar vida por un momento para decirle:
-¡Recorre hasta el final tu laberinto!
Fue apenas un segundo, como una alucinación o un espejismo, y luego volvió a convertirse en una clara roca erosionada por los vientos.
Se quedó solo mientras atardecía, ante un silencio angustioso. Entrar en el vientre de la montaña por aquel hueco parecía más factible que por el otro, vertical sobre el abismo, por donde había penetrado Eurídice, puesto que el barranco parecía descender hasta el mar en una inclinada pendiente orlada de arbustos bajos a los que tal vez podría agarrarse.
Ya comenzaba a descolgarse del saliente hacia las malezas, cuando de pronto, oyó un sonoro aletear y vio como salía de la cueva una enorme bandada de aves marinas que volaba directa hacia el flameante horizonte del mar, más allá de aquella punta del cabo en forma de navío.
Las aves se convirtieron en figuras humanas resplandecientes que flotaban en el aire conducidas por bellas sirenas aladas que fueron pasando ante él en dirección al sol poniente. Pudo reconocer entre ellas la de Aito, la de Turos, Bodo y algunos otros de los guerreros andantes Brigmil que le habían salvado y acompañado en la montaña de la Cruz de Hierro. Gritó sus nombres y también les pidió que le ayudaran a penetrar en los Infiernos, pero sólo la misma respuesta obtuvo mientras se alejaban, volviendo a convertirse en pájaros:
-¡Fuerza, Orfeo! ¡Recorre hasta el final tu laberinto!

            La bandada de aves humanas rebasó el cabo de la nave y, desde allí, fue describiendo un amplio giro hacia el sur, empequeñeciéndose ante su vista hasta perderse entre los brumosos contrastes del cielo. Orfeo cayó entonces en la cuenta de que sus amigos Brigmil deberían haber muerto, como Eurídice, tal vez camino de la Isla del Destino o en su invasión y que por eso podían cruzar los portones del abismo. Se le ocurrió de pronto que era mejor estar muerto y con su amada, que permanecer en el tormento de aquella angustiosa carencia.
Intentando bajar hacia la cueva como fuese, saltó desesperado hacia un grupo de malvas arbóreas que tenía debajo y consiguió agarrarse a una de ellas, pero se le desprendió de raíz y rodó con ella por la inclinada pendiente, chocando, golpeándose e hiriéndose muy dolorosamente varias veces. Sin embargo, sus frenéticos intentos de ir agarrándose a lo que podía amortiguaron su caída. Acabó siendo detenido por un grupo de armerias marinas cuyos tallos mullidos, milagrosamente, aguantaron su peso, y se salvó por casi nada de ir de cabeza al abismo. Sentía su cuerpo totalmente magullado, habiendo perdido la lira y el zurrón y brotando abundante sangre por su rodilla, que estaba en carne viva y le dolía mucho.
            Lentamente, consiguió salir de allí, arrastrándose, y fue bajando poco a poco hasta el mar que entraba y salía de la base de la grieta. Ya estaba anocheciendo cuando consiguió hacer pie sobre ella y lavó como pudo sus heridas.
A poca altura sobre el nivel de las olas que penetraban por detrás de la Uña de Piedra en el acantilado, se abría una de las siniestras bocas del Averno, lo que para él era un triunfo largamente buscado, que le llenaba de emoción y de júbilo, a pesar de su desastroso estado físico. Pero, cuando Orfeo quiso entrar, le salió al paso, de entre las sombras, tal como si las rocas le hubieran dado forma, una figura gigantesca y horrible, algo así como un negro gigante de anchísimo tórax, coronado por tres cabezas de lobo, cada una de ellas defendida por un collar de aceradas púas sobresalientes.
Aquella bestia de pesadilla rompió el omnipresente silencio con un triple rugido que resonó pavoroso en toda la cueva, mas Orfeo no podía creer que aquello fuese real. Probó a avanzar y a atravesarla, tal como había atravesado el cuerpo de Eurídice, pero recibió una dentellada salvaje en un brazo, que le hizo gritar de dolor y arrojarse hacia atrás mientras contenía la sangre de su herida.
El monstruo volvió a acosarlo, Orfeo gritó el nombre de Eurídice varias veces, pero sólo consiguió una segunda terrible mordida del guardián de las sombras y zarpazos como de plomo en el pecho y la cabeza y una tercera en el otro brazo. Se vio obligado a ir reculando, ante su incontenible empuje, hacia el lugar por donde había entrado.

De pronto, se encontró de nuevo junto al mar, sangrando a chorros por ambos brazos, con sus sensibles manos desgarradas, casi hechas pedazos, y con profundas heridas en el pecho y en la cara. La puerta de la caverna se veía como cegada por peñascos. Orfeo gritó y gritó ante ella, pero acabó desplomándose sobre el borde de las rocas, debilitado por la pérdida de sangre. Deseó morir para reunirse por fin con Eurídice, puesto que Hades rechazaba de tal manera a los vivos en su reino. Fue sintiendo como se fundía con la húmeda piedra, molécula a molécula pesadamente, en tanto que as sus venas se vaciaban. Fue percibiendo, impotente, como el pesado sueño de la materia inerte se apoderaba por completo de su consciencia.


