quarta-feira, 7 de setembro de 2011

38- LAS MANZANAS DE ORO


LAS MANZANAS DE ORO      

-Una de las leyendas que se desarrollaron en Iberia después del paso de Hércules por aquí –comenzó el bardo Jacín su segundo relato- comenzaba contando que, al casarse Hera con Zeus, había recibido, como presente de Gea, un jardín de manzanas de oro, símbolo de inmortalidad. Esas manzanas, que primero habían estado en ciertas montañas del archipiélago atlante custodiadas por las tres Hespérides y por la serpiente Ladón, se decía que podrían encontrarse ahora en lo que quedaba de él, unas islas imprecisamente situadas en el extremo occidental de la Libia que da al Océano, donde el norte de África se llama el Magreb o el país de los Moros.
El hijo del tirano de Tirinto,  Euristeo, que era vil y envidioso como él,  le sugirió a su padre que, si ordenaba a Hércules que se apoderase de ellas, no sólo lo estaría enviando a un remoto fin del mundo de donde era muy probable que no volviera, pues no se sabía si las tales Hespérides existirían, si eran un colegio de sacerdotisas oceánicas de la Antigua Diosa, o seres míticos de otra dimensión, o unas islas de verdad  y, en caso de que lo fuesen, ni siquiera había certeza de si esas islas eran actuales o si formaban parte de las tierras hundidas en la Era Anterior...
Además estaba claro que, si iba a por ellas, tendría, forzosamente, que ofender a unas diosas tan poderosas como Hera, que ya lo odiaba, y Gea, y no tendría más remedio que vérselas con los terribles gigantes Anteo y Atlas, por cuyos dominios no podría evitar el paso.          
Así que Euristeo dio la orden para el undécimo trabajo y Hércules hubo de obedecer y partir, ya que por consejo del Oráculo de Delfos se había sometido a ser el siervo de aquel miserable durante doce años, para expiar la muerte que había dado a sus propios hijos, los que tuviera con Megara, tras caer en un estado de locura furiosa, cuya oculta causa estaba en una hechicería de Hera, que no le perdonaba ser el más brillante de los hijos ilegítimos, (o sea, opuestos al viejo Sistema Matriarcal), con los que la había ofendido su infiel esposo, aquel libertino de Zeus.
Por mucho que preguntó, nadie supo informarle donde se encontraba el Jardín de las Hespérides; muchos le dijeron que seguramente no en esta dimensión, sino en la de los dioses olímpicos o, tal vez, en alguna de las islas que hubiesen sobrevivido en el océano al hundimiento de Poseidonis. Marchando a través de Iliria e Italia, llegó al río Po y allí forzó al dios marino Nereo, del que se decía que era tan viejo que había criado a Afrodita, a que le informase sobre la localización del huerto de las manzanas de oro. Él le dijo que si alguien lo sabía, ese alguien era el gigante Atlas, antiguo emperador del Atlán, ya que las tres Hespérides eran hijas suyas y de una de sus mujeres, Hesperia. Nereo añadió que, desde la derrota de los Titanes por los Olímpicos,  Atlas estaba desaparecido, pero que tal vez Prometeo debía saber de su paradero, ya que era un hermanastro suyo. Prometeo estaba encadenado a una roca en el Cáucaso, donde un águila enviada por Zeus le roía las entrañas cada tarde.
El Coloso recorrió la enorme distancia hasta el Mar Negro y, eludiendo la Cólquide, subió la cordillera, ahuyentó al ave con sus flechas y liberó a Prometeo. El Titán, muy agradecido, le explicó que actualmente su hermanastro, el antiguo Emperador Oceánico, vivía en una alta montaña del extremo occidental de África, condenado también por Zeus a sostener la bóveda celeste.
           












Desde el extremo Oriente, Hércules cruzó todo el Mediterráneo nuevamente. en navíos griegos, hasta alcanzar el litoral  ibérico. Hércules regresó a los Pirineos y lloró e hizo sacrificios ante el monumental túmulo de su añorada Pyrene. Luego descendió al extremo sur de Iberia, donde se encontró que el atlante Anteo, rey acadiano de Tinguis, en el Magreb, estaba tratando de invadir los dominios del desaparecido Gerión, que ahora se llamaban el Reino de Tartessos, para lo cual tenía recién terminado un enorme puente de balsas flotantes bien amarradas, hechas de vigas de grandes árboles recubiertas de planas losas de piedra, que podrían soportar el paso rápido de cientos de carros de combate y elefantes (reconectando África con Europa como en el tiempo del imperio atlante) y se preparaba para atravesarlo con sus tropas, a fin de conquistar Tartessos y luego la Iberia toda.

