quinta-feira, 8 de setembro de 2011

47- -LA LLANURA SIN FÍN

LA LLANURA SIN FÍN

Castilla. Capítulo abierto a la creatividad.      

Después de abandonar las últimas estribaciones de los Pirineos Vascones, Orfeo llegó a una tierra llanísima, ardiente en el verano, fría en el invierno, poblada, aquí y allá, por bosques de encinas (a veces habitados por manadas de jabalíes), que se alternaban con largos páramos estériles.
Tuvo que dedicar incontables días a atravesar aquellas áridas e inacabables llanuras que conformaban el altiplano central de Iberia al sur de los Pirineos Cántabros, donde la falta de estímulos externos obliga a los caminantes a volverse hacia adentro, a interiorizar y a meditar.
Sólo al caer la tarde, en las casas campesinas o en los pueblos, donde todo el mundo estaba acostumbrado a acoger a los peregrinos, encontraba algo de distracción y de calor humano. A veces los lugareños u otros peregrinos convidados, contaban historias junto a la lumbre.

Una noche se acogió a la cabaña de un cordial ermitaño que había hecho la ruta sagrada entera desde el norte de la Galia cuando era más joven. Su experiencia personal de autoencuentro había sido tan intensa que decidió abandonar cuanto aún le ataba a su país y establecerse en el lugar más inclemente y solitario de la llanura para dar servicio como hospitalero a los peregrinos, sin pedir nada, por puro amor al Camino. Después de haberle convidado, junto con otros tres caminantes, a una sabrosa cena con los productos de su huerta, sin que él mismo hubiese probado más que un poco de agua, el hombre, contestando a sus preguntas, dijo que sólo cultivaba sus hortalizas para quien llegara, que llevaba cuatro años alimentándose tan sólo de líquidos, jugos o caldo, sol y aire, y que se sentía muy bien así. Luego relató un cuento sobre la Muerte, que hablaba de un ser humano primordial andrógino, como el de aquel Fanes del principio de la historia de los Atlantes que contara el pirenaico Jacín, y que era más o menos así:

“Al principio de los tiempos, el Ser Original (lo dijo usando una palabra que no precisaba bien el género) había puesto sobre el mundo a un demiurgo, emanado de sí a su imagen y semejanza, quien, aunque revestido de un pesado cuerpo de tierra y agua, era inmortal, era sabio y poseía en sí mismo los dos sexos. Tras milenios de vida sobre este plano, el demiurgo conoció todo cuanto se podía conocer aquí y empezó a aburrirse y a tener nostalgia del mundo de absoluta pureza del cual venía. Y cada día estaba más nostálgico, hasta que el Ser Original le mandó un negro mirlo como mensajero para decirle que, al cabo de un tiempo indeterminado, moriría, lo cualsignificaba que podría dejar en la Tierra su cuerpo de tierra y de agua, enmohecido y lleno de cortezas y musgos como el de un árbol, para regresar a su origen con su alma.
Efectivamente, al cabo de unos años y de forma inesperada, una fiebre se apoderó de él, lo separó de su cuerpo y lo hizo regresar a la dimensión de los Bienaventurados. Al principio fue muy feliz en el Cielo contando sus experiencias, pero después sufría, porque igualmente tenía nostalgia de la belleza y la aventura de la Tierra …y allí no pasaba nunca nada. Así que el Ser Original lo volvió a enviar aquí.
Cuando de nuevo enfermó de nostalgia, el Ser Original mandó un rayo que lo partió en dos mitades: una masculina y otra femenina; y un viento que las separó hacia extremos distantes del mundo. Así, la nostalgia del Origen fue cambiada durante años por la nostalgia de la Mitad Perdida. Ahora bien, esa nostalgia era tan acuciante y estimulante que, después de recorrer caminando el mundo entero, ambas partes  lograron reencontrarse y refundirse  cuanto posible, con lo cual se acabó el maravilloso y apasionante  “Juego del Amor”, que es como habían dado en llamar al juego de su mutua búsqueda.
Entonces volvieron a aburrirse tanto que sólo se divertían peleándose y perdonándose continuamente, hasta que El Ser Original envió de nuevo al mirlo para decirles que, a partir de ahora, la Muerte vendría a por ellos cada cien años, para que no les diera tiempo de sentir tedio.
Y la siguiente vez que los mandó a la Tierra, el Ser Original no sólo los colocó en lugares muy opuestos y escondidos (para que tardaran más en encontrarse), sino que, además, les quitó gran parte de su inteligencia y los rodeó de muchas limitaciones, para que tuviera más dificultad y emoción su corta experiencia sobre la vida y encontrasen la armonía a través del conflicto, el apoyarse mutuamente, el perdón y la reconciliación. Además hizo que de su unión, cuando por fin se encontraron, salieran hijos, cuya crianza en aquellas nuevas condiciones les obligase a tanto servicio abnegado, que ya no les dejaba tiempo para aburrirse.
Como la experiencia había dado tan buen resultado, El Ser Original dispuso que todos los animales que naciesen sobre la tierra fuesen también macho y hembra, estuviesen rodeados de muchas limitaciones que les hiciesen desarrollar la consciencia rápidamente y muriesen.
En algún momento indeterminado, la Muerte venía por los seres humanos y animales y se los llevaba, mientras que sus hijos permanecían y seguían reproduciéndose. Después de un tiempo en el Cielo, la Muerte también cortaba su vida allí y los hacía renacer en la Tierra, animando alguno de los cuerpos que sus hijos engendraban, de tal manera que, al cabo de un cierto tiempo, reconocieran a su Otra Mitad.

