sexta-feira, 9 de setembro de 2011

59 (2)-. LAGUNA DE LOS INFIERNOS, continuación.

O-2. LAGUNA DE LOS INFIERNOS, continuación. 


Anónimo Anónimo


.....................................................................................Como se contaba al inicio de este libro, tras sobreponerse a su horror inicial a base de convertir su ánimo y el amado recuerdo de Eurídice en música, superada y dejada atrás la visión del mar de cadáveres, Orfeo se daba cuenta de que el avance del navío al compás de su lira lo llevaba a contemplar su pasado a través de ciclos que iban reculando sobre la niebla que lo envolvía.
           
Siguió viendo reflejadas en ella, cada vez más nítidas y rápidas, escenas intensas y entrañables de los años anteriores: sus viajes a Samotracia, Eleusis y Sais, y antes, el primer encuentro con su amada, y antes, la escuela de Quirón, y antes, su propia infancia...
Alcanzó a sentir de nuevo, con agradecimiento, ternura y algo de sentimiento de culpa por su rebelión ante ellos, el inmenso amor que tenían por él sus padres, Kalíope y Eagro. Les perdonó sinceramente y pidió perdón a sus dulces recuerdos por tantas desarmonías y choques de ego. Luego vivió, con intensidad angustiosa, el momento traumático de su propio nacimiento, un parto difícil como una agonía, una angustiosa muerte... y, de repente, se encontró en otra vida y en otro mundo.
Allí estaba él antes, feto en el vientre de su madre, plácido habitante de un mundo oceánico intrauterino donde nada se sentía extraño a uno mismo, en perfecta  fusión con la Diosa, con el Todo, en el Cielo. Otras sensaciones más extrañas todavía le hicieron sentirse célula, átomo, ínfimas partículas, danza alocada de geometrías, de ondas.

 No más referencias individuales. Se encontró viviendo la vida del Ser Humanidad, imágenes colectivas pasaban rápidamente hacia el pasado por los pasillos de niebla que la nave iba modelando a su paso.
            Contempló  las guerras de los antiguos: la novedad del bronce contra las armas de piedra, las tribus de la época matriarcal, costumbres salvajes, las ceremonias mágicas de las sacerdotisas, vedadas a los hombres, sus orgías extáticas reveladoras.

Oyó en su mente, de pronto, un rumor lejano y vio formarse en la niebla una inmensa cortina de fuego, que venía desde el horizonte tragándose el mundo, abrazándolo todo, arrancándolo, desintegrándolo. Le arrastró una vez más la angustia de la muerte.

Pero pasó y, más atrás, pudo contemplar escenas crueles de la Era de los Titanes: mujeres y hombres de civilizado aspecto, cazando y matando salvajes como si fueran fieras, encerrando en jaulas a las mujeres de los bosques, ofrendando prisioneros a ídolos de horrible aspecto. Se vio drogado y tumbado en un altar, en lo alto de una pirámide escalonada, mientras el sacerdote alzaba el cuchillo ritual de piedra negra sobre su pecho.

Cada vez a mayor velocidad, el archivo interno de su especie le proporcionaba escenas más antiguas: cavernícolas danzando, banquetes caníbales, lucha contra fieras, humanos- fieras. Se vio entre mundos de flora y de fauna hace largo tiempo desaparecidos, era ahora un animal, un reptil, un pez, una larva extraña. Contempló erupciones espantosas de volcanes en cadena, nuevos maremotos, terremotos, diluvios, caídas de estrellas...

Orfeo ya no estaba viendo más la historia pasada de la Humanidad, sino la del planeta mismo. Sintió su propia muerte muchas veces como la muerte de cada una de las incontables eras geológicas que se tragaban las unas a las otras en medio de espantosos cataclismos y comprendió el mito de Saturno devorando a sus hijos de una manera más visceral que antes.

Mas allá de aquellas aceleradas visiones salió de las paredes de niebla una gran luz y un sonido como de trueno, tan súbito y potente que, por un instante le hizo parar de tocar.


