quinta-feira, 8 de setembro de 2011

46- EL DIOS DEL VINO

PARTE CUARTA:
LA IBERIA INTERIOR
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EL DIOS DEL VINO 

 Capítulo abierto a la libre creatividad. Pié de los Pirineos Occidentales y llanura castellana.    

El lugar de arranque ibérico del Camino de las Estrellas, no para los  que venían desde el Mediterráneo como él, sino para la imnmensa mayoría de los peregrinos que venían a pie desde el interior del continente europeo, era una población situada a la salida de uno de los desfiladeros que cruzaban el Pirineo desde la Galia, llamada Iaca.

Orfeo, que como buen tracio tenía a Dionisio como uno de sus dioses favoritos, se asombró de que en el otro extremo del mundo, en un país llamado Iberia, como la región interior de la Cólquide, que fue el hogar ancestral de los Caucasianos del Sur,además de haber un gran río que también se llamaba Ebro, como el Hebro tracio, hubiese, además, un Camino de Iaca, ya que Iaco también fué el nuevo nombre de Dionisio-Baco después que le mataron los titanes, a quienes Hera ordenó que le despedazasen, y que vivió, como el egipcio Osiris, un segundo nacimiento, propiciado por Zeus y Hermes  en el mismo País de los Muertos.

Aunque aquello sonaba como una pura coincidencia, no le extrañaría que Iaco hubiese andado también por Iberia, ya que Dionisio era un dios muy caminero y nómada, en toda parte extranjero y al mismo tiempo muy griego, provisto de una máscara que expresa tanto la presencia como la ausencia, que se fue hasta la India y la conquistó, a base de encanto y de ruidosos enfrentamientos, trayéndose de allí la creencia en la reencarnación y en la transmigración de las almas a cuerpos superiores o inferiores, según los méritos de la vida anterior... que inventó la elaboración del vino a partir de las uvas y el trance extático y que impulsó siempre a hombres y a mujeres a no esclavizarse a reglamentos ni a prejuicios morales, a vivir la vida a plena intensidad, a sustituir en su mente las penas y preocupaciones por la generación consciente de la alegría individual y colectiva y del optimismo. Y a gozar del amor sin frenos, ya que la vida es eterna.
Pero, al mismo tiempo, e igual que el vino tomado sin mesura, Dionisio tenía un aspecto destructor, terrible, el del furor que enloquece, dirigido contra aquellos que le desdeñaban o que obstaculizaban su libre circulación, o que no guardaban el respeto debido a la Bebida Sagrada. Tracia fue el primer lugar donde el nuevo dios se presentó con su séquito de ménades, sátiros y silenos. Tracia fue también el primer lugar donde un rey, el impío Licurgo, se opuso violentamente a su paso contagiante.
            Dionisio volvió contra él su propia intolerancia y violencia, lo enloqueció e hizo que segara con un hacha las extremidades de su mismo hijo y heredero, tomándolas, en su inducida embriaguez, por las de una parra de vid.
Tras el asesinato de su hijo, Licurgo quedó tan impuro que volvía la tierra estéril a su alrededor y todo su reino empezó a pasar una terrible hambruna durante un año. Hasta que los tracios, por consejo del oráculo de Delfos, le encadenaron y lo llevaron hasta el santuario oracular del propio dios del vino en lo alto del nevado monte Pangeo, donde lo despedazaron los caballos salvajes. Su muerte había proporcionado la corona a Eagro, padre de Orfeo, y a su linaje.
Los mismos hechos se repitieron luego en otros lugares de Grecia: Argos, Tebas, Orcómeno... y Dionisio hacía enloquecer a las mujeres de sus opositores, las sumergía en un estado de manía fanática y desenfrenada en el que se convertían en asesinas, a las que todo el mundo marginaba después.