Cuando creció mucho el número de mujeres y de hombres sobre la Tierra, el Juego de La Búsqueda del Amor, por un lado, y el trabajo para la consecución de lo que se consideraba necesario para vivir bien, por otro, se hicieron tan absurdamente competitivos, acumulativos, complicados e  insaciables, y de tal manera se perdió el recuerdo del verdadero sentido de la existencia, que, para satisfacer las demandas insaciables de gula y lujos de la gente que amaban, los seres humanos casi destruyeron el planeta, por medio de guerras y de explotación desmedida de los reinos mineral, vegetal y animal, sin que eso sirviese para hacerles más felices, pues la mayoría se moría muy tristes, decepcionados, insatisfechos  y aburridas, sin haber conseguido satisfacer sus ambiciones artificiosas e  ilimitadas,  por mucho que buscasen y trabajasen.
Entonces, El Ser Original, siempre compasivo, mandó de nuevo a su mirlo a la Tierra para avisar a la Humanidad de que, a partir de ahora, no necesitarían pasar tantos trabajos en buscar o producir comida de tierra y agua para vivir, ya que, si unicamente se mantenían centrados en jugar el Juego de la Búsqueda del Verdadero Amor, les bastaría respirar profundo y abrir sus ojos, con toda atención, a los primeros rayos del amanecer y a la belleza del mundo para alimentarse.
Con alimentos tan ligeros y sutiles, sin tener que trabajar y pasando su tiempo en convertir todo este mundo, incluyendo todos los reinos de la Naturaleza,  en un mundo de Armonía y Paz, lo que supondría pasar del Amor Humano al Amor Incondicional Suprahumano, una octava superior de consciencia, no se aburrirían, ni enfermarían, ni envejecerían y su estancia en la Tierra, hasta que la Muerte fuese a por ellos para renovarles, podría alargarse a trescientos años de cada vez.
El mirlo iba muy contento a llevarle esas excelentes noticias a la Humanidad, pero al llegar a la Tierra se encontró con que su alma, igual que la del hombre, se había escindido en dos en aquel mundo e, inesperadamente, sintió y vió llegar a su Otra Mitad volando por el aire convertida en una hermosa hembra de su especie.
Sus hábitos e instintos anteriores fueron más fuertes que su sentido de responsabilidad por la misión que traía. El mirlo voló apasionado tras ella, y después de muchas peripecias consiguió  unirse con ella. Hicieron un nido, tuvieron crías y el mirlo estuvo tan ocupado buscando alimento convencional, y aquel alimento pesado  enrijeció tanto sus percepciones, que se olvidó por completo del mensaje que traía para la Humanidad. 
Por causa de ello, los hombres y las mujeres, y los animales, continúan trabajando duro y destruyendo la naturaleza para conseguir pesada y nociva comida hecha de tierra y agua, en lugar de alimentarse de aire y sol como correspondía a este ciclo, y eso nos produce enfermedades, envejecimiento y muerte muy prematuramente, sin que casi ninguno de nosotros se haya podido enterar de que podríamos vivir perfectamente sanos, libres y vigorosos, en lugar de perder nuestro tiempo de vida en tantos trabajos innecesarios e irresponsables, hasta que tuviésemos los trescientos años que nos fueron concedidos por la Vida para poder dedicarlos por completo al Gran Juego Evolutivo del Amor”.