En ese momento, la luz empezó a vacilar, como si quisiera apagarse, la barca pareció ser atrapada por un remolino que tiraba de ella, y empezó a girar locamente en torno a sí misma mientras era arrastrada a toda velocidad . Orfeo se aferró al mástil  con todas sus fuerzas, percibiendo que  todo se llenaba del pavoroso fragor de una ola gigante que estaba llegando desde la sombra  y que, sin duda, venía barriéndolo todo.
Sintió que ya había vivido aquello antes y eso le dio una extraña paz, entregándose completamente  y sin resistencias a lo que viniese, fuera lo que fuera.  sacó fuerzas de flaqueza y, como pudo, en medio de la vorágine, trató de arreglárselas para centrarse y volver a crear una sinfonía coherente, aunque fuese su último acto en la vida. 
Era imposible tocar la lira con aquella agitación que apenas le permitía aferrarla y mantenerse sujeto. Renunció a ello, pero intentó cantar. Imposible también. Sentía un atenazante nudo en la garganta. Pero ni aún así se rindió al pánico. Sabía que se lo tragaría la ola si lo hacía.
"Yo soy el tranquilo testigo de todas las ilusiones que pasan por mi percepción" –recitó interiormente, acordándose dé las instrucciones de su maestro Quirón para enfrentarse al pánico. Y, seguido, y centrándose totalmente-: "Yo soy uno con el Ser Indestructible a través de mi amor a la Diosa de los Mil Nombres”.
Agarrado al mástil con todas sus fuerzas cerró los ojos y gritó bien alto el nombre oculto de la Gran Madre Salvadora  que sólo se enseñaba a los iniciados en los Misterios Kabíricos  en el Santuario de los Grandes y Antiguos Dioses de Samotracia, repitiéndolo en escalas espirales afinadas con el ritmo de la misma trepidación que lo envolvía.
Su fe y su entrenada maestría lograron el milagro: el nombre  venerado se convirtió en un centro ígneo y en un canal espiral sólidamente asentado en la raiz de su ser,  que ascendía interdimensionalmente, como dragón alado, mientras sentía  alrededor de sí un manto protector. Orfeo pudo comenzar a ordenar entonces, en su mente, el caos de sonidos, bamboleos, estremecimientos e imágenes inconexas de todo tipo que la llenaban.


A medida que la melodía volvía a estructurarse en su vibración emocional, el vértigo y la náusea cedían en su interior; a medida que su respiración se hacía más lenta y más profunda y su música mental más clara y más fluida, el arrastre y el remolino cedían, la barca se asentaba y surfaba armoniosamente , ascendiendo  la cresta de la ola , el fanal del mástil volvía a iluminar y el caos daba paso, mientras  todo se precipitaba hacia adelante, a una nueva rápida sucesión de las mismas imágenes que había visto antes, ya no reflejadas en la niebla externa, pues seguía de ojos cerrados, sino proyectadas en su interior como un sueño. Sólo que ahora parecían correr en orden inverso, del pasado al futuro, mientras la trepidación cesaba y la nave bajo sus pies se dejaba llevar pasivamente.

En instantes, repasó en su pantalla mental sus vivencias planetarias, luego las de su ser como Especie Humana y por fin volvió a tener claros recuerdos como individuo: nacimiento, primer encuentro con Eurídice, robo del Vellocino de Oro, muerte de su amada, naufragio ante las costas de Iberia. Los bandidos de Mata-Venados, el baño junto a la sacerdotisa en el Templo del Amor.
            A partir de ahí empezó a vislumbrar imágenes desconocidas, que su entendimiento interior describía como las de su propio futuro, a amplios saltos por el tiempo.
Se vio a sí mismo de vuelta a su tierra natal, tocando la lira ante el atardecer en lo alto de una montaña. Fue espectador, con extraña serenidad, del momento de su muerte en la encarnación actual. Y esto le tranquilizó completamente: no sería aquí y ahora, en un mareante remolino imparable del mar de cadáveres de los Infiernos; y pudo tener la certeza, muy aliviado, de que su vida proseguiría eternamente en otras dimensiones, fundida con la de las almas amadas.

Ahí hubo un momento de calma, una especie de vacío de imágenes. Una gozosa tregua en su prueba, un relax profundo y confiado. La ola  se precipitó como una cascada gigante, Orfeo salió de sí y el tiempo se detuvo.
……………………………………….



Al cabo de un ciclo inmedible de paz absoluta, se sintió regresar poco a poco de su vacío, percibiendo que, bajo él, la nave se encontraba inmóvil. Apenas un normal balanceo indicaba que seguía flotando sobre el océano.
Se atrevió a abrir los ojos y sólo vio en torno a sí la barca y la negrura de la noche, más allá del círculo de espesa niebla envolvente iluminado por el fanal. Soltó el mástil, miró hacia las oscuras olas por encima de la amura sin ver nada extraño y se fue a sentar de nuevo en el banco con la lira entre las manos, agradeciendo y agradeciendo a la Diosa.

