sábado, 10 de setembro de 2011

62 (2)- MUERTE Y RESURRECCIÒN DE DIONISIO

MUERTE Y RESURRECCIÒN DE DIONISIO


Era un cántico muy tradicional y sagrado, que describía la furia de la celosa esposa de Zeus, Hera, tras enterarse de que se estaba gestando el niño Dionisio en el vientre de Semele, un nuevo fruto de la infidelidad de su marido.
Entonces urdió una argucia siniestra para eliminar a su rival: por medio de terceros, incitó a Semele a que reprochase a su amante, la vez siguiente que estuvieron juntos, que él sólo se mostraba ante ella bajo disfraces, mientras reservaba su auténtica forma divina  tan sólo para cuando se encontraba en intimidad con la legítima reina del Olimpo.
“No me pidas que me muestre como realmente soy, bella mía –le respondió Zeus con aprensión-. Para resistir la visión de la complejidad unimúltiple de un dios, hay que ser una diosa.”
Esta respuesta tan prudente y sincera sólo consiguió que Semele se ofendiese todavía más. Y tan agria y tan pesada se puso, que aburrió al Señor de los Ventiun Rayos, quien  se transfiguró de súbito en la potentísima energía regidora de los Siete  Mundos Interpenetrados  bajo un aspecto tan multifacético, potente y tronante -aún así moderándose mucho-, que inmediatamente la infeliz Semele quedó completamente deslumbrada, perturbada, enloquecida, desbordada, electrocutada y carbonizada, para gran júbilo de la rencorosa Hera, que tenía bien previsto ese trágico desenlace.
            Sin embargo, la maestría y prontitud  de Hermes  -que acudió inmediatamente ante los gritos de dolor y remordimiento de Zeus- consiguió sacar a Dionisio del incendiado vientre de su madre. Como aún no estaba acabado de gestar, lo tuvo que coser al mismo muslo del rey de los dioses, quien lo incubó allí hasta que estuvo en condiciones de nacer. 
Aunque Dionisio fue muy bien escondido tras su nacimiento y su guardia de Coribantes danzaba alrededor de él, saltando y entrechocando sus escudos, como antes habían hecho los Curetes cretenses con Zeus niño, para que nadie pudiese localizarle por el sonido de sus lloriqueos infantiles, la guardia se relajó a medida que pasaban los años y nada malo ocurriió Pero Hera, tenaz en su rencor, acabó descubriendo su escondite y, tras convocar a los rudos titanes supervivientes, señores de los elementos materiales, que habían sido perdonados tras la victoria de los olímpicos, les ordenó que acabasen con él.
           
Los titanes se ganaron la confianza del niño ofreciéndole juguetes  de ilusión y, cuando lo tuvieron bien enredado y cercado, se le arrojaron encima. Dionisio intentó liberarse de ellos tomando la forma de distintos animales pero, cuando asumió la de toro, aquellos brutotes lograron dominarlo, lo despedazaron a dentelladas, hirvieron su carne y devoraron la mayor parte de ella.

Enseguida llegó Zeus, comprendió lo que había ocurrido y, lanzando rayos a diestro y siniestro, fulminó a los titanes y los redujo a cenizas. De la carne de Dionisio que los titanes cocinaron, sólo quedaba en la olla su corazón. Atenea lo tomó, construyó a partir de las más limpias cenizas de los titanes un cuerpo de yeso (titanos o titanio, en griego), puso en él el corazón y prendió en el la llama de la vida con un soplo, igual que había hecho Isis con los restos de Osiris en Egipto.
Revestidos de aquel cuerpo, empezamos a nacer los seres humanos de nuestra raza actual y, desde entonces, participamos de la naturaleza burda, limitada, agresiva y materialista de los titanes, llevando en nuestros huesos su continua reacción y rebeldía al cambio evolutivo, al tiempo que también somos animados a la evolución por el fuego inmortal del corazón del dios que éstos acababan de devorar. De ahí nuestra dualidad, que nos empuja a un eterno balance, ahora hacia la tierra, ahora hacia el cielo.
Declaró entonces Atenea que, en adelante, cada uno de nosotros tendríamos que limpiar las cenizas que recubren nuestro cuerpo de luz a través de la calcinación de nuestro cuerpo de materia en el fuego purificador del espíritu, para poder ascender, convertidos en Dionisio, a las esferas de la inmortalidad ...Ya que sólo a través de la pasión en este mundo aparentemente limitado se regresa con brillo al amplio mundo de Lo Ilimitado de donde salió un día el huevo del amor que al universo creó.
            Aquella purificación de lo que había de mortal en su feto, por medio del fuego divino que destruyó a su madre, más la re-gestación milagrosa en el interior mismo de un inmortal, más este segundo nacimiento en la dimensión divina, convirtió inmediatamente a Dionisio en el más joven de los dioses del Olimpo con el nuevo nombre de Iaco Zagreo, librándole, también, su misma divinidad, de la peligrosa rabia de Hera para siempre.

