quarta-feira, 7 de setembro de 2011

37 (1)- EL LINAJE DE PYRENE


EL LINAJE DE PYRENE      


Así, Orfeo pudo escuchar, en simples pero muy lindos y sabrosos versos de romance popular, que más tarde pudo entender mejor, el relato de como su antiguo camarada argonauta (allí también conocido, a pesar de lo lejos que estaba Iberia de Grecia) recibió, mientras estaba al servicio de Euristeo de Tirinto, una orden del tirano bajo cuya obediencia le habían puesto los Dioses (como condición purificatoria de sus culpas), para que fuese al remoto Occidente a arrebatarle al gigante Gerión su rebaño de vacas y bueyes rojos.
Euristeo de Tirinto odiaba a Hércules. Al principio florecía de orgullo de poder mandar en él por orden directa de Zeus, a través del Sumo Sacerdote olímpico. El día que el héroe vino a inclinarse ante su trono y a ponerse humilde e incondicionalmente a sus órdenes, se sintió el más importante y poderoso monarca del Mediterráneo.
Pero aquel siervo no podía ser humilde por muy sinceramente que se lo propusiese. El maldito no dejaba de triunfar con la mayor brillantez, hazaña tras hazaña, por  muy duras que fuesen sus condiciones, y el pueblo lo idolatraba.

          Cuando aparecían juntos en público, no había vítores más que para él, y eso hacía sentirse disminuido al rey de la muy potente y agresiva ciudad-estado aquea, hijo del famoso héroe Perseo. Cada vez que pensaba en Hércules se sentía más mediocre aún de lo que en realidad era.

Su siervo le eclipsaba. Por lo cual le ordenaba misiones cada vez más difíciles, con la esperanza de que por fin fuese derrotado y humillado, o eliminado.
Sus informantes le dijeron que el tal gigante Gerión  del remoto  Occidente (hijo de Crisaor y Calírroe, cuyo padre era Océano, titán procedente de Venus, según el mito) que era fuerte y brutal como un tifón, que tenía tres cabezas y seis brazos, y que había vencido y enterrado a muchos héroes.

Cuando Hércules, sin amedrantarse, cruzó los mares una vez más y consiguió llegar a los Pirineos (que aún no se llamaban así), pudo averiguar que lo que se decía en Grecia del gigante Gerión había sido deformado, como siempre, por el boca a boca, la imaginación y la distancia, y que no era verdad que tuviese tres cabezas ni tantos brazos, sino tres poderosos ejércitos que, partiendo de Tlantesos, su reino del Sur de Iberia, con capital en la isla Erytia, habían ido dominando con fuerza avasalladora los otros tres puntos cardinales de Iberia.
Ante tal poderío, Hércules buscó la alianza de los íberos del norte que aún ofreciesen resistencia o que deseasen liberarse del conquistador y fue así como los primeros resistentes  a los que se unió acabaron llevándolo a ver a su princesa Pyrene, en un lugar escondido en el corazón de la cordillera.
El griego se quedó sorprendido ante la belleza de formas y la majestad de aquella joven alta, de larga cabellera rubia sobre su piel dorada, que, aunque sólo reinaba sobre un remoto campamento de rebeldes medio desesperados, muchos de ellos heridos y bastante carentes de medios de combate, daba la impresión de que aún se hallaba en la más noble y civilizada de las cortes, descendiente de una antigua, rica y muy evolucionada cultura.
Tras recibirle con la mayor dignidad y mientras compartían con él lo poco que tenían, la aristocrática Pyrene contó a Hércules que era hija del asesinado rey Bébrix, descendiente de Túbal, cuya familia venía directamente del linaje de los antiguos reyes Toltecas de la Hesperia Blanca, “Tierra del Atardecer”, uno de los diez estados que conformaban el imperio oceánico de Atlantis, que había sido la más refinada civilización mundial durante la pasada Cuarta Era de los Titanes.
Ante su interés, ella le fue explicando, con relatos que luego fueron confirmados y ampliados por sus parientes más próximos, como los antiguos Atlantes, sus antepasados, hijos de Poseidón y de Clito, habían sido civilizados por los dioses Titánicos, mucho antes de que existieran los Olímpicos.