Bien, todo estaba tranquilo, pero había que proseguir. Deseaba que llegara a su fin aquella noche interminable.
Probó a tocar de nuevo la música del himno a Hermes, a ver que pasaba. La nave se puso en marcha en alguna dirección, avanzaba entre las paredes de bruma, ella sabría hacia dónde. “Tendrás que tocar todo el rato tu música”, había dicho el siniestro barquero. Contento, tras los angustiosos momentos recién vividos, comenzó a cantar un poema dedicado a Poseidón, ya que, aún sin remero, bogaba. De nuevo empezaron a verse imágenes en movimiento proyectadas sobre la niebla.


Al principio no las reconoció, pero luego le vino un recuerdo: Eran las sombras de las costas del Helesponto, ya que, aunque con dificultad, podía distinguir los blancos acantilados del cabo Helas bajo la luz de la luna, igual que en el pasado, cuando los argonautas intentaban cruzar de noche ante las murallas de la ventosa Troya sin que sus vigías se diesen cuenta de que el “Argo” era una nave griega.  Para ello, remaban contracorriente por la orilla opuesta, con los remos envueltos en trapos, en absoluto silencio, la vela teñida de negro y un mascarón de proa tipicamente colquídeo superpuesto al suyo.

Sin embargo, aquel barco que estaba viendo proyectado sobre la niebla no era el “Argo” ni pretendía rebasar la ciudad por la orilla tracia y seguir hacia el Bósforo y el mar Negro, sino cruzar el estrecho en diagonal hacia ella y desembarcar por sorpresa en sus playas. Llegaron a la arena con el despuntar del alba, y entonces se oyeron en todas las torres fuertes y continuos sonidos angustiados de caracolas y de cuernos con los que los centinelas de los ricos teucros daban la alarma a la ciudad dormida.
Pero toda la playa estaba cubierta por cientos de naves, negras como la noche de la que salieron, ya embarrancadas de proa, y miles de guerreros griegos saltaban de ellas y se desplegaban corriendo como una mancha de aceite, tomando posiciones. El sitio de Troya había comenzado y el bardo tenía completamente claro que ya no estaba viendo el pasado, sino el futuro.
Se siguieron ramalazos de imágenes cada vez más rápidas e impactantes:
 el choque brutal de dos carros de guerra, erizados de picos, en una batalla de multitudes. El cielo oscurecido por las flechas, pabellones repletos de heridos y mutilados, pueblos circundantes saqueados, funerales humeantes de guerreros, otro carro que arrastraba a toda velocidad un cadáver entre el polvo y las piedras de la llanura, un enorme caballo de madera siendo entrado por un hueco abierto en la muralla, un pavoroso incendio que envolvía la ciudad, mientras sonaban gritos de terror y agonía por sus calles.

Se oyó a sí mismo recitando ante la hoguera de un palacio, de nuevo como aedo en otro cuerpo, poemas cantados que hablaban de la guerra de Troya y de las aventuras de Odiseo, aquel niño del arco grande que conoció en Ítaca en vida anterior. Contempló el desarrollo futuro de Tracia, cuyo interior se mantenía atrasado y rudo, mientras toda la costa era colonizada por los griegos, hasta que un día todo el país se vió invadido por un inmenso ejército asiático. Le llegaron imágenes de luchas de repetitivos conflictos entre Oriente y Occidente a ambos lados del Egeo durante siglos.

Se sintió naciendo de nuevo en Atenas como mujer muchos siglos después, desarrollándose en un cuerpo que cada vez se parecía más al de Eurídice, y entonces tuvo claro que siempre serían un mismo ser. Creció con la hegemonía de la ciudad, gozó de la vida, tuvo hijos, vio el esplendor máximo de la civilización helénica, en la cual se reformaron los Misterios de Eleusis y todas las concepciones de la religión olímpíca por influencia de una escuela de pensamiento que afirmaba tener sus fuentes en un gran músico del pasado llamado Orfeo. se sintió morir otra vez, y contempló desde un plano diferente la corrupción de su cuerpo, al mismo tiempo que la de su país más admirado, en desgastantes luchas intestinas.

Supo luego como en el norte surgía un coloso, un tracio o un macedonio, que unificaba a los litigantes nietos de Heleno con el poder de su brazo, destruía para siempre a la opulenta Tiro, entraba triunfante en Egipto y después extendía la cultura de los olímpicos por el Oriente, hasta la remota India. Retornó a la vida en esa época como un artista que no conoció la fama, mas que fue muy feliz: por un momento, el mundo todo se había vuelto griego y su propia música y sus cantos del pasado y del presente parecían darle su forma más auténtica a aquella civilización espléndida.