Pero en la cultivada Atenas fue otra cosa. Cuando, al principio, los atenienses le quisieron impedir el paso, el dios de la espontaneidad hizo que todos los hombres de la ciudad tuviesen que andar durante días por todas partes en un ridículo estado de erección que además resultaba dolorosa, de tan tensa... hasta que el rey Anfictión, hijo de Decaulión, se decidió a recibirle con los honores que se merecía. Cuando le escuchó sin prejuicios, que era lo único que Baco demandaba, se quedó tan interesado, que se dice que le rogó que se le iniciara en la manera correcta de tomar vino en conexión con Apolo y las Musas, perfectos complementos de Dionisio, a fin de alcanzar la alta consciencia a través del placer, en lugar de entregarse pasivamente al estado de brutal exaltación y a la inconsciencia vulgar en la que caían las bacantes.
Entonces, ante Anfictión y un grupo de sabios atenienses escogidos, Dionisio mostró sus Misterios para iniciados, bien diferentes de las rústicas orgías populares de vino puro que habían escandalizado a Licurgo por su tosquedad. El iniciador sutilizaba y transmutaba la energía del vino a través de las reglas que convertían en una alquimia el Banquete Sagrado o Symposio:

Reunidos en un local previamente purificado y embellecido, después de que se había comido la carne y el pan (siempre después, porque no se presentarán las Musas –decía-  ante una mesa de la que no se hayan retirado los restos de comida), los comensales se purificaban con una lustración.
Y luego el maestro de ceremonias, el symposiarca, era elegido por todos a causa de su talante cordial y moderador, tal como libremente se elige en la guerra, por su autoridad natural y sentido de la estrategia, un jefe indiscutible. Éste abría la sesión con una invocación al Ser Colectivo que todos conformaban, haciendo circular solemnemente una primera copa de vino puro entre el grupo entero, para que la compartieran en comunión, sin tomar más que un sorbo cada uno.
El symposiarca realizaba luego ritualmente la mezcla de vino y agua en una gran crátera o grial, haciendo las ofrendas debidas a los dioses con un cántico de consagración, mientras que los asistentes, cómodamente relajados, sin atención a las jerarquías sociales, en ágape de amistad libre (thiasos), adornados con coronas de hiedra en un ambiente sacralizado y ornamentado con gusto, escuchaban con atención al aedo, el vate.
            El aedo invocaba poéticamente los poderes de la inspiración y la armonía sobre la Bebida del Poder, ya que, igual que un buen herrero es capaz de modelar el hierro con su fuego, sabiamente aplicado, el vino es capaz de modelar el alma con el suyo, de tal forma que, libre de rutinas y preocupaciones y elevada la calidad de su atención, cada uno pueda recibir la sabiduría oracular de Dionisio y Apolo, así como la  creatividad bella de las Musas.
El discurso de apertura del aedo, que podía ser declamado o cantado y acompañado por música, marcaba un nivel de invocación a la calidad intelectual en la que debía desarrollarse el resto del “symposion”, en el cual no cabe el desorden ni la trivialidad (para eso está la autoridad del moderador), aunque sí la rotura de las jerarquías y convenciones imperantes en el exterior, a fin de que fluya la sociabilidad inteligente.
Una vez servidas a todos las copas de vino mezclado y consagrado (Pharmakon), comenzaba una comunicación cordial, placentera, fraterna y distendida, aunque propositadamente ordenada, armónica y creativa, en la que cada cual mantenía el autodominio de la consciencia, aunque dejando sin timidez que su inspiración filosófica se expresara en una refinada atmósfera comprensiva, intuitiva y poética, a través de la cual los dioses que nos habitan pudieran hacer aflorar su verdad y su amor a la mente de los hermanos reunidos en comunidad.
El moderador daba o quitaba la palabra con amabilidad y firmeza a los que a él se dirigían, poniendo atención en que no se rebajase para nada el nivel medio de calidad intelectual que se pretendía conseguir, cuidando de que se estableciera un grato equilibrio entre el placer y el orden, entre la confianza y el respeto, al tiempo que se encargaba de seguir mezclando y distribuyendo las copas según se viera que la vibración general demandaba más agua o más fuego. Se trataba de llegar a las puertas de la embriaguez sin caer en ella y, para eso, se distribuían ligeros postres o frutas cuando el ambiente estaba demasiado cálido, o se limitaba la bebida, sin posible discusión, a quien ya ha llegado más allá del punto conveniente.
La sesión se amenizaba con juegos sociales y con danzas y cantos de artistas contratados, pero lo fundamental era que el banquete no decayera en vulgar festín, en el cual los placeres de los centros inferiores del cuerpo privaran sobre los placeres de la sensibilidad y de la mente.
Como todas las ceremonias sagradas, el symposion iniciático acabaría con una recopilación y conclusión de las más altas inspiraciones y propuestas en él expresadas, una profesión de amistad entre los asistentes, un agradecimiento a las potencias sutiles inspiradoras y a los organizadores materiales del evento, y un cierre sacramental.