Durante aquellas caminatas por la llanura en las que parecía que jamás iba a llegar a aquella encina que había entrevisto en el horizonte por la mañana, Orfeo pensó y pensó como no había pensado en su vida, a pesar de lo mucho que cantaba para no pensar. Y hubo en su remolino mental algunos momentos tan pesados y desanimadores, que se sintió tentado de abandonar aquel loco empeño en el que se había metido y regresar a su casa para vivir una vida común y normal, como la de todo el mundo. Pero aguantó, a base de convertir sus pensamientos en canciones a toda voz, y acabó por adaptarse a la meditación caminera y cantora por el desierto y hasta a encontrarle gusto. Incluso se sorprendió de sentirse lleno de entusiasmo.
Varios días después, afortunadamente, comenzó a ver de nuevo como el terreno se ondulaba, aumentando la variedad de la vegetación. Al otro lado de un río próximo había un pueblo amurallado ante el cual discurría el camino. Desde lejos, se oían los gritos de la chiquillería y se sentía el olor de la comida que se estaba cocinando en las primeras casas. Orfeo se puso muy contento y apretó el paso.
En la entrada del pueblo, los guardianes le obligaron, tras tener que aceptar un registro, a dejar su espada corta con ellos si quería acogerse a su hospitalidad …y tomó la mala decisión de acceder, porque estaba hambriento. Al día siguiente, la reclamó a la salida, pero el jefe de la guardia, un hombre barbado, ordenancista y duro como una piedra, le respondió que sólo se la devolvería cuando saliera de su territorio por el mismo camino por donde había venido.
-Pero si yo voy hacia el Oeste, muy lejos... –dijo Orfeo- ¿Cómo voy a ir desarmado?
-Ningún forastero puede cruzar nuestro territorio con armas ni cazar en él desde hace dos días y hasta nueva orden del Consejo –respondió-. Pero no temas, nosotros mismos protegemos a los caminantes y les damos de comer si lo piden.
Orfeo insistió, intentó negociar, rogó, amenazó, pero aquel hombre se sentía más importante cuanto más pesada e impositiva era la ley que interpretaba con su propia rigidez, así que fue como hablarle a un muro. Finalmente, hizo un gesto y cuatro hombretones armados rodearon al tracio sin aparente agresividad, pero mirándolo de arriba hacia abajo en diagonal.
-Si quieres tu espada te la daremos, pero no sigues adelante, te vuelves. Si pasas sin ella no la necesitarás y a tu vuelta te estará esperando. Esas son tus opciones. Escoge.

Dadas las circunstancias, escogió pasar adelante sin su espada, pero durante todo el día se sintió vejado y castrado. En un bosque recogió un palo largo para que le sirviera de defensa contra los perros y los lobos, pero no se atrevió a sacarle demasiada punta para no tener problemas con los siguientes guardias. Hizo bien, porque debía ser un momento de guerra o de conflicto en aquellos parajes y cada aldea estaba vigilada.
-Hay un grupo de bandidos forasteros en la montaña –le dijo un vecino que le dio hospitalidad-. Han secuestrado a una mujer de este pueblo que cultivaba su campo y han asesinado a un pastor de otro pueblo del lado oeste y se han llevado sus cabras, y a su compañera y sus hijos, para venderlos como esclavos. Por eso no se deja pasar a más forasteros con armas. Pero ya se han enviado guerreros a buscarles.
Orfeo se quedó allí el día entero hasta que, al atardecer, los guerreros del pueblo regresaron cansados y con las manos vacías. Su anfitrión le aconsejó que esperara un día más. Por la tarde, los jinetes volvieron a presentarse diciendo que no habían encontrado nada nuevo y que el camino estaba despejado. Orfeo preguntó al jefe si podía seguir.
-Puedes... bajo tu propia responsabilidad. Yo esperaría un par de días más, hasta que se confirmara que ya no andan por aquí.
Orfeo sólo tuvo paciencia para esperar uno. Cuando le volvieron a decir que el camino se veía vacío de extraños, decidió seguir. A la mañana siguiente, luego que salieron las patrullas, se despidió de la amable familia que le había acogido y comenzó a caminar hacia unas montañas que había en el horizonte. A mediodía se cruzó con los guardias, que regresaban al pueblo definitivamente.
Esa noche durmió a un lado del camino, envuelto en su capa entre unas rocas. Al día siguiente comenzó a ascender una montaña bastante alta.

