quarta-feira, 7 de setembro de 2011

8- MATRIARCADO


MATRIARCADO

Druidesa Anónimo
Mientras la sociedad matriarcal vivió de una manera austera, sencilla y comunitaria, siempre compartiendo, ese sistema fue bastante eficaz: el individuo no significaba nada, apenas una célula de un cuerpo mayor, tal como lo eran las abejas en relación a la colmena. La tribu lo era todo, la Gran Diosa Triple, por sus tres aspectos de creadora, transformadora y destructora, doncella guerrera, matrona ninfa y anciana sabia, luna creciente, llena y menguante, gobernaba el mundo, distribuyendo su gran amor y protección sin reservas entre todos sus hijos.

Las relaciones entre ambos sexos eran bastante igualitarias porque las mujeres sabían gobernar convenciendo o negociando, sin forzar imposiciones, mucho mejor entrenadas, durante milenios de estrecha y muy política vida comunitaria, por el juego de relación comunicativa, colaboradora y diplomática entre ellas, mientras los hombres salían de caza, que era una actividad silenciosa y solitaria, o de grupos que tenían que organizarse jerárquicamente de una manera más rígida, para poder trabajar sobre situaciones de urgencia y riesgo con una estrategia unificada.

Desde muy niña, Eurídice había sido instruída para Sacerdotisa Dríade por su propia madre, que era una Ninfa de alto rango, una gran señora procedente de un ininterrumpido linaje de Dríades que había gobernado Tracia muchas veces, antes de la llegada del patriarcado.  Ella, ante todo, fue su  modelo vivo para desarrollarse  como futura digna hija de la Diosa, que era lo que más llegó a querer ser. Además le fue contando, primero por medio de fábulas para críos y después como una verdadera maestra-amiga, las historias del pasado, el sentido de la honra, del valor y de la prudencia, las costumbres de la tribu y las claves del natural predominio social de la mujer sobre el hombre.
En la civilización, la tierra era de las mujeres, ya que fueron ellas las que, desde hacía milenios, se habían ido encontrando en su actividad recolectora las plantas nutritivas, medicinales y de poder; aprendiendo, tras muchos experimentos traumáticos, a pulir su sensibilidad y a fortalecer sus emociones para utilizar las sustancias mágicas adecuadamente, con lo que conseguían entrar en la pequeña muerte del trance sin perder la consciencia, a fin de viajar por las dimensiones ocultas de la realidad y recibir inspiración, apoyo anímico e instrucciones prácticas para progresar, provenientes de los espíritus que poblaban las múltiples Moradas Dimensionales de la Gran Madre Misericordiosa.
            Las Mónadas o Espíritus individuales de las sacerdotisas  más devotas, aquellas que conseguían una buena comunicación con el invisible Maestro Interno -el masculino interno que moraba en el Alma de cada una- acababan contactando, a través de él, con Los Espíritus Iniciadores, los Ancestros de la Raza y, en su nivel superior, los  Hermanos Mayores de la Humanidad, todos ellos devotos hijos de la Madre Universal , especialmente aquellos de la Rama Lunar,  y muy superiores en poder, consciencia y sabiduría a los mejores de los hombres  comunes que poblaban el mundo, aunque no tenían cuerpos físicos como ellos.
Y les habían enseñado como invocarles a voluntad con el poder del Verbo y a través de la música, las danzas sagradas y otras bebidas visionarias,  lo que acabó convirtiendo a las tribus matriarcales en espacios de cultivo de una alta cultura mística y artística, lo cual estaba en su arquetipo desde que  la Quinta Subraza  fue fundada , a las orillas del mar que antiguamente bañaba la remota Mongolia. Ésta  comunicación telepática con las identidades complementarias más profundas y elevadas de sí mismas en la Unidad del Ser, las habían hecho convertirse, además, en descubridoras, mantenedoras y administradoras de la agricultura, de la medicina, la higiene, la organización y el gobierno de la comunidad.


Por eso era herencia femenina la tierra cultivable, decía la madre de Eurídice: "la tierra es de quien la trabaja".  Las mujeres comunes de aldeas y pueblos la hacían producir, distribuyendo los trabajos individuales y pactando los colectivos, ya que sus actividades eran sedentarias y las de los hombres nómadas. La sucesión era matrilineal, los hijos eran propiedad y mano de obra al servicio de la madre, que se pasaba veinte años de su vida embarazada, pariendo, amamantándolos o cuidándolos y que era la única transmisora del nombre y el linaje, ya que siempre se sabía quien era la Madre, palabra sagrada, pero uno podía ser hijo de cualquier padre, palabra profana y poco significante. Cuando los hijos varones llegaban a la adolescencia eran apartados de sus madres, se les hacía personas concediéndoles un nombre propio y comenzaban a ser iniciados por los veteranos a la vida de cazadores, ganaderos y guerreros.

