sexta-feira, 9 de setembro de 2011

54- DONNON

DONNON


Anónimo Anónimo

Poco después, el camino desembocó ante un claro y una vivienda totalmente integrada en la naturaleza, que consistía en un largo hueco practicado en el costado de la montaña, el cual se había cerrado por el frente con un muro de piedras, sin otras aberturas que una puerta y un hueco alto por donde pasaba la luz.
Orfeo gritó: -¡Donnon!-, pero nadie apareció. Asomándose, vio que la amplia estancia estaba vacía. Entonces se dio cuenta de que había un cencerro de cobre junto a la puerta y lo hizo sonar tres veces.
Alguien dio un par de voces a lo lejos y al cabo de poco rato, un hombre de unos sesenta y tantos años vestido con toscas pieles de cabra apareció entre los árboles portando un balde de agua en cada brazo. Los dejó en el suelo y vino a saludar a Orfeo. En cuanto intercambiaron sus nombres, el bardo se quedó sorprendido al comprobar que el tal Donnon hablaba bastante griego como para mantener un cierto nivel de conversación.
-¿Dónde lo aprendiste?
-En la escuela del camino, viajando... -respondió Donnon con una sonrisa mientras servía a su visitante un cuenco de agua fresca-. Hablo mal media docena de idiomas y muchos dialectos.
-Tengo que recorrer el Laberinto - fue Orfeo directamente a lo que le interesaba-. Un pescador me mandó a ti. ¿Podrías ayudarme?
-¿Ayudarte a qué? -dijo él con un gesto ambiguo- Cualquiera puede recorrer ese laberinto, es sólo caminar por sus senderos, muchos de los viajeros que llegan aquí lo hacen, se asoman a los acantilados, disfrutan del paisaje y luego se van... ¿para qué quieres recorrerlo?
-Es una larga y extraña historia... -respondió Orfeo.
-Me encantan las historias largas y extrañas, ilustre huésped, ponte cómodo, siéntete en tu casa, descansa, permíteme que yo haga un par de trabajos que tengo que hacer y luego quédate a desayunar conmigo y me la cuentas.

