quarta-feira, 7 de setembro de 2011

39- INTENSIDAD


INTENSIDAD 
Anónimo Atalanta

Capítulo abierto a la creatividad, para contar disstintas historias de gente corriente, en las que no aparezcan magos, ni guerreros, ni dioses ni dragones.


            Orfeo apuró su taza y respondió con una sonrisa:
-Si me permites, Jacín, te contaré una historia así, que no se sabe quien la compuso ni donde y cuyos protagonistas no tienen ni nombres. En mi tierra, Tracia, la llamamos “la Madre de Todos los Cuentos”.
-Pues venga esa historia -dijo Jacín, brindando hacia el tracio.


-Un hombre joven decidió casarse al modo griego con la mujer que amaba, para poder disfrutar de su dulce compañía siempre que lo desease -empezó a contar Orfeo- y aunque poco antes tenía hermosos sueños sobre las empresas y hazañas que aspiraba a realizar con sus talentos, no tuvo ánimo, disciplina o firmeza para mantenerlos, dejó de confiar en sí mismo y en la vida y se sometió, para poder sostener las obligaciones materiales que conlleva mantener una casa, un hogar y una esposa, a aceptar un trabajo mal pagado al servicio de los sueños de otros, como tantas personas hacen, en el cual le explotaban tan duramente y tantas horas que, cuando salía de allí, estaba demasiado cansado para desarrollar su propia creatividad, estaba demasiado ofendido para pensar en otra cosa que en lo que dejaba que le hicieran, y sólo le apetecía tratar de ahogar sus frustraciones en vino.
Recordaba con nostalgia lo libre que había sido cuando no tenía compromiso con nadie y recorría el mundo como un nómada, disfrutando de sus bellezas sin necesidad de poseerlas ni defenderlas y se las arreglaba para conseguir alimento cada día recolectando o cazando, sin tener que dedicar más de una interesante hora o dos a resolverlo. Recordaba como dormía de un tirón en cualquier lugar cuando estaba cansado y como a menudo conseguía los favores de alguna mujer que se quedaba prendada de su juventud y de su libertad y que pasaba con él una o dos intensas noches de placer, aunque luego lo ponía en la puerta con un beso, antes de que llegara el hombre vulgar que aseguraba su día a día con su esfuerzo.

...Y ahora se veía obligado a mantener un tipo de vida en la que su esposa parecía necesitar una inacabable lista de objetos de consumo para sentirse mínimamente satisfecha y segura, inmersos ambos en un aburrido sedentarismo en el que cada día era igual al anterior y al siguiente, engranados en un sistema social que vendía la ilusión de ser dueño de algo pero que, en realidad, hacía pagar continuamente impuestos, tributos e hipotecas por la ilusoria posesión y disfrute de bienes que la naturaleza había creado para el libre disfrute de todos.
Al principio, había aceptado encantado todo aquello a cambio de la belleza de poder regresar de noche a su propia casa, cenar junto a su mujer en un ambiente íntimo, bello y confortable, acostarse después con ella y gozar juntos las delicias de su amor antes de quedarse plácidamente dormidos. Pero después, a medida que su trabajo se iba haciendo cada vez más opresivo, regresaba a casa tan cansado que sólo le apetecía cenar, gozar y apagar pronto. A la mañana siguiente, sus momentos de satisfacción se le aparecían como totalmente descompensados frente al duro y continuado esfuerzo que había que desplegar para conseguirlos y su mujer, además, no parecía corresponder a su pasión por ella con el mismo entusiasmo alegre y sensual que antes.