Cuando estaba a punto de coronar la cima, salieron de repente del neblinoso bosque cuatro bandidos cubiertos de pieles de venado, que se desplegaron en semicírculo armados de lanzas con puntas de hierro y las dirigieron hacia él, haciéndole gestos de intimación, con unas caras aún más endurecidas que el hierro, cruzadas por rayas pintadas con tizones de la hoguera, en las que se podía leer una total carencia de piedad.
Orfeo vio que poco podría hacer contra ellos con su palo sin punta, así que se decidió rápidamente por intentar hacer el mago. Recordando que había logrado en su Tracia natal que hasta algunas fieras de los montes se amansaran ante su música, echó mano de su lira, solicitó con fuerza la protección de Hermes y se plantó bien erguido en medio del sendero, concentrado en tocar con maestría un himno que había ido componiendo en honor del Dios de los Caminos, mientras sonreía al mismo tiempo, para no mostrar temor. Los cuatro facinerosos lo miraban sorprendidos de que no corriera, y, por lo mismo, no llegaban a acercarse demasiado.
Uno de ellos, el que más brutal parecía, rugió como un oso y le arrojó su lanza, que quedó clavada y vibrando en el suelo, entre los pies abiertos del bardo, quien, convirtiendo en una estrofa cantada su confianza en que nadie podía hacerle daño y que los dioses estaban con él si él lo creía sin la menor duda, la fue repitiendo en distintas tonalidades, manteniendo el ánimo en su voz y convirtiéndola en una melodía tan enérgica e imperiosa que, viéndole tan seguro de sí mismo, casi amenazante, los cuatro energúmenos lo tomaron por un hechicero poderoso, perdieron de pronto su valor y se dispersaron, ocultándose de nuevo en el bosque y dejando abandonada una lanza más en su supersticiosa fuga.
Orfeo respiró aliviado y recogió ambas lanzas, separó las hojas de sus palos y con las mismas cuerdas que las unían, las anudó en aspa formando una cruz. Luego clavó la hoja de abajo en la punta de un largo y delgado tronco de árbol que alguna tormenta había desgajado y lo levantó sobre la cima del monte, en agradecimiento a Hermes, asegurando su base contra los vientos con una pirámide de piedras que, unas sobre otras, fue acumulando. Tras ello, repitió jubilosamente su himno al dios y siguió su camino, pensando que no necesitaba armas y que la mejor arma era su propia seguridad de que nada malo podría ocurrirle.
            Pero poco duró su contento y su convencimiento porque, en cuanto reemprendió la marcha, se vio rodeado de pronto por otros ocho matones, traídos por los cuatro de antes, los cuales, sin darle la posibilidad de ponerse a tocar su instrumento, cayeron sobre él, lo inmovilizaron y se lo llevaron a golpes y trompicones montaña abajo, bastante adentro de un bosque que descendía  por un barranco hacia un profundo cañón rocoso, donde dos guerreros más custodiaban un redil improvisado entre la cañada y el río, en el que había un grupo de caballos, una manada de cabras, dos mujeres y dos niños, atados y también amordazados. El fragor del torrente ahogaba los balidos y los relinchos de los animales.
Lo pusieron con el resto de los prisioneros, amarrándole las manos a la espalda y dejándolo con el pecho contra el suelo, de tal manera que su cuello estaba atado al mismo palo que sus piernas dobladas hacia atrás. También le metieron un trapo en la boca, de modo que ni parlamentar con ellos podía.
Agotada la tarde, cayó sobre el barranco una sombra angustiosa, húmeda y fría, que calaba los huesos. No le dieron de cenar, a pesar de que les sobraba comida y de que sí alimentaron a sus compañeros con carne de cabra cruda, ya que no querían encender fuegos. Intentó soltarse de muchas maneras, pero parecía que sólo conseguía que los nudos le apretasen más dolorosamente. La angustia se apoderó de él, pero si le prestaba atención, se volvería loco; así que para colocar su mente en otra cosa, cantó y rezó mentalmente toda la noche.


Cuando estaba a punto de coronar la cima, salieron de repente del neblinoso bosque cuatro bandidos cubiertos de pieles de venado, que se desplegaron en semicírculo armados de lanzas con puntas de hierro y las dirigieron hacia él, haciéndole gestos de intimación, con unas caras aún más endurecidas que el hierro, cruzadas por rayas pintadas con tizones de la hoguera, en las que se podía leer una total carencia de piedad.