Después de un sencillo pero sabroso segundo desayuno, Orfeo contó a lo que venía al Fin del Mundo, su viaje, su sueño y en él, la contestación que habían dado los espíritus que entraban o salían por las bocas del Hades a su petición de que lo llevaran con ellos: “Recorre hasta el final tu laberinto”
Cuando terminó, Donnon, que había escuchado a plena atención, no parecía demasiado extrañado, como si escuchara historias semejantes cada día. Orfeo, interrogante, lo miró y esperó.
-A mí me parece que ese, “tu laberinto” -comenzó a decir-, se refiere al laberinto de los caminos que caminaste en tu vida. Y pienso que es claro que no serás admitido, ni tú ni nadie, en el Mundo de los Muertos, hasta que lo hayas recorrido hasta el final. Cada uno de nosotros tiene marcado su tiempo de vida y de aprendizaje, antes de que pueda cambiar de dimensión. Cuando hayas aprendido todo cuanto has venido a aprender a esta escuela que es la vida, cuando hayas hecho aquello que viniste a hacer, se cortará el hilo de tu manifestación y podrás reunirte con tu amada donde ella se encuentra ahora. Eso es lo natural.
-Pero yo no quiero esperar tanto... -respondió Orfeo con pasión- Yo quiero reunirme con Eurídice ya.
-Aquí hay unos magníficos acantilados para tirarse por ellos, como ya percibiste en tu sueño -dijo Donnon con esa ironía incisiva con la que los galaicos, de vez en cuando, parecían quebrar las nieblas de su afable suavidad-. Pero es muy posible que, igual que en él, tus dioses no te permitan acceder, a causa del suicidio, al nivel en el que se encuentra tu mujer... sino tal vez a otro, muy inferior, donde se te haga considerar durante bastante tiempo y a través de un cierto sufrimiento, que eso de tratar de adelantarse al propio destino por la vía de la autodestrucción sólo porque echas de menos a tu esposa, es una falta de respeto al destino, a la vida, a tu esposa y a tí mismo.
-Comprendido -reconoció el bardo, impaciente- ¿Para qué es, entonces, ese laberinto que hay trazado en el monte?
-Eso es un sendero de reflexión y de meditación sobre las ocho etapas de la vida... -contestó Donnon- Está dividido en ciento diez estaciones que muestran como desarrollar ordenadamente las fuerzas con las que nacemos y cómo pulir nuestras emociones más bajas, convirtiendo nuestros deseos ignorantes, imposibles de satisfacer, en deseos de alcanzar comprensión y sabiduría, los únicos capaces de unificar nuestra pequeña voluntad con la del Cosmos, con lo que cualquier pensamiento se hace realizable, a lo largo de un camino que va desde la Potencialidad hasta la Maestría...
-¿Y quién lo trazó?
-Unos dicen que ha estado ahí desde que se formó el mundo, acompañando a ese paisaje que a tí te parecen las bocas del Infierno y que quizás lo sean (aunque yo creo que el cielo y el infierno sólo residen en el interior de cada hombre, y que toman la forma, ante él, que les da su propia cultura simbólica y su imaginación)... Otros cuentan que lo trazó un gigante que venía de una gran isla que se hundió en medio del Océano, para resumir en ese monumento la sabiduría de su raza y que no se perdiera... -siguió el viejo levantándose-... En cualquier caso, es muy antiguo y, varias veces a lo largo de muchos siglos, los tojos del monte lo han cubierto hasta hacerlo invisible... lo que seguro que volverá a suceder algún día. Pero siempre acaba llegando por aquí un peregrino visionario que lo sueña, lo redescubre, limpia de nuevo de maleza los senderos, las inscripciones y las esculturas y lo pone a disposición de aquellos a quienes les da por recorrerlo. El último que lo redescubrió fue mi instructor.
-¿Tu instructor?
-Sí, se llamaba Jaun y había nacido en algún lugar de los Pirineos. Entró desde muy joven como aprendiz en una Fraternidad de Constructores Sagrados que operaba sobre todo el Camino de las Estrellas.
-Constructores Sagrados?... Pero yo había entendido que los íberos no construían templos -dijo Orfeo.
-Hombre, templos, lo que los griegos llaman templos... no se suelen construir en Oestrymnis, aunque aquí en las Altas Aras hay uno, que en realidad se levantó por causa del tráfico marítimo con fenicios y griegos, aprovechando lo que quedaba de una gran galería dolménica de épocas muy antiguas. Pero sí se construyen en otras partes de Iberia, sobre todo en Levante y el Sur, donde hay más influencia mediterránea. Sin embargo, lo que más le interesaba a mi instructor no era levantar templos cerrados con estatuas, al estilo oriental, sino algo que en Oestrymnis llamamos “németon”.
-¿Németon? ¿Y qué es eso?
-Para la mentalidad de los Gal y de muchos otros pueblos de este país, toda la tierra es sagrada y los seres humanos somos parte de ella y de su sacralidad. Sin embargo, hay espacios naturales a cielo abierto y muy amplios, montañas, bosques, fuentes, cascadas, lagos, islas, promontorios, playas, que, por su evidente grandeza o su belleza, se convierten en espejos de la grandeza o belleza que los hombres adivinan en su propio interior. Conmueven nuestra sensibilidad y por eso son ideales para meditar, contemplar y encontrarse. Esos espacios de belleza pura, fuerte o trascendente, se reconocen y se consagran en el sentir de todos como lugares de poder, y las comunidades vecinas tratan de mantenerlos en su pureza original para disfrute de todos.
-También hay montes, ríos y bosques sagrados en Tracia y en Grecia –dijo el bardo, acordándose de Eurídice-. Se suele encomendar su preservación a fraternidades de sacerdotisas-ninfas. Pero ¿para qué una fraternidad de constructores en un país donde no se construyen edificios templarios?
-Porque, a veces –explicó el galaico-, esos espacios se delimitan o se embellecen con el tipo de geometría que tú podrías llamar hermética; aunque no con estatuas de dioses semejantes a hombres lo cual, para nuestro gusto, nos resulta demasiado artificial, sino con muy rústicas obras de piedra cargadas de significación simbólica y profunda, siempre evocadora y cercana a lo que parece creado por la propia naturaleza... y eso es lo que se llama un némed o un németon, un parque sagrado, si quieres llamarlo así. Para nuestros antepasados, que vinieron de países muy lejanos, todo el País del Fin del Mundo que hoy llamamos País de los Gal, especialmente su recortado litoral oeste, era un inmenso németon natural.
-¿Construía, entonces, parques sagrados tu instructor? -preguntó Orfeo.
            -Sí, y también muchas otras cosas: a lo largo de su vida Jaun colaboró en edificar muchos parques e instalaciones sagradas, o en reformar u ornar oratorios, aras, dólmenes, menhires y antiguos lugares de poder... y fue ascendiendo por los distintos grados de su oficio. Pero, para llegar a Arquitecto (y estamos hablando de Arquitectura Sagrada)... tenía que pasar por un precepto de su fraternidad, que consistía en peregrinar hasta el Fin del Mundo, enterrar allí al hombre viejo y regresar como un hombre nuevo.
            -¿Por qué ese precepto para ser arquitecto?
            -Por un lado –siguió explicando Donnon-, el país de los Gal, abundante en granitos de la mejor calidad, es el paraíso soñado por cualquier constructor que utilice la piedra. Por otro, la ruta que viene hacia aquí es una ruta tradicional y milenaria para adquirir conocimiento. Además, los dirigentes de aquella fraternidad decían que nadie puede edificar o reformar un auténtico templo exterior como es debido, si antes no aprendió a reformar o reedificar su propio templo interior, la morada habitual de su espíritu... así que Jaun emprendió su peregrinación por el camino por donde tú has venido, que es poderoso porque está cargado con los anhelos y con las experiencias de miles y miles de peregrinos durante muchos siglos... y el camino fue agudizando su sensibilidad y su conexión consigo mismo.
            Cuando por fin llegó al mar –continuó- en la villa de Noela o Noia, que está un poco más al sur de aquí, tuvo que cumplir con otro rito de su fraternidad, que consistía en una muerte simbólica. Es decir, tenía que pasar una noche en la necrópolis del pueblo, dentro de un sepulcro de piedra que cada aspirante a arquitecto labraba antes por sí mismo. Jaun meditó muchas cosas durante los días en que lo estuvo labrando y más todavía la noche que se acostó en él y cerró la tapa. Y también tuvo, como tú, un sueño: un sueño en el que se le aparecía un laberinto en forma de ocho, sobre una montaña que miraba al mar.