El abuelo de Pyrene, Túbal, le contaba cuando era niña que
 de la unión del Dios Padre del Cielo, Urano, con la Diosa Madre de la Tierra, Gea o Gaia , habían salido, en primer lugar, los siete Demiurgos planetarios que a todo dieron caráctes con la emanación de sus siete rayos, después, los Titanes del cielo, de la tierra y del mar. Todos aquellos seres eran emanaciones o aspectos del Único, más simples o más complejos.

Gea  gobernó el universo con el amor, el rigor y la armonía con que una madre gobierna su hogar, durante miles de siglos. Sus primeros hijos eran espirituales y puros, y se quedaron habitando, hasta hoy, las dimensiones más sutiles de nuestro mundo, dedicados a crear arquetipos para el desarrollo evolutivo del planeta. 
La segunda generación tenía cuerpos etéricos, porque sus seres eran puras energías, que vitalizaron los mundos elementales  de un planeta ainda demasiado convulsionado para permitir la supervivencia de otro tipo de cuerpos.
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La tercera fue la de los titanes, ya encarnandoen invólucros de carne y huesos, y que acabaron diferenciándose en dos sexos complementarios, como los de los hombres y mujeres que hoy conocemos, aunque eran muchísimo más altos, fuertes y dotados de grandes poderes.
Contando con la ayuda y guía de los más avanzados espíritus que había producido el ciclo evolutivo anterior, a lo largo de muchísimos milenios fueron capaces de ir desarrollando  una espléndida civilización mundial, pero, como todas las civilizaciones, vieron llegar su corrupción después de su cénit al trastocarse los valores e imperar  el vicio y la magia negra, lo que también afectó a Urano, para gran desagrado de Gea.
Pasó el tiempo y la decadencia y la degeneración aumentaban. Urano, perdida su conexión con la Fuente y obsesionado por la lujuria, ya sólo era capaz de engendrar monstruosos gigantes centímanos y cíclopes bien rudos en el sufrido vientre, siempre virgen y fecundo de la Diosa. Cuando ella protestó y lo rechazó, él se volvió tiránico, encerró a sus horribles hijos en lo profundo del Tártaro y la forzaba cada vez más, para poder seguir descargando en ella su envilecido deseo.

La Madre del Mundo llamó entonces en su auxilio a su más querido hijo, Crono, quien, apoyado por los otros titanes, puso fin al tiempo de su padre mutilando su poder generador con una hoz y sentando el inicio de una Nueva Era en la que reinó en compañía de Rea, el aspecto ninfa de Gea, que formó los cinco Dáctilos con los dedos de su nuevo esposo para que la sirviesen, y los hizo guardianes y cronistas de sus Misterios Kabíricos en la montaña sagrada de Samotracia.

Pero el castrado Urano maldijo a Crono, antes de diluirse en el éter y el olvido, con la profecía de que también uno de sus hijos le destronaría. Así que, muy pronto, los remordimientos y el temor lo enloquecieron y acabó  degenerando como su padre: devoraba a sus hijos en cuanto Rea los daba a luz.
Engulló a Hestia, Démeter, Hera, Hades y Poseidón. Eso lo aficionó a la sangre y comenzó a exigir sacrificios humanos a sus súbditos, que sus sacerdotes, ocultos tras espantosas máscaras gorgónicas, realizaban a docenas en lo alto de pirámides escalonadas, con el pretexto de que si no se alimentaba con sangre humana a los dioses, éstos no podrían sostener la continuidad de la vida en el mundo.

Rea, horrorizada, decidió acabar con aquello y lo engañó, dándole a tragar una piedra envuelta en pañales en lugar de su sexto hijo, Zeus, al que crió bien oculto en Creta.

Cuando Zeus se hizo hombre, se enamoró de la titánide Metis, personificación del aspecto sabiduría de la Antigua Diosa, que le aconsejó una argucia: tras conseguir que su madre le nombrara copero de Crono, le administró una pócima que le hizo que vomitar a todos sus hermanos, quienes, como eran inmortales, salieron ya adultos de su vientre, detrás de la piedra del engaño.

Entonces escaparon todos juntos, atrincherándose en una alta montaña llamada el Olimpo, donde consiguieron, con el tiempo, que se les fuera uniendo un pequeño ejército formado por los cíclopes y los gigantes de cien manos a quienes liberaron del Tártaro y por todos aquellos que estaban hartos de la locura de Crono, e iniciaron contra él una guerra despiadada, como todas las guerras civiles, que duró muchísimos años, ya que la mayoría de los titanes le seguían siendo fieles.