Pero, enseguida, aquel sol declinaba y uno nuevo surgía en el centro de Italia, al sur del antiguo puerto de los Tirsenos: un poder duro, puramente guerrero, se extendía con ordenada violencia y eficacia, devorando las ciudades coloniales de los nietos de fenicios y helenos, luchando en Italia, en Iberia, en África, en batallas descomunales con numerosa caballería y hasta elefantes convertidos en armas mortíferas. La propia Grecia fue dominada por ellos. También Tracia y las ricas colonias de Asia Menor, Canaán y la Siria; incluso el milenario Egipto.
Se vio de vuelta al país de los Gal dentro del cuerpo de un comandante de un curtido ejército, cuyos hombres avanzaban por los bosques del Extremo Oeste llenos de temor a los dioses infernales. Llegados frente una oscura corriente de agua, al otro lao de la cual la niebla ocultaba los bosques, algunos legionarios se plantaron gritando, para justificar su miedo, que se trataba del Leteo, el río del Olvido, y se negaron a seguir avanzando. La protesta se contagió al resto de la tropa, entre la que había muchos griegos y tracios, hartos de un viaje interminable a ninguna parte. Él, entonces, espoleó a su caballo y lo hizo cruzar el vado llevando en la mano su enseña, que representaba una loba etrusca. Desde la otra orilla llamó a sus oficiales y veteranos, uno por uno, por sus nombres, para que viesen que no había perdido la memoria. Pocas jornadas después, sus legiones contemplaban con veneración y orgullo, formadas en las Altas Aras del Cabo Ártabro, como el sol era tragado por la mar del Fin del Mundo, creyendo que ya no quedaban en él más tierras sin conquistar.
            Pero a pesar de su aplastante poderío, aquel imperio fue conquistado a su vez, no por la fuerza de las armas, sino por el esplendor de la cultura helénica, igual que antes los invasores jonios y eolios se habían dejado fascinar por las sacerdotisas pelasgas a los jonios. Durante quinientos años más, los Dioses del Olimpo siguieron imperando a ambos lados del Gran Verde, aunque les hubiesen traducido sus nombres a una lengua extraña, que incluso llegó a convertirse en el idioma oficial de las remotas tierras de los Oestrymnios del Sur y del Norte.
.           ...Mientras que la lengua gaélica de los Brigmil, aunque perdida en su país originario, continuó usándose durante siglos en la mítica Isla del Destino, después de su invasión por los galaicos, tal como había predicho Aito. 

Rápidamente se sucedieron a ambos lados de la nave de Orfeo nuevas imágenes de corrupción y decadencia de aquel imperio poderosísimo, que pereció bajo los cascos de los caballos de múltiples invasiones de bárbaros brutales llegados desde el norte y desde el este. Hubo trecientos años de caos y bandolerismo donde antes había una magistral civilización patriarcal que, con la riqueza, se fue haciendo matriarcal en sus élites y en sus vástagos.


Pero en medio de aquellas matanzas reencarnó el espíritu de los Brigmil en un grupo de guerreros excepcionales, que desvelaron en la isla de los Albiones el espíritu de la caballería andante alrededor de una tabla redonda. Eso fue el origen de otra mítica orden posterior de caballeros protectores de peregrinos, que se traería de la invasión europea de Siria y Canaán un conocimiento templario que logró, en sólo sesenta años y ayudados por los descendientes de la Fraternidad de Constructores Sagrados del maestro Jaun, llenar Europa toda de catedrales de arquitectura hermética en pura tensión ascensional desmaterializadora.
Aquellos altísimos templos servían, igual que los antiguos dólmenes, como instrumento de elevación de la vibración del subconsciente colectivo de la comunidad, del plomo al oro y del oro al éter, colocando al servicio de un cambio mental general las claves mágicas de la evolución hacia la inmortalidad que proporcionaban las sacerdotisas antiguas a sus hijos varones para que estuviesen a su altura, antes de que su alquimia de transformación interior degenerase y se convirtiese en burdos rituales de sacrificios humanos de inocentes.
 En los portales y altares principales de aquellas torres construídas para ascender a los cielos, la antigua Diosa Madre volvió a ocupar el lugar de honor, y en su centro los habitantes de las primeras ciudades libres que resurgían de siglos de barbarie, podían reflexionar, meditar, cantar, caminar y danzar sobre un laberinto evolutivo. Los Caballeros abrieron las vías del mundo a la libre circulación y otra vez el Camino de las Estrellas se convirtió en una escuela dinámica de sabiduría y de intercambio, que preparó un renacimiento de la cultura Helénica actualizada.