            Al día siguiente salió del sepulcro y grabó su marca de cantero en la lápida, que era una espiral perfecta terminada en una pata de oca. Luego se fue a entregar su memoria del pasado a la Diosa del Mar, entrando desnudo en ella y dejando que le pasaran por encima nueve olas, como los nueve meses en los que se gesta un cuerpo humano, sintiéndose un hombre nuevo cuando regresó a la playa.

             Con aquello quedaban cumplidos los preceptos rituales de su hermandad y Jaun ya podía regresar, pero todavía no lo hizo. Se dedicó a explorar los cabos que miraban al mar, buscando el laberinto que había visto en sueños. No lo encontró en los promontorios y montes que encerraban la bahía de Noela, a pesar de que estaban llenos de monumentos de piedra realizados en épocas antiquísimas; incluso se contaba allí la leyenda de un superviviente del hundimiento de la Isla del Edén que había desembarcado en el monte y cuya nieta fundara la villa.
            Siguió entonces buscando por todos los cabos que había más al sur y, por fin, en uno de ellos que miraba a unas islas que cerraban la ría, descubrió un pequeño laberinto grabado en la roca, casi oculto por las malezas. Jaun limpió bien la zona y lo dejó al descubierto. Pero no era un laberinto de doble voluta, como el de su sueño, sino simple, a base de círculos concéntricos, con un camino que llegaba hasta el centro... Lo dibujó y aún estuvo buscando más por la zona, pero nada halló salvo repeticiones o antiguas cazoletas cuya función no supo explicarse. Finalmente regresó junto a su Fraternidad, recibió el grado de Arquitecto y durante varios años estuvo dirigiendo la construcción de varios nemetones a lo largo de las zonas orientales de la Ruta Sagrada.
Nunca pudo olvidar su iniciación y se pasaba el tiempo libre dibujando y dibujando ambos laberintos, el descubierto y el que había visto en sueños. Sus dibujos acabaron dándole una serie de inspiraciones e informaciones preciosas, con las cuales enriqueció sus conocimientos de arquitecto y sentó un nuevo estilo que, sin embargo, no desentonaba de los estilos templarios anteriores.