Los dirigentes Crónidas, todos ellos bastante viejos y decadentes, buscaron entre sus nietos un caudillo joven que oponer a los Olímpicos, y lo fueron a encontrar en la persona de un hijo bastardo que había engendrado Poseidón, hermano mayor de Zeus, cuando recién liberado: el fortísimo Atlas o Atlante. Atlas tenía una explosiva mezcla de orgulloso amor y de resentido odio a Poseidón, quien había forzado a su madre, la ninfa Clímene, hija de Helios, arrebatándosela a su esposo, el titán Jáfet o Jápeto, un corazón noble que, a pesar de todo, crió a Atlas como si fuese uno más de sus tres hijos legítimos con ella, sin hacer la menor diferencia. 
Tras sus primeras victorias sobre los rebeldes, Crono colmó de honores y riquezas a Atlas para asegurarse su lealtad, haciéndole emperador del más evolucionado país de la superficie de la Tierra, el Continente Oceánico, que, desde entonces, pasó a llamarse La Atlántida.

Este bello y gran reino, situado en un archipiélago ante lo que hoy son los litorales occidentales de Iberia y el norte de África, verde jardín mimado por los dioses, estaba habitado desde los tiempos más antiguos por los hijos de los titanes de la Luna y del Mar más sabios y más fieles, a quienes Urano primero y Crono después, habían enseñado a dominar las leyes naturales de tal manera que, cuando el resto del mundo apenas sabía vivir de otra cosa que de la caza y de frutos silvestres, ellos ya podían servirse de la energía de los elementos y de técnicas agrícolas que, partiendo de semillas seleccionadas y perfeccionadas, producían enormes cosechas de cereales y frutas sobre campos sabiamente cultivados y fertilizados por grandes cadenas espirales de canales de riego. Habían domesticado con su magia, también antes que nadie, a numerosas especies de animales, y poseían grandes rebaños de vacas, de caballos y hasta de elefantes de razas mejoradas, a los que usaban para construir grandes edificios.
Además desarrollaron la metalurgia y la navegación a vela y sabían desplazarse a bordo de sus naves a enormes distancias, teniendo muchas colonias tanto hacia el Oeste, por donde se pasaba de una isla a otra, Aliba, Sarpedona, Melousa, las Pontion y las Antilias, hasta un continente, rico en minas, que había en el remoto Occidente... como hacia el Este, en las tres Hesperias. La Gran Isla alargada de Atlán o Poseidonis, donde se encontraba la capital, estaba en el centro de un enorme golfo, formado polos bordes peninsulares de la actual costa suroeste de Iberia (llamados la Hesperia Branca o Erytia, que entonces penetraban mucho más en el océano), donde el emperador Atlante había entronizado a su hijo Gádir. Su prestigio cultural y su culto al tótem del toro influenció a los ligures que vivían en ella desde mucho antes de que mezclas con otras emigraciones de pueblos pelasgos hicieran que se les conociese como íberos.
                       
Los Ligures eran los habitantes más antiguos de Europa y se extendían, por el sur del continente, alrededor de un gran lago de agua dulce, llamado Piélago,  que había en el centro de lo que hoy es el Mediterráneo Occidental. Llegaba hasta el pie de los Alpes y los Apeninos y a través del norte de África, en aquel entonces limitado al sur por el Mar del Sahara, estrechándose hasta cerca de Egipto y, con una prolongación de pequeños lagos conectados, hacia la tierra de Canaán.
       
Al este de la actual  Grecia desembocaba el gran río que hacía descender desde el norte las aguas sobrantes del mar Negro (entonces llamado Gran Lago del Cáucaso), que se juntaban allí con las del Nilo, ya que las costas egipcias y fenicias estaban mucho más próximas a Creta de lo que están ahora.