            Las visiones mostraron a Orfeo como, en Iberia, a pesar de que el país estaba empeñado en una guerra de reconquista que duró setecientos años, cientos de peregrinos pacíficos se colgaban la concha de la Diosa del Mar y del segundo nacimiento al cuello, para repetir la peregrinación del bardo y de tantos otros al Fin del Mundo, siguiendo a Helios Apolo en su camino, invocando la protección de Luh-Hermes-Iaco, que ahora era San Iago, para que les guiara en su aventura del autoencuentro...

Aparecieron luego sobre la niebla imágenes del enorme refinamiento y riqueza de la capital griega de aquella época futura, “La Ciudad”, la llamaban, que dominaba el estrecho del Bósforo, por donde había pasado el “Argo” hacia el Mar Negro.
Pero una invasión de cientos de miles de gentes armadas que llevaban la media luna de la antigua Diosa en sus estandartes, cubrió la orilla asiática de  blancas tiendas militares, construyó un puente de barcas sobre el Bósforo y conquistó La Ciudad. El bardo se vió dentro de un cuerpo femenino, fundido con Eurídice, que era arrastrada a la fuerza por sus calles saqueadas y ensangrentadas, junto con otras muchas mujeres que habían sido apiñadas como un rebaño para ser repartidas entre los conquistadores.
Poco después, el mismo imperio dominó con mano de hierro Tracia, las tierras de la península helénica y las islas que en otro tiempo habían sojuzgado los aqueos. Las mujeres griegas alcanzaron su nivel más bajo de degradación social: para los nuevos invasores eran poco más que animales de trabajo y de placer y vivían una existencia de esclavas prisioneras.


Justo entonces, desde la remota Iberia, una reina guerrera que pudo rematar el sueño de Pirene y Andía de conquistar el rico sur, impulsó a tres naves a que partieran de las playas donde había estado Tartessós, tres, como las caras de la Triple Diosa, tres con los nombres populares de las tres edades de la Madre en sus proas y con la cruz de  las cuatro direcciones de Hermes en sus velas. Las tres siguieron la dirección del sol sobre las aguas y, cruzando sin vacilación el gran Océano, descubrieron un nuevo paraíso atlántico de enorme amplitud en su otra orilla. Tal vez el que Aíto entreviera durante su trance en la torre de Hércules, además de la Isla del Destino.
Rápidas imágenes sobre las paredes de niebla mostraron su conquista y su colonización, derrocando a cuanto había quedado de los truculentos dioses de los descendientes degenerados de los titanes de la Raza Anterior, en sus pirámides escalonadas del lado oeste de su imperio, manchadas por la sangre de miles de sacrificios humanos que la más baja magia negra convertida en religión demandaba continuamente. De nuevo se repetían, siglos más tarde, las luchas entre Arios y Atlantes, como si el Ser Universal representase eternamente la misma obra de teatro con los mismos actores, apenas variando el vestuario.
La niebla de las memorias del futuro mostró al antiguo mundo de la Atlantis Occidental y a muchas otras regiones remotas de África y Asia dominadas y aculturadas, un siglo más tarde, por las dos poderosas monarquías de cultura griega de Iberia, con todos sus antiguos dioses reconciliados y unificados en tres figuras divinas: la del Padre Original, Dio; la de la Diosa Madre, en su aspecto de Marianne; y la del hijo que muere para resucitar, Dionisio convirtiéndose en Apolo, sol invicto, con una cruz en lugar de un arco, con una corona de espinas en lugar de la corona de laurel, mas con la misma copa de vino en la mano como instrumento de comunión fraternal entre los hombres. Mientras tanto, navíos cada vez mayores cruzaban el océano, trayendo oro para los señores de la guerra, o transportando esclavos negros encadenados para explotarlos despiadadamente en plantaciones de continentes lejanos.



Pero también se acabó reflejando ante Orfeo, sobre los movientes muros de niebla, la decadencia y caída de aquel imperio universal ibérico en el que no se ponía el sol y, en su lugar, una nueva sociedad surgió de la revuelta popular en las ciudades de la Galia, arrancando precisamente del emporio “Massalia”, que ahora era una gran ciudad mediterránea, hirviendo en ansias de libertad. Aquella revuelta profunda y sangrienta cortó las cabezas a sus reales tiranos y trató de resucitar el orden individualista y libre de la civilización helénica como canon de una nueva era.
...Y otra vez el mundo se llenó de edificios de estilo griego, otra vez se reprodujeron las antiguas leyes y se habló de Ágora, de Democracia, de Museo y de Academia. Y ese modelo de sociedad prendió muy bien al otro lado del Océano.