El día en que cumplió cincuenta y tres años, habiendo justo rematado las obras de su última instalación sagrada en la cumbre de un monte, Jaun se despidió de sus compañeros y peregrinó de nuevo a pie hasta Noela. Esta vez buscó a fondo por cabos y montañas, pero no encontró nada nuevo. Siguió después más al norte y acabó llegando a esta playa. En cuanto la vio, la reconoció, a pesar de que la montaña estaba cubierta de matojos espinosos y nadie le prestaba la menor atención. Ni siquiera subían a por forraje o leña, que abundaba más abajo.
Yo había nacido aquí -siguió Donnon- y me contrató, junto a otros dos muchachos, para que le ayudásemos a limpiar de espinos el monte. Cuando lo hicimos, el Sendero Laberinto, las treinta y cuatro esculturas que marcaban sus estaciones principales y las setenta y seis rocas con petroglifos inscritos, que señalaban las estaciones secundarias del Camino Evolutivo, aparecieron claramente ante nosotros... y también se hicieron visibles para todo el pueblo.

            Ahí estalló la polémica: todo el mundo hablaba del laberinto, unos a favor, otros en contra, por motivos de todo tipo o por puro capricho; algunos ancianos recordaban haber oído contar a sus abuelos que había un tesoro enterrado en aquel monte, aunque nunca pensaron que sería un tesoro de sabiduría. Otros decían que les daba mal agüero ver desde sus casas aquel gran signo, que podía tener que ver con cosas de paganos, supersticiones y brujerías de los antiguos habitantes bárbaros y atrasados del Cabo, vestigios suyos que no era conveniente que volvieran a la luz, ya que para eso los habían conquistado, civilizado y dirigido hacia la verdadera fe nuestros antepasados.
Unos cuantos decían que el tal Jaun, un extranjero, había construido aquello por vanidad, por afán de notoriedad, sin pedirle su permiso a los nativos. Cuando los otros muchachos y yo asegurábamos que no, que todo eso estaba de verdad debajo de los tojos, pocos nos creían y muchos preferían suponer que éramos cómplices a sueldo del arquitecto.

Finalmente el Consejo del pueblo nos hizo comparecer a todos ante él y juzgó el caso, preguntándole a Jaun las razones que le habían movido a construir, reconstruir o poner al descubierto aquella forma tan aparente, que hacía perder al paisaje del pueblo su aspecto de “toda la vida”. Cuando el forastero habló de que lo había visto en sueños y que no pudo dejar de pensar en ello hasta descubrirlo y exponerlo, nadie quedó convencido con esa sencilla explicación de la verdad; sospechaban que bajo ella se ocultaban propósitos inconfesables... Jaun fue expulsado de la comarca y se le ordenó que no regresara más. A nosotros nos ordenaron que volviésemos a cubrir el sendero con los tojos que habíamos cortado y que ya estaban secos.
Así lo hicimos y nadie nos pagó por nuestro trabajo de hacer regresar al monte a su imagen acostumbrada. Pero cuando la primera tempestad, que aquí son frecuentes, se llevó los tojos secos y dejó al descubierto el sendero, ninguno de los que antes habían protestado quiso tomarse la molestia de subir a cubrirlo, ya que confiaban en que el rápido crecimiento natural de los tojos en esta tierra tan húmeda lo ocultaría muy pronto.
Sin embargo, algunos de los peregrinos que acababan su peregrinación en el faro, subieron a las Aras Altas y descubrieron el laberinto desde allí. A partir de eso, hubo comentarios y muchos otros peregrinos empezaron a patrullar sus senderos, lo que impedía que fuesen nuevamente cubiertos por los tojos. Al cabo de un año, llegaban los peregrinos al poblado de los nerios y, antes de preguntar por el faro, ya estaban queriendo saber donde podían encontrar “el Laberinto del Fin del Mundo”. Uno de los muchachos que había trabajado para Jaun y yo mismo empezamos a guiar a los peregrinos al laberinto, con lo cual nos ganábamos algo y, cuando nos preguntaban lo que significaban aquellas esculturas y signos, hablábamos de serpientes y dragones e inventábamos historias fantásticas que, repetidas por muchas otras bocas, se convertían en más fantásticas y absurdas todavía.