Los griegos del emporio Tursha, que sentían tan poca simpatía por los descendientes de atlantes que habían dominado en el pasado Tartessos (favoreciendo más a los fenicios del emporio Gádir) como por los del Magreb, le contaron que Anteo presumía de ser un hijo directo de Poseidón y Gea y que le venía tanta flexibilidad de su padre y tanta fuerza de su madre, que retaba a cualquier extranjero que llegaba a su tierra a una lucha singular con las manos desnudas. De esa manera, había logrado matar a tantos hombres, que con sus huesos levantó un templo a Poseidón en Tinguis.
Hércules tenía que atravesar las tierras de Tinguis para llegar a la cordillera donde estaba Atlas, y como no se olvidaba de que el titán que reinaba en ellas se había compinchado con Gerión para tenderle a Bébrix, padre de Pyrene, la vil trampa en la que fue asesinado, mandó un heraldo tartesio a pedir permiso para cruzar el puente, a fin de combatir limpiamente con Anteo a la vista de su pueblo.
El heraldo regresó diciendo que Anteo aceptaba el desafío y que le esperaría dentro de diez días al otro lado del puente colosal, cuyos guardias tenían la orden de dejarlo pasar.

Efectivamente, al amanecer del décimo día, ambos forzudos se encontraron frente a frente sobre la primera playa africana, rodeados de una multitud que había madrugado para presenciar el combate y que daba vivas a su rey, convencida de que lo ganaría, como todos los anteriores.
La lucha libre con las manos desnudas era una especialidad de Hércules, aprendida hacía muchos años en la escuela del centauro Quirón y largamente entrenada en sus combates amistosos con sus compañeros argonautas, algunos de los cuales eran verdaderos campeones, como Pólux, quien nunca pudo con Hércules. En muchos otros combates, no tan amistosos, el poderoso hijo de Zeus acabó con muy fuertes enemigos, así que confiaba en su saber y su potencia. 
Se inició la lucha y nunca se ha visto otra igual: ambos contendientes practicaron toda clase de fitas, mañas y trucos. Dieron a sus espectadores las mejores lecciones de cuanto se puede hacer con las manos desnudas, la atención concentrada, las piernas ágiles y el pensamiento rápido.
Sin embargo, a pesar de la habilidad del atlante, el griego resultó ser más versátil y más fuerte. Por tres veces consiguió arrojarlo a tierra, pero las tres, cuando ya sólo faltaba aplicarle la llave de la derrota, Anteo parecía recuperar toda su frescura inicial, apartaba a Hércules de un empujón, se alzaba y volvía al combate. La tercera vez que lo hizo, Hércules ya se encontraba fatigado, mientras que él parecía recién levantado de la cama. Lo siguiente fue un violento acoso del que apenas acertaba a defenderse. Uno de los golpes le acertó en la sien y lo lanzó a tierra. La multitud rugió, aclamando a Anteo, a quien ya veían ganador.
En el suelo, el griego sintió que se le nublaba la vista. Sintió un deseo inmenso de cerrar los ojos, de abandonarse. Todo le llamaba a acabar, descansar y apagar de una vez. Oyó al gigante viniendo a rematarle. Se sorprendió, de pronto, de encontrarse así de pasivo y de desesperado, a punto de rendirse. Sintió verguenza. En el último instante rodó sobre sí mismo y el golpe mortal de su enemigo machacó la tierra en su lugar, como un mazazo.
Hércules respiró hondo y se encomendó a Atenea, su ánima invisible: “Diosa, confío, confío, confío, vamos a vencer” abrió los ojos y se puso en pie tambaleándose. Anteo ya venía de nuevo a por él como un toro.
 Justo entonces, la luminosa inteligencia de Zeus en sí mismo le hizo una revelación interna: “Cada vez que Anteo cae en tierra, se recarga de nuevas energías, ya que la Tierra, Gea, es su madre. Para derrotarlo tengo que impedir esa conexión”.
Reuniendo todas las fuerzas que le quedaban, Hércules se lanzó de cabeza contra la cintura del titán flexionando las rodillas, luego se alzó, distendiéndolas, y levantó a Anteo en el aire, al tiempo que atenazaba y apretaba su caja torácica entre sus poderosos brazos y la cabeza, colocada como un ariete contra el esternón del adversario.
Apretó y apretó hasta casi sus últimos alientos, resistiendo los intentos del atlante por zafarse o por poner un pie en tierra. De repente un ¡Crack! y un alarido agónico. Las costillas de Anteo habían reventado. Hércules siguió apretando sus órganos internos hasta que lo asfixió en el aire. Luego se lo echó al hombro mientras se apoyaba en el tronco de un árbol para recuperar fuerzas. Sólo cuando lo sintió bien muerto lo depositó sobre las ramas. No se fiaba de la dolorida Tierra, que mugía y se agitaba bajo sus pies tal como si fuese a desatar un terremoto.
Sin hacer caso, cayó de rodillas sobre la playa, agradeció sentidamente a Atenea, Helios, Hermes y Zeus su continua protección y apeló ante ellos al sentido de justicia de Gea, diciéndole que no había asesinado a su hijo, sino vencido en buena lid a un terrible campeón, con lo que el temblor fue cesando poco a poco. Luego dirigió su vista al Norte, por donde debía estar la tumba de Pyrene.
-¡Bébrix ha sido vengado, mi amor! -clamó dentro de sí- ¡Al menos he podido cumplir la mitad de las promesas que te hice!