Gracias a su sabiduría conectada a la raíz, la rica civilización atlántida había ido creciendo y creciendo, hasta poblar completamente todo su territorio insular, de tal manera que utilizaron sus grandes conocimientos y poderes tecnológicos para construir puentes y diques y extender su patria durante varios siglos, ganándole terreno al mar. Todo un sistema de grandes rocas movibles colocadas por los sabios en los lugares adecuados regulaban la lluvia o la sequía, si dirigidas hacia arriba o hacia el suelo, manteniendo estable el subsuelo del país, sin que le afectaran demasiado los terremotos o las erupciones volcánicas que, en otros tiempos, habían producido periódicamente grandes cataclismos, de hecho, la Atlántida había sido el mayor de los continentes durante miles de años, después se había hundido restando dos grandes islas, Ruta y Daytia, y gran parte de ellas ya había desaparecido en otra catástrofe cíclica.  El archipiélago  que rodeaba a Poseidonis era  una parte ínfima de lo que Atlántida había sido durante la Era de los Titanes.

A lo largo de cientos de milenios, aquella cultura en continuo perfeccionamiento fue construyendo un mundo modélico, un verdadero paraíso, llamado antiguamente el Adama y luego Adán, Atlán o Atlantis. Sabios de muchas tribus y naciones emprendían el larguísimo viaje hacia el extremo Occidente en busca del conocimiento de los titanes. La ruta principal atravesaba todo el norte de Iberia hasta el océano. Allí estaba el principal puerto de intercambio entre ellos y los ligures. Era fácil comerciar, pero sólo a los extranjeros de mucho mérito les permitían embarcarse hacia sus bienaventuradas islas. Los que regresaban de allí se convirtieron en maestros iniciadores de sus pueblos a la agricultura, la ganadería, la metalurgia, la construcción, la medicina y a muchas artes y ciencias más.

Pero, como a todas las grandes naciones, también les llegó el día a los Adámicos,  en que, demasiado ricos, empezaron a hablar de sus principales valores, disciplina social y virtudes peculiares como rígidas severidades y moral propia del pasado. Relajada la disciplina cívica y la conexión con el Espíritu que cuida de todos, los altos saberes de Atlán, utilizados egoisticamente, se convirtieron en destructiva Magia Negra, lo cual se simbolizó por la apertura de la Caja de Pandora... Un golpe de estado dirigido por las Fuerzas Involutivas obligó a desterrarse al Emperador Legítimo y a todos los Guardianes y Vigilantes de “las Manzanas de Oro del Árbol del Conocimiento de los Bienaventurados”, es decir, al cuerpo de Iniciados de la Logia Blanca que se mantenía focalizado en la realización del arquetipo evolutivo de la Cuarta Raza-Raíz y bien ligados con los Maestros Suprafísicos que les transmitían y actualizaban el Plano Divino. Los Iniciados Fueron sustituidos por una logia negra de hechiceros.
Desde aquel día el poder imperial se convirtió en vana y tiránica soberbia y su impulso constructivo en sensualidad, ambición y decadencia, que fue empeorando a medida en que las nuevas generaciones huían cada vez más de la fe y del esfuerzo y se entregaban a la satisfacción hedonista de los cuerpos inferiores, al consumo por el consumo y al escepticismo egolátrico. Los antiguos Iniciados que no fueron asesinados tuvieron que emigrar lejos con sus parientes y seguidores.  
La clase dominante de sus reinos, cada vez más llegaba al poder mediante la intriga, el fraude a las leyes y el asesinato, y vino el momento en que ya no podía generar más puestos de trabajo, ni sufragar servicios sociales, ni aumentar el enorme y estéril aparato de funcionarios parásitos que vivían de los impuestos de los pocos que producían riqueza real y de las colonias sojuzgadas. La depresión general era inevitable.