Por fin, un día, yo me decidí a salir de mi pueblo y a conocer el mundo, aprovechando la amistosa compañía de algunos peregrinos que regresaban a su tierra. Cuando andaba con ellos por la parte de los Pirineos, me quedé impresionado por un circuito de menhires en forma de laberinto que ornaba el centro de un németon en el claro de un tupido y antiguo robledal al borde del camino. Pregunté quien había hecho aquello, y me dijeron que el maestro Jaun y que representaba las estaciones del aprendizaje profundo del hombre en su caminar por la vida. Sólo tres años después pude encontrar de nuevo al arquitecto.
Estaba construyendo otra instalación sagrada, compuesta por galerías cubiertas, senderos y parques, en un punto donde confluyen los senderos que vienen de toda parte al Camino de las Estrellas y donde casi comienzan las llanuras del norte. Llegué en una época en la que estaban contratando obreros, me presenté, le recordé quien era y me aceptó con cariño. Trabajé con él más de tres años y fue mi maestro y quien me recomendó a la Fraternidad de Constructores, en la que conseguí alcanzar los dos primeros grados del oficio.
Jaun introdujo el laberinto en su instalación cuando diseñó los jardines del claustro, que es un lugar de meditación al aire libre. En aquella parte de la obra yo fui su principal ayudante y así fue como se convirtió en mi instructor, mostrándome el sentido profundo de las estaciones, que no tenía nada que ver con las bobadas que nosotros les habíamos estado relatando a los peregrinos. Jaun tuvo un especial cuidado en instruirme debidamente, pues decía que algún día volvería al Extremo Occidente y serviría de guía a los peregrinos.
Pero cuando acabó aquella obra yo seguí recorriendo el mundo en un continuo vagar que mi alma me pedía, llegando incluso hasta Grecia y Egipto; aprendí un poco de griego y muchas otras lenguas, me las ingenié de mil maneras diferentes para ganarme la vida sin perder mi libertad, me junté a mujeres, me separé... y me interesé en toda parte por las creencias y leyendas de los muchos pueblos que conocía, dándome cuenta de que siempre se contenían las mismas fuerzas esenciales detrás de las diversas formas con que cada tribu adornaba a sus divinidades.
            Un día llegué a una ciudad jonia de Asia Menor, Éfeso, y me sorprendí cuando me dijeron que el monte que la coronaba se llamaba Pión, como aquel otro de mi tierra donde se redescubriera el laberinto. Para entonces ya me había enterado que en griego "Pión" significa, como sabes, "rico". Efectivamente, el de Éfeso era un monte rico porque allí había estado, desde épocas remotas, el templo de Hécate, la Antigua Diosa matriarcal que reinaba en los Infiernos antes de que la sustituyera en el trono el patriarcal Hades. Tratábase de un templo importantísimo y recibía innumerables ofrendas de peregrinos... aunque ya estaban disfrazando a la vieja Hécate de Artemisa, la Luna, que es unha diosa olímpica más conveniente para adaptarse a los nuevos tempos, tú ya sabes.