Sus enemigos de siempre, los salvajes Turanianos  o Turanios, cuyo poder residía en el número de jinetes que engrosaba sus hordas, habían llevado aquellas costumbres  a un radicalismo mayor y desde hacía muchos siglos antes, promulgaron leyes que estimulaban tener cuantos hijos pudiesen, los cuales eran apartados de sus progenitores en cuanto tenían edad para sostener un arma y criados y alimentados con los impuestos de toda la tribu, en batallones ecuestres de lanceros, o incluso de desalmadas amazonas arqueras, que casi acabaron  con  los reinos mesopotámicos y luego persas de los Árabes e Iranios, que constituyeron la Segunda y Tercera Subrazas Arias. Pero aquel desarraigoTuranio, propio de retardatarios de la Era Anterior, también fue padre del continuo estado de anarquía, competencia  y guerra incivil entre ellos mismos y de su incapacidad para organizar un imperio coherente. A pesar de sus sanguinarias victorias, jamás pasaron de ser grandes bandos de depredadores  errantes que vivían de saquear a otros pueblos más industriosos, de asesinar a los hombres y de llevarse a la fuerza a las mujeres, lo que mejoró un poco más su Raza, ya que sus descendientes fueron los nómadas Escitas, Tártaros y Mongoles.

Así que, como contábamos,  desde temprana edad edad  los Arios masculinos vivían en la amplia casa de los hombres, en el centro del poblado, y se encargaban de la caza, pesca, pastoreo y defensa del ganado y del territorio, así como de estimular, con su fuego sensual, la facultad de crear vida y civilización que residía en lo femenino, el género superior del que los hombres procedían y al que tendían siempre a regresar.
En cualquier choza a la que contribuía con su trabajo de defensa y caza, un hombre podía pedir abiertamente y sin reparos la hospitalidad femenina, que implicaba alimento, bebida, descanso y también sexo, si alguna mujer de la casa estaba dispuesta a responder al galanteo, ya que aún no existía la monogamia. Y si respondía que no estaba dispuesta, se respetaba con la mayor consideración y sin insistir, su derecho y privilegio de decidir y escoger libremente  sus preferencias.
El hombre que prefería la seguridad de disponer de una casa estable que le proveyera de sexo y de alimentos vegetales bien cocinados que dieran sabor a sus viandas de carne, tenía que mudarse a la tierra y a la choza dirigida por una mujer común que lo aceptase, y luego, contribuir con su trabajo y su defensa a la alimentación y cuidado de los padres de su  señora y de sus hijos (aunque le fuese imposible reconocer si eran también los suyos) . Si había un exceso de mujeres en la casa se practicaba la poligamia, generalmente sólo entre las hermanas, para no tener que mantener más que a una pareja de suegros. La autoridad de la suegra era tan grande y temible que el yerno ni la podía mirar directamente a los ojos.
También existió la poliandria las pocas veces que sobraban los varones, que no duraban mucho vivos, por causa de las demasiadas guerras. 

De cualquier modo, las mujeres, cuidando siempre de mantenerse soberanas e independientes, podían tener todos los amantes que quisieran o pudiesen. “Y esa es la fuerza que tiene la mujer sobre el hombre”, concluía la madre de Eurídice, haciéndole una señal con la mano, en la cual había formado un círculo con el pulgar y el índice.

La libre promiscuidad era corriente entre los jóvenes de ambos sexos sin hijos y entre todos los miembros de la tribu, en general, durante las orgías que se celebraban en las noches de luna llena, estimuladora de los instintos animales. Para evitar la consanguinidad, la comunidad se dividía en varios clanes, que se distinguían con nombres de animales. Había un tabú de incesto que impedía escoger pareja dentro del propio clan. Una mujer-centauro no podía tener relaciones con un hombre de su mismo Clan del Caballo, que se consideraba como su hermano. Tenía que buscarlas entre los hombres-cabra, los hombres-árbol o los hombres-pez, por ejemplo.  