Entonces, para ocultar a los ciudadanos la corrupción que estaba acabando con su imperio, anticipándose a la inevitable revuelta que iba a desencadenar el malestar general, el Emperador Negro se lanzó a toda una serie de aventuras exteriores de conquista de países circundantes, que realmente no eran necesarias, pero que servían para mantener la vitalidad de los degenerados dioses titánicos (mediante magia negra, ofrendándoles sangre de prisioneros), también para mantener fieles a los generales ante la posibilidad del botín, para dilapidar el tesoro público en armamento destructor o en obras de reconstrucción, con gran ganancia de los políticos intermediarios, y para imponer un férreo control al pueblo, a base de restringir las libertades ciudadanas, aplicando censura y la disciplina militar a las voces críticas y a los disidentes del sistema, a quienes se tachaba, como siempre, de antipatriotas.
Fue así como, mientras en la dimensión de los dioses luchaban Crónidas y Olímpicos, los hombres eran utilizados por éstos como peones de juego en su combate sobre la dimensión física. Inspirados por Crono, los atlantes planearon apoderarse por un lado, de Egipto, Fenicia y Siria (plataformas previas hacia el dominio de la rica Mesopotamia) y por otro, del resto de Iberia, Galia, Italia, Creta y Grecia, que por entonces ni se llamaban así, ni eran territorios áridos de recortado litoral en medio de un mar interior, como ahora, sino unos enormes valles salvajes, bajos y bien regados por enormes ríos, ya procedentes tanto de las montañas del norte donde se habían refugiado los partidarios de Zeus, como del Gran Lago del Cáucaso al Noreste, como del Nilo, por el Sur.
Aquella tremenda cuenca, que acababa derramándose en el enorme Lago Ligur, al este de Iberia, estaba bordeada de unos valles boscosos tan húmedos y fértiles, y bendecida, al tiempo, con un cielo tan soleado, que, si se le aplicase el conocimiento atlante de agricultura, forzando a su población a trabajar en ella con bajos salarios, podría convertirse en el granero del mundo, decían los jerarcas de Poseidonis para manipular a su favor la opinión de los ciudadanos. Sin embargo, en el más alto nivel, se trataba de sitiar a los Olímpicos en su territorio hasta someterlos o eliminarlos, cortando antes las ayudas y suministros que les llegaban del Cercano Oriente.

Concentradas todas sus fuerzas en un solo impulso desde sus bases en el norte de África y en el sur de Iberia, comenzó la invasión en toda regla con una gran flota y en poco tiempo fue el Mediterráneo Occidental y el litoral Egipcio dominado por los Atlantes, quienes construyeron allí grandes pirámides escalonadas para sus cruentos sacrificios humanos al sanguinario Crono, por cuya fama pasa hoy el país del Nilo por ser la más antigua y culta nación del mundo conocido, aunque no eran distintas de las muchas que servían en el archipiélago como lugares de culto. Tan fuertes eran los oceánicos, tan imponentes sus construcciones y de una forma tan cruel trataron a los invadidos que, durante un tiempo, fueron temidos como malvados dioses inmortales por ellos; y ese es aún hoy el significado de la palabra “titán” o “gigante”, que son corrupciones de “Atlán” o de “Atlante” con las que sus enemigos los denominaban.
Los jerarcas oceánicos lo sabían y cultivaban ese temor y esa creencia. Sin embargo, así como dominaron el sur, el cercano oriente y sus islas, y ya se preparaban para asaltar desde allí la Mesopotamia, no se esperaban la terrible resistencia que encontraron en las tribus ligures de las zonas salvajes donde hoy están la Iberia septentrional, Italia, Iliria y Grecia, que en aquel tiempo eran las partes montañosas de un solo país continuo, que formaba el margen norte del Lago Ligur.

Comparados con las actuales tribus europeas, por ejemplo, aquellos ancestros suyos no eran más que unos rudos y salvajes cazadores de los bosques, pero puros, fuertes y poseedores de un indomable espíritu de libertad e independencia.
De entre estos pueblos destacaba, por ser el más sabio, guerrero y tenaz, una tribu de la que sus vecinos decían que había sido “creada del barro y agua por el titán desterrado Prometeo, que les había dado la luz de la civilización después de robar para ellos el fuego sagrado de los dioses”, en realidad eran una mezcla de titanes acadianos enemigos de Crono y ligures, a quienes sus mentores atlantes civilizaron lo suficiente como para que pudieran oponerse a los imperialistas de su misma raza. Hoy les podríamos llamar pelasgos arcaicos, o pelasgo-ligures ya que, por influencia de sus maestros caucasianos, aceptaron a Zeus como padre de sus divindades ancestrales, sincretizando así al dios Luc con Hermes y a su diosa Deia con Atenea, amiga, cómplice y protectora de Prometeo. Su sede principal era en un lugar de situación hoy desconocida que habían llamado Adenia, Denia o Atenas en honor a ella. 

