sábado, 10 de setembro de 2011

62 (7)- VÍSPERA DE LUNA LLENA

VÍSPERA DE LUNA LLENA      

La sacerdotisa se sentía tan excitada aquella tarde, que convino con sus compañeras y con Orfeo pasar esa noche en la casa de huéspedes para disfrutar juntos de la víspera de la Luna Llena, ya que, en la siguiente, se celebraría una gran fiesta dionisíaca junto al río Hebro, que tendría que dirigir en persona.
Tras el anochecer y muy bien arreglada y perfumada, con una cinta de plata ciñendo su frente, consiguió que Orfeo la acompañara a ver la salida de la luna en una acumulación de enormes rocas graníticas que había en un saliente del Rhodope, a corta distancia de la cueva.

Según el disco de Artemis comenzó a asomar rojizo tras las montañas, ella percibió como todas sus potencias femeninas la poseían en una inundación ascendente. Se sintió brillante, hermosa, atractiva, cazadora, hechicera y poderosa, y en el mejor de los escenarios y de los ciclos para ejercer su fascinio. Se concentró en el espejo de la luna, dejó que saliera de sí su magnetismo como un fluido rosado y vaporoso que lo envolviese e impregnase todo en su entorno, e imaginó sensiblemente a Orfeo captado por él, igual que una abeja por el perfume de la flor, tocado en sus instintos, perdiendo el control, avanzando hacia ella, besándola, abrazándola, derritiéndose cálidamente en ella.

Pero transcurrían los minutos y nada de eso ocurría, y salió de su concentración para mirarlo de reojo. Se encontraba en pie, a su lado, paladeando con intensidad la belleza de la luna. Pero sin percatarse o sin querer asumir que la luna se personificaba en ella esta noche para amar al sol en él. Entonces decidió mirarlo directamente.
El bardo recogió la mirada y le hizo una inclinación apreciativa con la cabeza, en la que leyó que se encontraba embriagado por la belleza sagrada del momento y que ella formaba parte de esa belleza como mujer. Esperó anhelante a que avanzara y la tocara, pero no lo hizo, así que le tendió su mano.
            Él dio un corto paso y envolvió en las suyas la mano femenina, su mirada en la de ella durante un largo rato, luego llevó sus dedos a los labios y los besó, con respetuosa dulzura.

Entonces lo miró como si Orfeo fuese su árbol de poder y acarició suavemente su mejilla, llegando apenas con sus dedos a los cabellos. Era el gesto mágico largamente ensayado, imaginado y configurado en el astral, para que el bardo perdiera toda discreción y cayera bajo su encanto. 




Pero, en lugar de eso, él, muy tranquilamente, la tomó por el hombro y la atrajo a su costado, volviendo a mirar hacia la luna, como si quisiera que ella hiciera lo mismo y que todo se quedara en una emoción estética compartida por un par de buenos amigos.


Pasó el tiempo en aquella posición. Pasó tiempo de más. Su magia no surtía efecto, y su entusiasmo se congeló. Se sintió ofendida de que todo se quedase ahí, se separó de él unos pasos y dirigió su cara hacia las rocas, llena de rabia, deseando locamente que él volviera a tocarla para tener un pretexto para rechazarlo, o golpearlo, o abofetearlo, o matarlo. Pero él se quedó donde estaba, en silencio.

Finalmente, se dejó caer sentada en una peña y dio salida a su frustración, permitiendo que unas lágrimas silenciosas se deslizaran por su mejilla. Eso la alivió y rebajó su furor; también conmovió al hombre, que se sentó a su lado, a corta distancia, como queriendo darle compañía y consuelo sin tocarla.



Aguardó a ver si otras lágrimas y un sollozo, esta vez fingidos, producían algún efecto. Él empezó a hablar con mucha dulzura:
           -Aglaonice, tan bella que me duele tu belleza, tan alta mujer, tan artista, tan admirable.
Ella sollozó otra vez.
-Tan querida para mí, tan bellos los días en que me brindas el placer de tu compañía. Gracias por ellos, amiga.