Se sentía preso en una gran trampa, engañado por una conspiración de toda la comunidad, que había escogido una inepta manera de vivir y que establecía que “aquello” era la normalidad y la realidad; una conspiración que afirmaba que lo que él viviera antes, fundamentalmente la búsqueda del Amor en Libertad, sólo formaba parte de un período de inmadurez adolescente por el que habían pasado tanto la humanidad como el individuo, en etapas muy primitivas que era ilusión tratar de repetir.
Y cada vez era más infeliz y cada día bebía más y se sentía más distante de su mujer y cada vez la trataba con menor simpatía cuando volvía a casa.
Entonces empezó a considerarla la causa de su esclavitud, a verla como la sirena que le había atraído a la trampa con la ilusión de unos encantos que ya rara vez le complacían de verdad. Empezó a encontrar estúpido y convencional todo lo que ella hablaba, o a entrever, tras cada una de sus palabras, los reproches que él se lanzaba a sí mismo por dentro... y eso le obligaba a estar continuamente enfadado consigo mismo, por rebajarse a hacer todo cuanto estaba haciendo sólo para tratar de mantener aquella situación inaguantable...
Una noche en la que ella lo despreció como amante y lo llamó borracho, se encolerizó, la insultó y se le escapó una bofetada. Ella se encerró en un cuarto, lloró y después pasó varios días ignorándolo como si no existiese.
Él, muy arrepentido, sintió reavivar su ternura y su compasión por ella; cortó con la bebida por una temporada, la cortejó otra vez sinceramente y le hizo mil regalos y promesas para que le perdonara. Al final, se emocionaron juntos y de nuevo hicieron el amor como si fuese la primera vez.
Pero al cabo de un tiempo volvió a ser dominado por la rutina y a beber. A partir de ahí, se fue haciendo una costumbre que, cuando regresaba bebido, intentara acostarse con ella en aquel estado y disfrutarla (que para eso se pasaba el día trabajando), antes de derramar toda su energía, apagar y quedarse dormido.
Y ella, que todavía lo quería, aguantaba aquella manera torpe, posesiva, instintiva y ciega de ser amada, comprendía su frustración y se concentraba en la seguridad de que, al final, todas las circunstancias que la provocaban cambiarían y él volvería a convertirse en el joven generoso, noble y valiente de quien se había enamorado.
Sin embargo, era una manera de vivir que no tenía calidad, así que volvió a llenarle de reproches, lo que provocó que él montara en cólera y le pegara de nuevo, esta vez más duro.
No hizo caso de las amigas que, al descubrir la marca del golpe en su cara, la aconsejaban denunciarle a los poderes comunitarios o, simplemente, regresar a la casa de su madre. A pesar de todo amaba a aquel hombre y tenía la firme convicción de que un amor como el suyo acabaría por vencer cualquier obstáculo. Tampoco les prestó oídos cuando le dijeron que lo suyo no era amor, sino estupidez que perjudicaba a todo el colectivo, porque la regeneración de un macho alcohólico que se había acostumbrado a maltratar era imposible y en otros tiempos, menos ignominiosos que los actuales, cuando aún imperaba el matriarcado con todo su poder, las guardianas de la Diosa lo hubiesen castrado antes de desterrarlo del territorio de la tribu, del mismo modo que se hacía con los violadores antes de descuartizarlos.
Estaba segura de que todo tenía una forma de solucionarse y que ella la encontraría. Una forma mental negativa se había adueñado de su alma amada. No se trataba de renunciar a su alma amada, separándose y abandonándola al monstruo que la poseía, sino de transmutar, de volver positiva la forma mental que estaba aprisionándola. Si él fuera su hijo jamás lo abandonaría, por muy enfermo o perdido que pareciera hallarse. ¿Cómo no iba a hacer lo mismo por su marido?
Pero la cosa iba a peor y un día se dio cuenta de que estaba embarazada y que su hijo corría un peligro mortal si su marido volvía a encolerizarse y se le escapaba un golpe en su vientre. Sin embargo, pensó que su venenosa frustración sólo iba a aumentar si se escudaba tras el hecho de la maternidad para exigirle detener sus malos hábitos. Necesitaba otro tipo de táctica.  
“¿Cómo se creó ese amasijo de autoconmiseración que se ha apoderado de la cabeza de mi hombre?” –caviló-“...A base de repetirse muchas veces, en su manera de mirarse, los mismos argumentos por los que se obliga a renunciar a cumplir sus propios objetivos, dejando de ser él mismo, para adaptarse a las conveniencias desconsideradas de quienes le cubren sus necesidades básicas. Eso es un edificio de palabras, de sentimientos y pensamientos, que él ha estado construyendo en su mente, una creación artificial, una obra de arte mezquina y maligna que le ha desviado de sus verdaderos objetivos en esta vida. Tendré que atacar a ese demonio que está dominando su atención.”

“¿Y cómo haré?” se preguntó. Y pasó el día todo imaginando tácticas pero, por muy sólidas y justas que le parecían a su razón, la intuición las rechazaba por inseguras, duras o extremas. Finalmente, y antes de aceptar sentirse débil, ignorante e impotente, decidió apagar su agitada mente por un rato, se encomendó a la Diosa, pidiendo luz al Universo, y se echó a dormir una siesta. Cuando despertó, la Sabiduría de su género, dentro de sí, ya había colocado un buen consejo en la parte más visible de su mente:
“Atacaré a ese demonio que está dominando su atención con sus mismas armas, tendré que construir yo también un edificio mental, una obra de arte llena de luz y muy atractiva para todas sus percepciones, que tenga fuerza bastante como para poder rescatar su atención de todas esas sombras creadas por su reconcomerse, de las que se ha vuelto un adicto”.