Despertó en aquel cementerio cercano a Solovio, cuando los pasos leves de la aurora abrían puertas de claridad entre la niebla de las tétricas ruinas circundantes.
Se levantó del hoyo y palpó y examinó con cuidado todo su cuerpo, pero no había ni rastro, afortunadamente, de las espantosas heridas que había recibido en su pesadilla de la noche anterior. Se echó de nuevo, se relajó y quedó largo rato recordando lo soñado, rescatando cada posible memoria de ello, reordenándolo, repitiéndolo y repitiéndolo con la imaginación hasta que lo tuvo claro y completo en su poder, como Quirón le había enseñado: “Lo primero al despertar, trata de agarrar con nitidez las imágenes de tu sueño, repítelas, grábalas. Ya tendrás más tarde tiempo para analizarlas”
Ahora era ese tiempo. Había visto a Eurídice, había visto el lugar donde estaba, un lugar junto al mar, rocoso, la Uña de Piedra, un abismo, dos cuevas, un monstruo.
Había visto una procesión de espectros, unos que entraban, otros que salían, los Brigmil, los Brigmil animándole a ser fuerte, a recorrer un laberinto. Los Brigmil volando en la procesión de los muertos...
            Se quedó muy preocupado por sus amigos, los guerreros libres... ¿Les habría ocurrido algo? Hacía relativamente poco que se habían despedido para  embarcar en Brigantia en sus tres naves exploradoras y buscar hacia el Norte la Isla Sagrada del Destino... ¿Un sueño premonitorio? ¿O …sus propios remordimientos por no haberse  ido con ellos?¿…Les habrían hundido las tempestades del Océano?

            Respiró profundo, relajándose y tratando de apartar la ansiedad y el temor por quienes quería y de hacer un vacío en su mente para que llegara a ella la inspiración.
Conteniendo el aire, se puso en blanco, se mantuvo. Soltó. Llegó sola la primera imagen a su mente: la procesión alada de los Brigmil saliendo de la cueva hacia el mar y resplandeciendo. La segunda: Eurídice en la fila que entraba en la cueva con un brillo verdoso, mucho menos intenso. La tercera: Las otras dos hileras de espíritus claramente apesadumbrados que se cruzaban, viniendo de arriba y que entraban en la segunda cueva, del otro lado de la gran Uña de Piedra.
Apesadumbrados, con luces amarillentas, apagadas. Unos entrando a la cueva, otros saliendo. Tres tipos de luminosidad: baja, media, alta. Eurídice media, entrando, los Brigmil resplandeciendo y saliendo de la cueva. Orfeo se tranquilizó por Aito y sus hombres; ocurriese lo que ocurriese con ellos, lo sentía positivo. Lo malo ahora era Eurídice. Eurídice no estaba bien donde estuviese. Eurídice lo necesitaba, tenía que ir allá, sacarla de la cueva. Se levantó de nuevo, se dio un baño en un arroyo, vistió sus ropas, recogió su equipaje y se orientó hacia el Oeste.


            Sin embargo, cuando se puso a andar, reconoció al poco, ante sí, el bosque de robles del que habían salido luminarias y, entrando en él, halló el claro donde las estrellas móviles habían dibujado para él la puerta de su sueño. Era un lugar real. Tal vez estaba allí mismo la puerta de la otra dimensión.
Se sentó en medio el día entero, repitiendo su salmodia fúnebre, rogando a los dioses que se lo llevaran con Eurídice, aunque sólo fuese en una corta visión. Pasó una jornada más sin comer ni beber, acabándola agotado y dormido sobre el suelo.
Pero lo despertó otro amanecer neblinoso y no había recuerdo de sueño alguno en su memoria, así que volvió a sentarse, a salmodiar, a rezar y a ayunar. Aunque nada ocurría. Y todo el día transcurrió y otra noche sin sueños que recordar. Y un nuevo día llegó, esta vez sin niebla y con muchos cantos de pájaros entre las copas de los árboles, irradiando su luz gloriosamente, reflejándola en cada gotita de rocío de cada helecho o cada hierba.            
Orfeo, decepcionado, decidió abandonar aquel lugar y continuar hacia Occidente, pero antes de ponerse en marcha cantó con su flauta para sí mismo toda la tristeza y melancolía que sentía.

Aquel lugar de su sueño habría de ser llamado, siglos atrás, Campo de las Estrellas o Compostela y, a pesar de haberse poblado y animado bastante, continúa siendo neblinoso, húmedo, melancólico y misterioso.

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