 En las antiguas Casitérides, los navegantes de la isla de los Albiones supieron crear un nuevo imperio mundial de corte bastante egeo, con factorías coloniales en todas partes, a pesar de sus rígidas costumbres y de su bárbara lengua. Se vio dominándola como poeta, encarnado en un cuerpo de aquella raza; sin embargo escribía románticamente sobre temas griegos, le gustaba vestir como griego y acabó tomando parte en una feroz guerra (y hasta muriendo en ella), por la independencia de Grecia contra los déspotas de la Nueva Troya, que habían mantenido sometidas y sojuzgadas sus ciudades bajo el emblema lunar de Artemis durante trescientos años, mientras las montañas y las islas estaban abandonadas a bandidos y piratas. 
Y estos imperios que se iban sucediendo ante la visión del futuro revelada en aquella noche intensísima a Orfeo, extendieron el modelo de la civilización helénica, adaptándola a todo tipo de formas y creencias, por el orbe entero; que resultó ser bien más grande de lo que se creía.

Las batallas, sin embargo, eran cada vez más devastadoras y espantosas y a la Era del Hierro sucedió la del Plomo, que segó infinitas vidas, y luego la del Plutonio, un nuevo nombre para los poderes destructivos de Hades, con armas mágicas indescriptibles, capaces de arrasar una ciudad en un instante. 

Pero no todo lo que se creaba con aquel conocimiento era dolor, la Humanidad progresaba enormemente: naves enormes surcaban los mares sin velas ni remos, incluso bajo el agua, carros sin caballos corrían sobre la tierra llevando personas y bagajes, navíos aéreos eran capaces de volar de continente a continente a la velocidad del Carro Solar, sin caer como Ícaro. Una de ellas voló tan alto, que alcanzó la misma luna, aunque esto parezca un mito. Su nombre era Apolo; su número, el de la estela egipcia de La Fuerza.

Y en ese remoto porvenir, hasta las personas más sencillas tenían en sus casas unos artilugios mágicos que permitían comunicarse a distancia sin necesidad de heraldos y hasta oír música sin tener a un bardo cerca. Y, lo más increíble: todo el mundo parecía conocer el nombre de Orfeo y la calidad innegable de sus sinfonías. Cuando un grupo de personas cantaban en coro, se las llamaba un “orfeón.”
Aunque el bardo se preguntaba si no serían sus propios delirios de grandeza lo que percibía, no dejaba, sin embargo, de tocar. Eso parecía que ayudaba a que la nave siguiera deslizándose sobre el oleaje de una manera estable, mientras las extrañas imágenes de aquel supuesto futuro continuaban proyectándose sobre el aire húmedo a su paso.
           
Así, Orfeo pudo visualizar en la pantalla de la niebla (la cual se iba volviendo cada vez más luminosa y más tenue), que en esa época del porvenir en la que la patria original de la Civilización Helénica, tantas veces muerta y renacida, lograba convertirse de nuevo en adulta e independiente, su propio espíritu, fundido con el de Eurídice, vivía en el cuerpo de una mujer artista y combativa, nacido en una generación en la que la mayoría de las féminas conscientes estaban luchando muy duro para conquistar su derecho al reparto de oportunidades sociales, culturales y económicas, y a un plano de igualdad de derechos con los varones...
Mientras que las amazonas más bravas y duras seguían manteniendo la esperanza de recuperar su antiguo status predominante, en la medida en que ingeniosas y versátiles máquinas, inventadas por la Humanidad a lo largo de su evolución, nivelaban las pequeñas diferencias que quedaban entre ellas y los varones: biológicas, de fortaleza física; o aprendidas, de capacidad espacial.
            Ya que percibían, con su sabiduría práctica y experta, que entraban en una época en que la eterna ley de la oferta y la demanda valoraba cada vez más las especiales habilidades de relación, la agudeza intuitiva, la conexión con la Raiz, la flexibilidad, la facultad de seducir, de negociar, de convencer, de conciliar por medio de la palabra y la sonrisa cierta, así como la dedicada y amorosa colaboración responsable.
Habilidades y cualidades en las que ellas eran el sexo superior desde hacía milenios, desarrolladas para sobrevivir y hacer sobrevivir a su prole frente la limitación, la opresión y la adversidad. Los últimos serán los primeros.
Teniendo muy claro que la fuerza de su género, guardián de la civilización, estaba en la inagotable curiosidad que siempre las empujaba a adquirir nuevos conocimientos, las mujeres llenaban, no sólo las escuelas, sino también los centros culturales comunitarios, a la caída de la tarde, entregándose a actividades creativas o de crecimiento personal en la misma proporción en la que los hombres desperdiciaban su precioso tiempo de libertad en rutinarios juegos competitivos y en soltar vulgares baladronadas, igual que cuando eran soldados, cazadores o pastores de ovejas, hacinados en tabernas rebosantes de humo y de ruido.