Se sintió mejor, tuvo la esperanza de que las cosas se arreglarían.

-Aglaonice, tan querida, tan deseable... Pero no puedo amarte con todo el ser, como mereces. Mi corazón pertenece por completo a otra mujer.

Se quedó sorprendida, no esperaba eso -¿Qué mujer?-  Preguntó con un gemido.
Él estuvo en silencio un rato. Después dijo: -Mi esposa, Eurídice.

Aglaonice regresó su mirada hacia él, con la boca abierta, extrañada, pero, al mismo tiempo, aliviándose. Orfeo estaba preso de un recuerdo. Una rival muerta no era rival.
-Orfeo, yo comprendo tu amor y tu dolor, pero Eurídice murió hace años.
-No está muerta para mí, sigue muy viva.
-A ella no le hubiera gustado que te quedaras prendido del pasado, Orfeo. Si yo fuese tu esposa y me muriese, no quisiera dejarte esclavo de una obsesión. Te querría ver feliz, rehaciendo tu vida con otra mujer.
-Aglaonice, no puedes comprenderlo, no puedo explicártelo. Ella no está muerta para mí, cada día la amo más.
 

-¡Oh, pobre mío! -se enterneció ella, lo abrazó- ¡Pobre mío!
Él aceptó el abrazo, pero no lo devolvió.
-No digas pobre mío, soy muy feliz con ese amor.

Ella lo abrazó más fuerte. Ahora se sentía muy bien. Orfeo estaba enfermo del alma, ella lo curaría. En muy poco tiempo recuperó toda su seguridad.
Lo miró muy cerca y sonrió, mientras se enjugaba una lágrima.
-Creí que no te gustaba...-, sollozó, pero ya era un sollozo de alegría.
Él la abrazó esta vez con verdadera ternura.
 
-¡Cómo no me ibas a gustar! Gustarías a cualquier hombre, Aglaonice, pero ya te digo lo que siento... Por favor, no dejes de darme tu amistad... Hay otras clases de amor que podemos compartir.
-Siempre te amaré, Orfeo, siempre te amaré, aunque amases a otra. Mi amor por ti no es posesivo. Te amo y basta. Siempre te esperaré.
Él la miró, preocupado. No quería que se comprometiese de esa manera, no quería obsesiones imposibles de satisfacer, pero ya era mucho que se hubiese consolado. Poco más se podía hacer esa noche. Le dio un último abrazo.
La luna ya clareaba alta en el cielo.
-Vámonos a descansar, Aglaonice, empieza a hacer frío, vámonos amiga.

La cogió por el hombro, como para darle calor, y comenzó a caminar a su lado despacio, hacia su campamento. Ella aún tenía la esperanza de que acabaran la noche descansando juntos... aunque no hubiese nada más entre ellos. Pero cuando estuvieron a la vista de la cueva, él soltó su hombro.
-Ya todo el mundo se retiró a dormir; ven, te acompaño hasta la casa de huéspedes.
El sendero estaba claramente iluminado, en muy poco tiempo llegaron a la puerta del cobertizo. Ella aún esperaba algo, pero la despidió con dos besos en las mejillas y una sonrisa dulce. -Buenas noches, amiga querida, que tengas bellos sueños-. Y dio un par de pasos hacia atrás, aunque se quedó mirándola.
No quería decir buenas noches, abrió la puerta del cobertizo y la mantuvo así un momento, como invitándolo sin invitarlo a que la cruzara con ella. Él no se movía. Ella pasó adentro, lentamente, y fue cerrando la puerta muy poco a poco, mirándolo hasta el final.

Se apoyó en la pared de dentro y esperó, pero él no entró. Escuchó sus últimos pasos alejándose. Se sentía enamorada como una quinceañera.

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