Las sacerdotisas sabían que vivían en el seno generoso de la Gran Madre Nutricia, que en la tierra había abundancia y que sobraba para todos. Existía un cierto comunismo distribuidor de bienes y servicios entre toda la comunidad. Como los numerosos miembros de cada clan eran familia, todos trataban de complacer y apoyar a todos, porque todos trabajaban y repartían entre todos. Por causa de eso no se veían grandes diferencias entre los bienes con los que contaba cada vecino.
Cuando un miembro de la comunidad ya no podía valerse mínimamente por sí solo, pedía a las sacerdotisas que le aliviaran de la vida con una pócima indolora para no ser una carga, lo cual era muy aplaudido, ya que regresaba al Seno de la Gran Madre para recibir de ella un nuevo nacimiento en un cuerpo joven, en lugar de tener que seguir soportando uno ya inservible.
Cuando la tribu crecía demasiado, se escindía, igual que las abejas, y un grupo compuesto por gentes de dos clanes diferentes, dirigido por una joven Madre, iba a poblar un nuevo territorio. Desde su hogar, al sur de la nevada cordillera del Cáucaso, las húmedas tierras de Colchis, o la Cólquide,  separada por pantanos del Mar Negro y, más hacia  el interior, la Iberia Asiática que mucho después se llamó Georgia - por causa del tótem que les distinguía, el lobo, “gorg”, el que aúlla a la luna- …los caucasianos adoradores de la Gran Madre Lunar se habían extendido por Armenia, el Kurdistán y por la quebrada Anatolia, Llegando un día sus exploradores a avistar el Tálaso desde sus últimas cumbres occidentales, sintieron total fascinio por el impacto de la belleza del Gran Verde en sus sensibles almas de estetas, y se dedicaron a poblar pacíficamente  los bellos litorales e islas de la margen nororiental del gran mar interior, tan felices como si hubiesen llegado al paraíso prometido por sus ancestros de la primeras Subrazas Arianas, que se habían desarrollado a las orillas del remotísimo mar de Gobi, frente a la Isla Sagrada, ahora pareciendo aquellos lugares y orígenes tan remotos, que las jóvenes generaciones casi los consideraban mitos de sus abuelos,

Durante la Era Anterior, la que había precedido a las emigraciones caucásicas, se había desarrollado en los litorales del Mediterráneo (que entonces eran muchísimo más extensos porque se extendían alrededor del Mar del Sahara), una raza sociable y sabia dividida en muchas tribus y naciones diferentes, que colonizó y pobló todas sus orillas, y que, en conjunto, eran conocida como los Acadianos. Estos Acadianos  eran gente de palabra,  audaces navegantes y colonizadores, comerciaban con Egipto, eran capaces de navegar hasta en el Gran Océano Occidental, y hasta presumían de haber conquistado, en un remoto pasado, una gran isla que existió en su centro, habitada por una espléndida civilización imperial de semidioses.


Los nuevos litoráneos arios del Piélago procedentes del Cáucaso eran tan  bellos y artistas, sus mujeres tan sabiamente seductoras, sus músicas y danzas tan atrayentes, que en toda parte a donde llegaron fueron , en general, muy bien recibidos por los nativos, y de ellos aprendieron las artes de la pesca y de la navegación , fundiéndose fácilmente en amor y armonía con las hijas e hijos de los más experimentados marineros  acadianos. Tras su mezcla, todos ellos acabaron siendo conocidos en conjunto como los Pelasgos, o habitantes del Piélago, aunque dicen los doctos que su nombre significa, simplemente, “los Antiguos”.


Así fue transcurriendo la Era de Aries, la del impulso inicial de la Raza Aria o Ariana por crecer, sentar un modelo nuevo y expandirse por el mundo,  La Primera Subraza se había establecido en el Mar de Gobi y desde allí conquistado la India. La Segunda regresó a Arabia y conquistó el País entre el Tigris y el Éufrates, la Tercera  creó el Imperio Iranio en Persia, la Cuarta y Quinta conquistaron el Cáucaso.  Muchos Arios de la Cuarta Subraza se hicieron Pelasgos.
 . En las distintas sociedades independientes , ya reinos o repúblicas, que conformaban la Pelasgia al borde de la porción del ancho brazo del Mediterráneo que después se llamaría Egeo, cuyo estado y cultura hegemónica era, desde unos siete mil años antes, la desarrollada talasocracia matriarcal de la isla de Creta, las divinidades principales eran La Gran Diosa de siempre, ahora Diosa del Mar, Pontia, y su hijo Dionisio-Zagreo, al que se representaba bajo la forma de un toro vivo o de un Becerro de Oro, ultrapasado tótem de la era astrológica anterior.
 El hijo varón de la Diosa, el toro sagrado, encarnado en el rey-sacerdote que se unía a la reina-ninfa, al igual que los hijos varones recién nacidos de las ninfas y sacerdotisas de su culto, continuaban siendo sacrificados y despedazados cada año, como se sacrifican en las colmenas los záganos tras el apareamiento, lo que aseguraba el predominio femenino como sexo superior, imprescindible para la vida: parte de la carne era devorada por las oficiantes del rito, reproduciendo antiquísimas costumbres tribales antropófagas y otra parte se colocaba en los surcos del arado, para asegurar una buena cosecha a toda la comunidad.

Tras una larga evolución, a la élite de la opulenta sociedad cretense, ya arianizada, le fue pareciendo ruda y antiestética la antropofagia y también encontraba cada vez más doloroso el tener que mandar al sacrificio a sus propios hijos; de manera que empezaron a exigir a los pueblos pelasgos que estaban bajo su dominio un tributo anual de jóvenes para la Diosa: así es como surgió la leyenda de las víctimas que devoraba el Minotauro en el Laberinto.

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