Aquella Nueva Hélade del futuro, que estaba ahora encuadrada en una amplia confederación de naciones hijas de su cultura, había vuelto a ser un país soberano en rápido desarrollo, cuyos barcos surcaban los mares del mundo portando todo tipo de mercancías igual que antes. Pero, al igual que el estaño en los tiempos antiguos, la mercancía ahora más apreciada y valorada era el aceite oscuro de roca, aquella brea que siglos antes había sido usada como arma incendiaria contra los navíos, con el nombre de “Fuego Griego”. Los capitanes helenos lo transportaban de un continente a otro en gigantescos navíos de hierro que, milagrosamente, lograban flotar.
Pero no siempre: reflejado en la niebla, Orfeo contempló, horrorizado, el naufragio de uno de aquellos barcos griegos del futuro enfrente de la tempestuosa costa sagrada de Oestrymnis. Y luego otro, con el nombre del Mar Egeo en la proa. Y finalmente un tercero, el peor desastre de todos. Las sucesivas oleadas de vertidos hacían que el mar todo se volviera negro y las sucias olas salvajes convirtieron las costas del Fin del Mundo y a sus peces, mariscos y aves, en un infierno negro, incluídas la Uña de Piedra y la playa y las rocas donde vio a Eurídice en su sueño. Infierno negro en el mar, a las puertas de los negros Infiernos.

A pesar de que todas estas visiones le habían dejado convencido de la eternidad de la existencia y de la repetición de sus ciclos individuales o colectivos dentro del juego cósmico de su continua transformación, el bardo se dio cuenta de que el paso del tiempo y de la Historia o el aumento del orden, la cultura, el bienestar o el progreso material, sin una evolución paralela de la consciencia, no hacía, infortunadamente, más sabios, ni más pacíficos o prudentes a los hombres, pero sí podía volver más y más peligrosos sus errores.


Justo entonces, se difuminaron hasta desvanecerse las imágenes del remoto futuro y se acabó la revelación, porque la niebla, a los lados de su barca, comenzaba a disiparse, al tiempo que despuntaba el alba y acababa la oscuridad de la noche más larga de su vida (si es que estaba vivo todavía).
Orfeo comprobó con gran alivio y alegría, que por fin podía tomarse un descanso en su tocar, ya que ante él se iban dibujando los contornos de la costa. Pero no era aquella del arranque del promontorio Nerio, desde la que había partido la noche anterior, sino tres impresionantes islas grandes, surcadas por abruptos acantilados diagonales y paredones rocosos, siniestras, inhóspitas y picudas, tras las que se veía, entre brumas, un fondo lejano de montañas litorales haciendo suave contraste con la aurora.
El conjunto le sugirió las siluetas de tres monstruos de la Edad de los Titanes que hubiesen sido derribados por la furia de los vientos y las olas y convertidos en piedra, para que protegieran, con las partes no sumergidas de sus cuerpos, la boca de una larga y profunda bahía en la que estaba penetrando desde el suroeste. Era uno de los más bellos, dulces y recortados paisajes costeros que había visto en todos sus periplos.
 
Con aquellas islas haciendo ahora de dique, el bravo océano se volvía lago. Orfeo recordó que había zarpado por la noche hacia el sur, pero ahora tenía claro que la nave giró en dirección contraria, bastante antes del amanecer y después de aquel terrible remolino. Al acercarse más pudo percibir que las dos islas del norte, formadas por dos cadenas de asimétricas crestas montañosas, se encontraban unidas, casi al nivel del mar, por una playa y una laguna.
Desde el lado interior de la bahía, protegido de los vientos dominantes, las islas ya no se veían más como duros cantiles de puros peñascos, sino como bellas montañas y cóncavos valles acogedores, resplandecientes, luminosos y exuberantes de vegetación.
            Demoró en percibir las torres y balcones de tres amplios palacios ciclópeos tallados en la roca que dominaban el paisaje desde las alturas, ya que se encontraban tan bien integrados en la naturaleza circundante que apenas se distinguían de ella, pareciendo haber sido creados en el comienzo del mundo, junto con todos aquellos bosques de anchos troncos, pomares de manzanas doradas que perfumaban el aire y jardines floridos con rumores y sonidos de arroyos, cascadas y pájaros.
Hermosas playas de arena blanquísima dispuesta en dunas y lagunas interiores contorneaban las orillas. Un paraíso de verdor las orlaba. Miró hacia la cumbre de granito del pico más agudo y descubrió que estaba rematada por una alineación de grandes menhires de cuarzo que ascendían alrededor de ella en espiral, brillando a la luz del alba.
Sentía una música grandiosa en el ambiente, mas sonaba dentro de sí y no en el aire. La música le habló en el lenguaje sin palabras que él mejor conocía y, a través de ella, comprendió que se hallaba en una dimensión de la realidad que era accesible tan sólo a determinados estados de consciencia. Se hallaba, sin duda, ante los Campos Elíseos de los Gal, las Islas de los Bienaventurados.
Orfeo entendió también que durante toda la noche anterior los dioses habían estado comprobando la solidez de lo aprendido a lo largo de su peregrinación y su reciclaje final en el Laberinto, y que la dura prueba había sido exitosamente superada. Con su lira, pulsó los primeros acordes de un himno sin voz, en sentido agradecimiento a sus guías Hermes y Apolo.