Nueve años después volví a pasar por el németon donde había trabajado. Me enteré, con tristeza, que el maestro Jaun había muerto y, con más tristeza aún, vi que un nuevo arquitecto, que no pertenecía a la Fraternidad, había destruido el laberinto del claustro, sustituyéndolo por una fuente de piedra adocenada y puramente decorativa, de las que empezaban a ponerse de moda en los claustros y jardines por influencias del país vecino.
Ante aquello, sentí de repente que tenía una misión importante y regresé a mi tierra. Medio laberinto estaba ya tomado por los tojos de nuevo, así como muchas de las rocas en las que estaban inscritas petroglifos, pero aún algunos peregrinos se interesaban por él de vez en cuando y recibían aquellas estúpidas explicaciones sobre su significado, que ahora eran, ya, completamente ininteligibles.
Sin pedirle permiso a nadie, me dediqué a limpiar de nuevo todo el recinto por mí mismo. Como yo era un nativo de esta tribu y como los antiguos miembros del Consejo habían muerto y fueron sustituidos por una nueva generación que siempre tuvo a la vista el sendero de espirales, por lo cual ya les resultaba algo familiar y hasta emblemático de su pueblo, mi iniciativa no sólo no chocó con las fuerzas vivas, sino que hasta fue bien acogida.
Eso me permitió construir esta humilde vivienda en el bosque y cerca del laberinto sin que nadie se opusiera... y empezé a guiar de nuevo a quien se interesaba, esta vez iniciándolos en la verdadera ciencia del laberinto que Jaun me había transmitido y que yo cada vez comprendía más, aplicándola incluso, al seguimiento de mi propia evolución como persona.
Ahora ya no tengo que salir al encuentro de los peregrinos, como antes, sino que vosotros mismos, como tú lo has hecho, me venís a buscar a mi propia casa para que os oriente. Y hasta puedo darme el lujo de escoger, instruyendo con profundidad a las personas en quienes veo un verdadero interés, mientras que despido a los simples curiosos con una explicación más superficial, aunque también es verdadera...


-Si, por lo que te he entendido -dijo Orfeo cuando Donnon terminó de contar su historia-, ese sendero de espirales sirve para ordenar las experiencias vividas y para descubrir cuanto antes el sentido del aprendizaje que cada uno vino a asimilar en su vida y si eso sirve para que los dioses me consideren preparado para cambiar de dimensión y llegar a donde está Eurídice, te ruego que me instruyas con profundidad en el conocimento del laberinto.
-El laberinto no sólo supone un conocimiento –respondió el galaico-, supone además un entrenamiento para ejecutar una acción efectiva. Porque el conocimiento es éstéril si no se aplica a conseguir un objetivo. Tu objetivo, me parece a mí, debería consistir en reunir suficiente poder de convicción y méritos como para que Hades, dentro de ti, escuche tu petición clara de que te sean abiertas las puertas de Lo Profundo, a fin de reencontrarte con tu alma amada.
-Así es también como yo lo veo –dijo el bardo.
-Entonces el laberinto debería servirte para visualizar las etapas anteriores de tu camino vital en las cuales reuniste poder y merecimiento para conseguir un objetivo... y para meditar sobre por qué lo conseguiste o no lo conseguiste, a fin de que puedas ver con claridad cuáles son las maneras de proceder, dentro de tu propia forma de actuar, que te conducen al éxito o al fracaso... o, siendo más concreto, por donde es que se vacía tu fuerza cuando más la necesitas usar.
Orfeo sintió un malestar interior, algo así como un vacío más arriba del estómago.
-Siempre me ha dado miedo analizar las causas de mis fracasos -confesó con cierto esfuerzo-. Creo que me duele remover heridas, eso echa bastante por tierra mi autoestima.
-Si te duele, es porque nunca fueron bien curadas –respondió suavemente Donnon-. Y no se debe ir a librar el Combate Decisivo mientras haya puntos débiles en la propia estructura. Si no refuerzas ahora la torre de tu propia fortaleza interna, la verás dentro de muy poco derrumbarse.
Orfeo se dio cuenta entonces de que, efectivamente, se hallaba ante el Combate Decisivo. El Camino hasta el Fin del Mundo se había acabado, ya estaba ante las Puertas del Infierno y sólo restaba conseguir que se las abrieran o marcharse derrotado.
Bien... Estoy dispuesto a analizar las causas de mis fracasos anteriores –dijo-, a averiguar por dónde se vacía mi energía, a tratar de curar completamente esas heridas, aunque tenga que arrancarles la costra que las protege... y a entrenarme y fortificarme para conseguir lo que quiero... cueste lo que cueste y durante el tiempo que haga falta, ya que tampoco tengo nada más importante que hacer y siento que  mi vida está pasando a toda velocidad... ¿querrás ayudarme?
-Lo has expresado muy bien, Orfeo -respondió Donnon -, claro que te ayudaré un poco... si tú te ayudas a ti mismo un mucho. Descansa y prepárate, porque mañana mismo comenzaremos a recorrer juntos el Laberinto.


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