Así que, esa noche, cuando él entró en la casa con verdadera gana de descargar su rabia acumulada ante la “porquería de vida que tenía que vivir por causa de ella”, en lugar de ampararse en una distante reserva, como solía, acercó sus ojos a los de él sin miedo, le sonrió y le dijo:
-Escúchame, mi amor, porque tengo algo muy interesante que contarte.
Y empezó a relatarle un cuento de una manera atrayente, narrándolo con su más bella voz y expresándose con todas las gracias de su cuerpo y lo fue, luego, uniendo de forma hábil con otro y estuvo captando su atención, llenando la mente embriagada de su marido con aquellas historias sin dejar que se acabaran del todo, hasta que se convirtió en la heroína del cuento y él en héroe. Finalmente, colocados ambos en esos nuevos personajes, pasó del cuento a la caricia y alimentó su imaginación, su sensualidad y su ternura hasta que se quedó dormido sobre su pecho.
Al día siguiente, ella anduvo recogiendo otras historias de entre la gente que conocía y cuando regresó por la noche, siguió contando el cuento donde lo había dejado y enlazándolo con otro, o improvisando... o convidándole a que él improvisase posibles salidas para los nudos a los que llegaba en su narración. Así, cada día, llenaba de interés creativo el tiempo que estaban juntos, haciéndolo crecer tanto en intensidad que compensaba todas las horas en las que estaban separados.
Por otra parte, ella fue escogiendo o adaptando, cada vez con mayor cuidado, los cuentos que más lo estimulaban a reflexionar y organizarse, a fin de poder ir en busca de sus objetivos personales. “Cuentos para animar”, los llamaba ella. 
Y aquello mantenía su atención ocupada también durante el día y hacía que, en lugar de quejarse y autocompadecerse, volviese a creer en sus posibilidades de realización y estuviese atento a las oportunidades para conseguirlo.
Hasta que transcurrieron meses y él había ido dejando de beber y no la volvió a pegar durante todo ese tiempo. El hecho de que le pusiera a interpretar el papel de los héroes legendarios había elevado su autoestima y las moralejas de los cuentos hicieron que fuese sustituyendo su amargada y obsesiva frustración por otros valores e intereses.
Ella jamás le preguntaba de forma directa si se había preocupado de sembrar adecuadamente para, a la larga, recoger; pero no paraba de contarle historias de personajes que lo hacían, que perseveraban y que acababan obteniendo buenos frutos. Aplaudía todos los pasos que él daba en esa dirección, sin pretender dirigirlo ni meterse en su terreno, de manera que pudiera sentir, tanto sus búsquedas o sus logros, como maniobras totalmente personales.

Una noche, el hombre acabó por darse cuenta de que su mujer estaba claramente grávida y cuando echó cuentas para calcular cuando había empezado la gestación, percibió de repente el verdadero heroísmo y la prueba de amor y de lealtad que su mujer le había dado, así como su habilidad, representando discretamente el papel de musa inspiradora, el más maravilloso papel que una mujer puede representar para su hombre, a fin de detener sus malos hábitos y transmutarlos, sin tener que poner al niño por delante, como una inocente víctima con la que echarle en cara su cobardía. Esa noche dejó la bebida por completo.
Y cuando el hijo por fin nació, él se volvió el mejor de los padres y luego el mejor y el más enamorado de los esposos, concentrándose tanto en mejorar su situación que acabaron, incluso, sobrándole algunos ahorros y  realizando un excedente de producción propia en el tiempo que antes malgastaba en la taberna, y elaborando cuidadosamente buenas estrategias para ir alcanzando, por fases, sus objetivos. Con lo que pudo, finalmente, independizarse, hacerse su propio jefe, conseguir aliados y encontrar la manera de realizar sus sueños de juventud, convirtiéndolos, al mismo tiempo, en su fuente de ingresos y de progreso...
-Y aquí se acaba “la Madre de Todos los Cuentos”, sin que apareciera, casi, ningún dragón, colega Jacín –remató Orfeo su relato.

El bardo del Pirineo se quedó un rato en silencio, degustando lo que acababa de escuchar. Luego lo felicitó con la mirada y dijo sonriendo:
-Es la historia de muchos de nosotros, gente común, cuando naufragamos por escuchar las sirenas de la autoconmiseración y de la desesperanza... Cada uno acaba obteniendo aquello en lo que pone toda su atención, amigo, nos convenga o no, pero hace falta echarle valor, amor, imaginación y constancia para merecer resultados positivos y conseguirlos.
-Valor y amor constante es lo mismo que fe. “Quien se mantiene en la fe de que puede conseguirlo, lo consigue”, decía mi maestro Quirón. Eso es la justicia de la vida para los animosos.

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