Orfeo vio que poco podría hacer contra ellos con su palo sin punta, así que se decidió rápidamente por intentar hacer el mago. Recordando que había logrado en su Tracia natal que hasta algunas fieras de los montes se amansaran ante su música, echó mano de su lira, solicitó con fuerza la protección de Hermes y se plantó bien erguido en medio del sendero, concentrado en tocar con maestría un himno que había ido componiendo en honor del Dios de los Caminos, mientras sonreía al mismo tiempo, para no mostrar temor. Los cuatro facinerosos lo miraban sorprendidos de que no corriera, y, por lo mismo, no llegaban a acercarse demasiado.
Uno de ellos, el que más brutal parecía, rugió como un oso y le arrojó su lanza, que quedó clavada y vibrando en el suelo, entre los pies abiertos del bardo, quien, convirtiendo en una estrofa cantada su confianza en que nadie podía hacerle daño y que los dioses estaban con él si él lo creía sin la menor duda, la fue repitiendo en distintas tonalidades, manteniendo el ánimo en su voz y convirtiéndola en una melodía tan enérgica e imperiosa que, viéndole tan seguro de sí mismo, casi amenazante, los cuatro energúmenos lo tomaron por un hechicero poderoso, perdieron de pronto su valor y se dispersaron, ocultándose de nuevo en el bosque y dejando abandonada una lanza más en su supersticiosa fuga.
Orfeo respiró aliviado y recogió ambas lanzas, separó las hojas de sus palos y con las mismas cuerdas que las unían, las anudó en aspa formando una cruz. Luego clavó la hoja de abajo en la punta de un largo y delgado tronco de árbol que alguna tormenta había desgajado y lo levantó sobre la cima del monte, en agradecimiento a Hermes, asegurando su base contra los vientos con una pirámide de piedras que, unas sobre otras, fue acumulando. Tras ello, repitió jubilosamente su himno al dios y siguió su camino, pensando que no necesitaba armas y que la mejor arma era su propia seguridad de que nada malo podría ocurrirle.
            Pero poco duró su contento y su convencimiento porque, en cuanto reemprendió la marcha, se vio rodeado de pronto por otros ocho matones, traídos por los cuatro de antes, los cuales, sin darle la posibilidad de ponerse a tocar su instrumento, cayeron sobre él, lo inmovilizaron y se lo llevaron a golpes y trompicones montaña abajo, bastante adentro de un bosque que descendía  por un barranco hacia un profundo cañón rocoso, donde dos guerreros más custodiaban un redil improvisado entre la cañada y el río, en el que había un grupo de caballos, una manada de cabras, dos mujeres y dos niños, atados y también amordazados. El fragor del torrente ahogaba los balidos y los relinchos de los animales.
Lo pusieron con el resto de los prisioneros, amarrándole las manos a la espalda y dejándolo con el pecho contra el suelo, de tal manera que su cuello estaba atado al mismo palo que sus piernas dobladas hacia atrás. También le metieron un trapo en la boca, de modo que ni parlamentar con ellos podía.
Agotada la tarde, cayó sobre el barranco una sombra angustiosa, húmeda y fría, que calaba los huesos. No le dieron de cenar, a pesar de que les sobraba comida y de que sí alimentaron a sus compañeros con carne de cabra cruda, ya que no querían encender fuegos. Intentó soltarse de muchas maneras, pero parecía que sólo conseguía que los nudos le apretasen más dolorosamente. La angustia se apoderó de él, pero si le prestaba atención, se volvería loco; así que para colocar su mente en otra cosa, cantó y rezó mentalmente toda la noche.

Cada vez que un pensamiento de desesperanza le atacaba, hacía una llamada interior a la Diosa y luego rezaba a Hermes; en cuanto se tranquilizaba algo, seguía cantando dentro de su cabeza todos los himnos religiosos que recordaba, repitiéndolos  y repitiéndolos. Daría cualquier cosa por poder aliviar su tensión tocando la lira, pero, como era lo primero que le habían quitado, se contentó con imaginarse que la tocaba y, cuando ya las oraciones formales no conseguían interrumpírle  más los pensamientos, se concentró en  repasando toda la Canción Occidental perfeccionándola a plena creatividad, hasta los más mínimos detalles. Finalmente, logró quedarse dormido.

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