En ese momento amanecía, una enorme bandada de blancas aves marinas se alzó de la más aguda cumbre de la isla situada más al norte, describió una gran curva sobre ella y luego pasó sobre su embarcación para regresar de nuevo a los bosques y a las playas. Sintió, sin verlos, que Aito y los Brigmil se encontraban entre ellas y le saludaban.
Tuvo la clara certeza de que habían realizado su sueño. Quedó muy feliz ante esa evidencia.
Intentó aproximarse a la playa, pero le fue imposible. El par de remos que hacían de timón en la popa seguían bloqueados y la barca no respondía más a su música, dirigiéndose sola por delante de la isla norte, como llevada por una suave corriente, rumbo a un alargado cabo que se prolongaba desde el continente hacia ella, tal como un dedo ahorquillado apuntado al suroeste que quisiera tocarla.

Su parte superior era surcada por otro sendero laberíntico recortado entre matojos, muy semejante al que guardaba Donnon en la tierra de los nerios. En el arranque del cabo se alzaba una alta montaña litoral en forma de pirámide y Orfeo pudo ver como en su cumbre había un pequeño dolmen. A su derecha divisó una ondulación algo más baja, protegida de los vientos, erizada de un verdadero bosque de aras de piedra. Sobre dos de ellas, de las que salían sendas humaredas que se juntaban en el aire, dos grupos de figuras humanas vestidas de blanco estaban haciendo un sacrificio cara a las Islas de la Eterna Juventud.
La barca, como llevada por un invisible y seguro timonel, rebasó también aquella montaña, pasó ante una larga pared acantilada y bordeó un segundo dedo de granito del mismo promontorio, tatuado de extraños petroglifos, que esta vez apuntaba hacia el norte neblinoso. Se abría en su término otra amplia y longícua bahía que una sierra litoral limitaba y remataba en cabo, medio distinguiéndose, en la lejanía, otro laberinto grabado sobre su lomo.
Por detrás de la punta de aquel cabo, se adivinaban entre las brumas del fondo más islas, que protegían nuevas bahías y nuevas sierras con dólmenes, menhires y laberintos, como si los promontorios del extremo occidental galaico fuesen los dedos, aún recorridos por potencias espirales, de la mano de un dios, asomada al Océano, que acabara de crear en el archipiélago final del Camino la quintaesencia de su obra planetaria, puente entre los mundos.
Las relumbrantes Islas de los Bienaventurados se fueron quedando atrás a medida que el bardo era llevado por mar abierto hacia el norte, donde emergían, a una cierta distancia, otras dos islas, una pequeña y otra bastante más grande atrás, que no eran picudas y dinámicas como las anteriores, sino formadas por contornos redondeados o planos, lo que causaba la impresión de una mayor antigüedad, desgaste, estatismo y quietud.

Orfeo dejó de mirar hacia el fascinante paraíso de los Brigmil, que ya se veía alejado, y aceptó que su destino lo llevara a dondequiera que debiese cumplirse. La barca rebasó en diagonal la isla pequeña por el lado oceánico, entró en una zona bien sombría y enfiló claramente el extremo sur de la isla grande.
Cuando comenzó a girar a estribor, el bardo pudo despejar cualquier duda sobre el lugar hacia donde era dirigido: una enorme y altísima grieta, ante la que revoloteaban o anidaban cientos de cuervos marinos, se alzaba oscura como la noche, cortando a plomo de arriba abajo la muralla de un rocoso acantilado. De su interior le llegaban ruidos profundos, broncos, siniestros y retumbantes.
Antes de penetrar en ella, ya estaba convencido de que encontraría abierto en sus entrañas el portón principal de los Infiernos.




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