La multitud estaba revuelta ante la muerte de su rey y el indigno espectáculo que daba su cadáver colgado de las ramas de un árbol, pero nadie se atrevió a detenerle. Hércules cruzó las tierras de Tinguis y fue bajando hasta el centro sur del país, donde se alzaba la poderosa cordillera en cuya cima vivía penosamente el viejo gigante Atlas, antiguo señor del Horizonte Oceánico, caudillo de la guerra de los titanes contra los olímpicos en su fallido intento de mantener el legítimo imperio de Crono. Zeus le había derrotado en el cielo y en la tierra, incluso mató a uno de sus hermanos de madre con sus rayos; pero a él le había perdonado la vida a condición de que usase su descomunal fuerza para aguantar la bóveda celeste sobre sus hombros eternamente, avisándole de que sería aplastado por ella el primero si osaba apartarse.
Atenea dentro de sí sugirió a Hércules que ahora ya no se trataba de una hazaña de fuerza y valor, sino de astucia y negociación; así que el griego ascendió a lo alto de la montaña, saludó al poderoso gigante con mucho respeto y le expuso el encargo que se veía obligado a cumplir por orden del rey Euristeo de Tirinto, suplicándole su ayuda y asegurándole que su intención no era ofender a nadie ni robar ni desafiar, sino sólo poder regresar con la misión cumplida.

Atlas pareció quedar complacido con su correcta actitud y le respondió:
-Con mucho gusto te ayudaré, Hércules, yo mismo iría a buscar las manzanas de oro para tí, pero ya ves que no puedo soltar la bóveda celeste, o todos seríamos destruídos... ¿Te atreverías a sujetarla mientras te las traigo?

El griego probó, juntó su hombro con el de Atlas, que le fue cediendo, poco a poco, el peso de los siete cielos. Cuando vió que aguantaba, el titán se inclinó y lo dejó solo, prometiéndole regresar cuanto antes con los frutos sagrados. Luego se alejó en dirección a occidente.

Casi todo el día transcurrió y Hércules entendía perfectamente el suplicio reservado a aquellos que tratan de conquistar más poder que aquél del que se pueden hacer cargo con responsabilidad y libertad; el peso inaguantable de lo conseguido sin justicia es el castigo de los soberbios. Al caer la tarde sentía que se iba a quedar petrificado, como la montaña sobre la que se apoyaba; pero entonces oyó como Atlas regresaba por el sendero.
-¡Atlas es hombre de palabra, Hércules! –dijo, abriendo sus manos ante él- Aquí te traigo las manzanas de oro que te prometí. Pero ¿sabes lo que he estado pensando todo el día? ¡Pues pienso que es maravilloso andar por donde uno quiera, como un simple vagabundo, sin tener que llevar encima el peso del universo! ¡Así que quédate con las manzanas, pero también con mi trabajo, que yo me voy a tomar unas buenas vacaciones a tu salud! – y el gigante se partía de la risa-. Si quieres, yo mismo se las llevaré al rey de Tirinto en tu nombre, para que sepa que has cumplido con él.
El griego vió que se la habían jugado bien y pensó rapidamente un ardid que le permitiese salir de aquella penosa situación. Se le ocurrió hacerse el tonto.
-Si me prometes que se las llevarás a Euristeo en mi nombre, mi honor quedará a salvo y daré por bien empleado este nuevo trabajo, Atlas. Pero, por favor, acércame esas manzanas para que yo las vea, antes de irte.
Manteniéndose a distancia y aún sonriendo, el titán tendió las palmas de las manos, con los frutos encima, hacia el estúpido héroe.
-¡Estas manzanas no son de oro! -gritó Hércules subitamente con la mayor furia- ¡Estás queriendo engañarme!
-¿Cómo que no son? -y Atlas dio un paso al frente para examinarlas. Justo en ese momento, Hércules hizo un regate y se dejó caer a tierra, junto a sus pies, soltando el cielo. La bóveda celeste se les vino encima y el gigante, que estaba más alto, por puro instinto de supervivencia y por costumbre, soltó las manzanas y sostuvo el cielo con todas sus fuerzas para que no les aplastara. Hércules las agarró y, rodando sobre sí mismo, se dejó caer del monte, falda abajo.