-¡Evoé, Dionisio –remataba su canción el bardo-, que tras haber pasado por la terrible experiencia de la muerte y del renacimiento en un nivel superior, te convertiste en el dios de la espontaneidad, de la risa, de la libertad, de las plantas que embriagan el alma y que ayudan a olvidar las penas, de los placeres, del intenso disfrute de la felicidad aquí y ahora! ¡Evoé, espíritu de la regeneración capaz de hacer revivir a la naturaleza toda, después de que la quemaron la sequedad del agosto y las nieves del invierno! ¡Que viva siempre en nuestro interior el fuego divino de tu alegría y que él nos libere de lo que queda en nosotros de pesadez titánica! ¡Evoé! ¡Gracias a la Vida!
El sol acabó de desaparecer tras las montañas, Orfeo dejó de cantar y lo despidió con una escala de graves que se fue haciendo cada vez más tenue y distanciada, hasta quedarse vibrando en un amoroso final expansivo. Siguió un silencio en el que todos permanecieron unos instantes paladeando la postrera belleza del día y del canto idos. Parecía que el bardo dejaba la lira a un lado para levantarse. Pero entonces tomó su flauta, hizo sonar débilmente el acorde básico de la melodía de Aglaonice, luego empezó a repetirlo de una manera cada vez más intensa y más vibrante, e inmediatamente hizo regresar al lugar, volando sobre remolinos de notas, la presencia contagiante del espíritu de Dionisio y de sus desenfrenados coros de sátiros y ninfas en trance risueño, jocoso y profundo.

Las devotas de Baco, enfebrecidas de entusiasmo, gritaron al unísono la invocación a la alegría y siguió la zarabanda y la fiesta colectiva a pleno son, de una manera más vertiginosa y, al mismo tiempo, más armónica que al principio, pues el bardo estaba consiguiendo que aquella primitiva resonancia ventral que volvía incontinentes las caderas se elevara poco a poco hasta el corazón, incendiando el sentimiento, para luego poseer también la columna, brazos y cabeza y expandirse desde ella y conectarse a todo, tal como si la danza de las ménades se hubiese unido a la del planeta y hasta a la de las estrellas, que parecían rondar, junto con ellas, más rápido y más brillantes que nunca en el cielo nocturno.
Las hizo girar y girar en éxtasis durante un buen rato y luego las dejó ascender y elevarse en amplios círculos aéreos de una manera cada vez más y más sutil... donde femenino y masculino y sus conflictos no existían más, porque se fundían en la perfecta armonía de contrastes, en la pureza y plenitud andrógina del Ser Original... hasta que llegó un embriagado silencio cargado de ritmo, poder y comunión, que fue preludio de un final sorpresivo y radiante, con el que las devolvió a la parte más cordial de la Tierra.

Todo el mundo aplaudió a rabiar, saltando y gritando y pidiendo más, pero él le pasó la flauta a uno de sus jóvenes amigos y se levantó, inclinándose y disculpándose con una sonrisa. El chico trató de mantener aquel ambiente lo mejor que pudo pero, poco a poco, la mayoría dejó de agitarse tanto, incluso cuando una de las bacantes lo acompañó y luego lo sustituyó, asumiendo la dirección de las danzas.  
Siguió la fiesta de un modo más tranquilo, disperso, familiar y profano, repartiéndose entre todos las viandas y los vinos que traían, encendiéndose hogueras, formándose grupos que conversaban animadamente. Algunas parejas improvisadas fueron marchando de las manos hacia las sombras.

Nenhum comentário:

Postar um comentário