Los pelasgo-ligures primitivos no sólo detuvieron el avance atlante en sus pantanos y montañas a base de fuerza moral, heroísmo y espíritu de resistencia, sino que, durante muchas décadas, los atacaron en el mar y por todas sus fronteras sin ayuda de nadie más, aunque luego, a medida que liberaban territorios, fueron uniéndose a los otros luchadores mediterráneos cuyos países habían sido sojuzgados por el imperio, y acabaron expulsando a los invasores de sus conquistas en Europa continental, a base de una terca y desgastante guerra de guerrillas.

Luchadores ligures tales como los de las tribus independientes de Iberia que, no pudiendo resistir el primer empuje de los Atlantes, habían cruzado los Pirineos, entonces mucho más bajos, y se refugiaron en las espesas selvas del Ródano hasta que llegó por allí una flotilla de baleáricos del lago Ligur, también exiliados por el avance de la flota de los titanes sobre sus islas. Uniéndose, construyeron embarcaciones para todos y llegaron hasta Cerdeña, pasando de allí a Italia, donde se juntaron a los helenos de la primera Adenia-Atenas y les ayudaron  a capturar al abordaje varios barcos enemigos, para después tomar Creta con ellos, y más barcos.
Gracias a aquel importante refuerzo naval inesperado y con los íberos, que conocían bien a los atlantes, haciéndose pasar por ellos, los pelasgo-ligures pudieron entrar en la fortificada capital de Canaán disfrazados y tomarla por sorpresa, raptando a Europa, Alta Sacerdotisa de la Diosa del Mar, que era hija de Agenor, hijo de Libia  y de Poseidón (o sea un atlante-egipcio al que los titanes habían hecho gobernador de lo que hoy es la tierra de los fenicios). También les arrebataron toda la frota que tenían anclada en Tiro y se la llevaron a Creta.
Esta hazaña fue convertida en símbolo por los bardos en el famoso mito de Zeus, transformado en toro (disfrazado de atlante), llevándose a la bella Europa hasta Creta sobre su lomo, donde el Rey del Olímpo se reconvirtió en águila (o sea, recuperó su verdadera identidad) y la fecundó, engendrando en ella el linaje de Minos, futuro emperador de los mares, el primer "europeo" propiamente dicho, en quien se mezclaban las sangres y las culturas de Atlantis, Egipto, Fenicia, Iberia y los helenos arcaicos.
Creta, que por entonces no era isla, sino una península unida a lo que hoy es el sur de Grecia e Italia, se convirtió en la base principal de operaciones de la flota pelasgo-ligur; los íberos exiliados introdujeron en ella el culto del toro, las danzas de los curetes (las mismas que bailan hoy los tartesios), los rituales laberínticos y muchas otras costumbres (en gran parte procedentes de su largo contacto con los atlantes), que habrían de permanecer en el alma del lugar durante muchas generaciones más.

Por fin, aprovechando que los jerarcas de Atlán estaban demasiado ocupados en sofocar una multitudinaria revuelta interna, un ataque combinado naval y terrestre, desde Creta y Canaán, hizo que los titanes tuvieran que abandonar el rico Egipto primero y replegarse hacia el Oceáno después, tanto por la orilla norte del gran lago Ligur, donde desembocaban los ríos de la cuenca europea, como por su orilla sur, la Libia. El lago estaba separado del océano por un istmo de montañas que venían desde el Sur de Iberia hasta el Atlas y que marcaba las fronteras del Imperio Atlánte propiamente dicho.
Por tres veces durante muchos años, los pelaqsgoo-ligures, que habían ido asimilando muchos de los conocimientos de sus decadentes enemigos (lo cual disgustó a Zeus, que empezó a tener celos de ellos y hasta mandó encadenar a Prometeo, su iniciador) intentaron penetrar las fronteras del imperio, pero, aunque en principio consiguieron grandes victorias, la superioridad numérica y los recursos de Atlantis eran tan grandes, que los ejércitos insulares acababan siempre desembarcando en Iberia o la Libia Occidental y recuperando las posiciones conquistadas.
Sin embargo, la última vez que lo hicieron, el caudillo ateniense, un tal Alceo, o Alción, decidió avanzar por tierra y con la flota, rodeándolos en forma de tenaza por el norte de Iberia y por Mauritania, con lo que pretendía embolsarlos y tomar los puertos de donde les llegaban refuerzos y vituallas. La maniobra dio buen resultado, la expedición de desembarco atlante fue rodeada, bloqueada y sitiada por hambre, hasta que no le quedó más remedio que rendirse; los puertos de la Hesperia Blanca fueron tomados y, desde ellos, se rechazaron todas las sucesivas invasiones que el cada vez más decadente imperio tuvo ánimo de intentar.  El Mediterráneo se convirtió en un mar ligur.