Rió, desde lejos, al ver que Atlas estaba teniendo que soportar el peso en una posición mucho más incómoda que antes, pero no se apiadó de aquel truhán que había querido esclavizarlo.
-¡Mejor le llevaré yo mismo las manzanas a Euristeo, Atlas! ¡Ese tirano podría tratar de convertirte en su esclavo y yo, al fin y al cabo, ya estoy acostumbrado! ¡Te agradezco que me las trajeras! ¡Yo me tomaré esas vacaciones en tu honor! ¡Cúidate esa espalda, amigo y que te sea leve! -Y el astuto griego se alejó carcajeándose.

Cuando volvió a pasar por Tinguis con su preciosa carga, ya un hijo suyo había sustituído a Anteo y ordenó a sus guardias que aprisionaran al matador de su padre. Pero Hércules se deshizo de ellos a puñetazos y corrió hasta el arranque del puente de balsas de madera y piedra que cruzaba el estrecho. Arrancó las pesadas losas y se las fué lanzando junto con las vigas, como proyectiles, contra las tropas cada vez más numerosas que le perseguían; luego pasó a la segunda balsa y también arrancó sus losas y sus vigas y las arrojó hacia atrás, y así hizo con todas, hasta la mitad del estrecho, lanzando luego hacia la costa de Iberia todos los demás materiales de las balsas que seguía destruyendo. Cuando llegó a la orilla, no quedaba ni rastro del puente ciclópeo de Anteo, con lo que quedó definitivamente separada África de Europa.
En adelante, las acumulaciones de losas de piedra y vigas que el forzudo arrojó, formando dos grandes montones, a un lado y otro del estrecho, fueron llamadas “Las Columnas de Hércules”. En los inviernos siguientes, serían cubiertas de arena y tierra por los fuertes vientos de la zona y acabarían transformándose en los cabos de Abila en África y de Calpe en Europa. Los tartesios, que le pasearon por su capital en el carro del triunfo, nombrándolo héroe local mientras aclamaban a plena voz su victoria sobre Anteo y cantando coplas humorísticas en su honor, pintaron dos columnas en el escudo de su reino, con la inscripción ”No más allá”. Aunque dijo por entonces su oráculo de la Diosa, en el bosque de Doñana, que aquella región y toda la Iberia llevan inscrito en su linaje el destino de seguir al Sol sobre las aguas, hasta un “más allá” que hoy por hoy, ni podemos adivinar.

Hércules regresó a Tirinto con las manzanas de oro y se las entregó a Euristeo, quien, para no meterse en problemas con los dioses, se las ofreció a Atenea. Dicen los sacerdotes que Atenea decidió devolverlas a las Hespérides, para que Hera no tuviese un motivo más por el cual aumentar su encono contra Hércules... y con su trabajo número once terminado -sonrió el bardo Jacín dando una última pulsación a su lira-, también este cuento se ha acabado, amigo Orfeo.


Orfeo agradeció por la narración y alabó la manera tan simple y ágil, y realista dentro de lo posible, como la había sabido contar el pirenaico.
–...Yo ya había oído declamar partes de esa historia a otros aedos –explicó- y decían que Hércules separó, con su fuerza descomunal, Europa de África, empujando las montañas. En Grecia están muy orgullosos del famoso equilibrio apolíneo y del justo medio donde se asegura que reside la virtud... pero, en realidad, el pueblo es dionisíaco y le encantan las exageraciones y los excesos, cuanto más desmadrados mejor.

-Eso gusta en todas partes, colega, es la servidumbre de nuestro oficio -respondió Jacín con un guiño-... la gente nos exige historias sobrenaturales e increíbles, con dioses, demonios y dragones. Sin embargo, tú y yo sabemos que las mejores historias no son las vividas por los héroes capaces de derruir una montaña con sus manos, sino las de la gente corriente, que supera su propia sencillez a base de amor y lealtad... a mí me gustaría escuchar una buena historia de gente corriente, en la que no aparecieran magos, ni guerreros, ni dioses ni dragones.

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