quarta-feira, 7 de setembro de 2011

30- LAS SIRENAS


LAS SIRENAS     

 La mágica manera de cantar y tocar de Orfeo y la fuerza de su sentimiento no sólo animó, cautivó y entretuvo a los marineros tirsenos, lidios y focenses que iban con él, todos hombres libres, sino que también contribuyó a salvarlos de perecer ahogados en el peligroso estrecho que separa Italia y Sicilia, abundante en sirenas, según se decía.
Se pasaba de barco a barco entre los marinos en Naxos la noticia de la muerte, hacía años, de seis hombres-centauro, procedentes de Ptía quienes, habiendo huido en una nave de la persecución de Hércules tras un combate terrible, acabaron siendo devorados por las rompientes, contra las que se arrojaron, enloquecidos por los cánticos que oían obsesivamente en sus cabezas, según relataban los dos únicos supervivientes.
Aquellas noticias venían acompañadas de una tristísima nueva para el bardo: su maestro, el centauro Quirón, que era inmortal,  ya no vivía más. Pero él sabía  que no era verdad, como algunos contaban, que hubiera sido atravesado por una flecha de su discípulo Hércules, que lo amaba entrañablemente.
-¿Cómo es posible que un inmortal como Quirón, hijo de Cronos, haya muerto...? –se preguntaban todos.
-Sólo porque él mismo escogió, divinamente, renunciar a la vida –contestaban otros.
La verdad era que Hércules le había rozado, sin querer, con una flecha dirigida a otro arquero, cuando Quirón se metió por el medio tratando de detener una pelea entre el coloso y un grupo de exaltados  centauros de su clan. Era una herida muy leve, pero la flecha estaba envenenada por la sangre de la Hidra de Lerna, y Quirón sufrió tanto durante varios años, sin que su enorme conocimiento médico pudiese aliviarlo, que hacía unos días había cambiado a Zeus su inmortalidad por la mortalidad de Prometeo, bendito padre de los hombres actuales, para librarse del incesante dolor que le carcomía. Se decía que Hércules, que desencadenó a Prometeo de su castigo en el Cáucaso y que por toda parte buscó y experimentó remedios para su sabio mentor durante mucho tiempo sin que ninguno realmente sirviera, estaba tan desconsolado por su tremendo error que pidió morir en lugar de Quirón. El viejo maestro no lo aceptó, dijo que no estaba mal un viaje por otras dimensiones y dejó para siempre su fructífera manifestación en ésta vida, durante la que tantos héroes había formado.


Pero Orfeo tuvo que apartar a un lado su nostalgia para concentrarse en ayudar a su gente a pasar la parte más angosta del estrecho de Scylla sin irse a pique.  La manera, como ya había aprendido durante la navegación con los argonautas, era mantener absorta la atención de su tripulación para que no se viesen afectados por los cantos de fascinio de las mortales provocadoras de naufragios.
Los islotes aparecieron de repente a la vista, entre las agitadas olas, con sus cumbres peñascosas plagadas de numerosísimas bandadas de blancas aves, que alzaron el vuelo sobre ellos al divisarles y que llenaron el aire, alrededor de la nave, de una espantosa algarabía. El bardo sabía que, a poco que los remeros comenzaran a dejarse obsesionar por ella, empezarían a imaginarse que aquellos grandes pajarracos, que por todas partes se colaban, tenían cabeza de mujer y cantaban, y se adormecerían con la dulzura y la sensualidad de unos cánticos que no eran más que una ilusión de la mente. Cualquier descuido en medio de aquel archipiélago semisumergido de erizadas rocas les haría quebrar el casco contra ellas y servir de machacado pasto a los voraces buitres marinos y a los peces.

Como lo más importante era mantener la tranquilidad y la sincronía de las bogadas, Orfeo recurrió a las más jocosas y marchosas canciones marineras, las que tenían estribillos divertidos que todos los remeros sabían corear, en los momentos en los que era preciso un esfuerzo muscular mayor para salvar una línea de escollos. Las alternaba con dulces cánticos tranquilizantes que sólo cantaba él, con voz de tenor, en los espacios sin peligro, para que la tripulación se relajase y estuviese atenta al coro en el siguiente momento duro. Los estribillos colectivos remataban en una estruendosa exclamación que asustaba a los buitres y cernícalos y que hacía que, por unos momentos, se separaran del barco, disminuyendo su acoso.
De esa forma y siguiendo esos ritmos, las tres naves, con la “Tursha” abriendo y marcando el camino y el ritmo a las demás, consiguieron superar el promontorio Pelorus y la plaga de  pajarracos marinos, que fueron retornando a sus rocas. Al cabo de un rato, pudieron alzar de nuevo las velas para aprovechar un cálido viento del sur que les ayudó a remontar la costa de Calabria. Orfeo dejó de cantar, los remeros pudieron descansar entonces y lo primero que hicieron fue una larga ovación en honor de su bardo, que les había sabido mantener bien coordinados y atentos durante aquella pesadilla.
La leyenda de las sirenas venía de mitologías muy antiguas, que las hacían servidoras de la Diosa de la Muerte, quien las enviaba a recoger las almas de los náufragos para llevarlas al Ultramundo. Los marinos eran muy supersticiosos y con sólo ver cerca del barco una bandada de cernícalos marinos, les parecía una señal de tan mal agüero, que facilmente entraban en pánico en el momento en que más sangre fría y sincronía se necesitaba. 

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