En los tiempos que se siguieron, los emperadores Atlantes estuvieron concentrados en luchar contra sus opositores dentro de su  mismo territorio. 

 Así  que ya no tuvieron más oportunidades para dedicarse a aventuras exteriores.

A guerra interna por el puro  poder egoico,  guerra espantosa de magos como el mundo jamais vió, se generalizó de tal manera en una raza tan apasionada, que las poucas personas de buena voluntad y positiva evolución mental que quedaban en la Isla de Poseidonis acabaron uniéndose y  saliendo ocultamente en migraciones pacíficas dirigidas a distantes partes do mundo.


 Finalmente, el odio entre las facciones enemigas acabó ultrapasando qualquer limite de prudencia en la utilización de todo tipo de recursos  que la magia negra –que ellos llamavam Ciencia- inventó para que los hombres se exterminaran mutuamente. Recurriendo a la manipulación de catastróficas mudanzas climáticas, a la provocación artificial de terremotos, a la  contaminação sistemática de grandes territorios… con lo que acabaron por destruir el delicado equilibrio que mantiene estables las placas tectónicas que conforman los continentes.

 En un solo día y una noche terrible, una antigua falla sísmica que había al pie del istmo que unía Iberia con el norte de África, se abrió como una tela que se rasga y se elevó la placa tectónica,  provocando que las aguas barrieran todo el  archipiélago de Atland hacia occidente. Al llegar al otro lado del Océano, la ola devastadora volvió  en sentido inverso. Su multiplicado peso chocó contra la barrera de montañas, hizo bascular la placa de nuevo, y así una vez más, hundiéndose todo el litoral occidental de Iberia mientras se elevaba el oriental y los Pirineos, hasta que se cortó y se derrumbó definitivamente el istmo y, con él, desaparecieron las tres Hesperias y todas las arrasadas tierras atlánticas.
El mundo se conmovió cuando las aguas del océano, por Occidente, y las del Mar Negro, que entonces era un lago, invadieron, en una aplastante cascada de doscientos metros de altura, el lago Ligur y la cuenca entera del gran valle del sur de Europa. También se vació en él y en el Océano todo el Mar del Sáhara, quedando convertido en un desierto. Toda la flota y los puertos pelasgo-ligures fue tragado por las gigantescas olas, igual que sus enemigos, extendiéndose las rugientes aguas y formándose lo que ahora se llama el mar Mediterráneo.
Muchas naciones desaparecieron por completo y quienes consiguieron sobrevivir en las cumbres de las más altas montañas, que ahora eran archipiélagos de islas, volvieron al primitivismo. El sonoro y exacto idioma Atlánico o Adámico, que servía como lengua franca para la comunicación universal, se escindió y corrompió en la multitud de lenguas que hoy separan a los hombres. Sólo las pirámides  construídas en Egipto quedaron en pie, para testificar que en el pasado había existido una tan soberbia y avanzada civilización.          
Sin embargo a pesar de que el cataclismo segó la vida de una gran parte de la humanidad y toda su cultura, en la dimensión de los dioses, los Olímpicos, mentores de la Quinta Raza naciente,  habían triunfado plenamente sobre los Titanes de la Cuarta. Una nueva era comenzaba, para la mezcla superviviente de ambas facciones.
De todo el gran pueblo de la Atlántida o de sus vecinos, sólo se salvaron rústicos montañeses o aquellas personas más cultas que, en el momento del hundimiento, se hallaban a bordo de naves en el océano, lejos del centro del cataclismo o en las márgenes del lago Ligur y que fueron capaces de arrostrar las primeras oleadas devastadoras de los maremotos y soportar el hambre y la sed que llegaron después, durante muchos días, hasta que consiguieron desembarcar en la cumbre de alguna montaña, ahora convertida definitivamente en isla.

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