Esto era lo que ocurría con Dionisio entre las clases refinadas de Atenas y los iniciados de Eleusis, quienes, usando rituales de control semejantes, se atrevían a ingerir sacralmente, también, otras sustancias mucho más fuertes, como el Kykeon, compuesto con cebada, menta y un extracto del ergot o “cornezuelo del centeno”, un hongo que también se da en cereales silvestres y que produce un estado extático visionario, el cual, bien conducido por una sabia ordenación colectiva, permitía viajar por los Olimpos o los Infiernos de la mente sin perder la consciencia ni la memoria de lo sentido. Después de experiencias como aquella, en las que había sentido claramente que era una consciencia que podía separarse de su cuerpo, e incluso vivir sin él, Orfeo no podía dudar de que tanto el ser de Eurídice como su propio ser eran algo que iba mucho más allá de la carne mortal; algo cósmico, sabio e indestructible, lo cual le reafirmaba en su búsqueda.

En las montañas de Tracia, sin embargo, en Frigia, en Tebas, en Cadmea, los festivales de Dionisio se regaban con vino puro, cerveza de hiedra y poderosas sustancias vegetales procedentes del monte; Apolo brillaba por su ausencia y en ellos se cometían toda clase de excesos.


Orfeo conocía muy bien, como artista, el estilo dionisíaco elemental, el vivir al día siguiendo los dictados espontáneos del corazón, sin pensar en el mañana, por tantos artistas practicado en todas las culturas y épocas. Que también es la filosofía de los que afirman que lo único que tenemos es el aquí y el ahora, la filosofía del “bástele a cada día su afán” y del disfrutar la propia libertad sin atarse a falsas necesidades creadas, ni a la vanidad del tener por tener, ni al miedo a la inseguridad en un mundo sin seguridad posible, ni de hipotecar el presente a un futuro que no se sabe si llegará.
El artista arquetípico se asemeja a la cigarra que canta a la belleza del verano, sin preocuparse de acumular para el invierno, como hace la sensata hormiga, convencida la animosa cantora de que siempre acabará encontrando una solución o que, en último caso, más vale vivir ciclos de poco tiempo y gozándolos a plena libertad y creatividad, puesto que la vida es abundante, generosa y eterna... que intentar alargar innecesariamente una encarnación, primando la cantidad y no la intensidad del tiempo vivido, a base de centrarse en la preocupación por la escasez y de esclavizarse a la prevención de las necesidades materiales de hoy, de mañana y, por si acaso, de los próximos cuarenta años.
Durante toda su juventud, Orfeo había vivido de una manera dionisíaca y entre gentes dionisíacas, como sus compañeros argonautas, apurando al máximo la copa de la intensidad vivencial. Sin embargo, al igual que Hércules, los errores cometidos, así como los sufrimientos y cargos de conciencia causados por la muerte de las personas más amadas, les hicieron plantearse una cierta necesidad de poner algo de cauces y límites al desenfrenado torrente de la pasión de vivir, a fin de conseguir una cierta estabilidad y paz interior, un poco de calma en el propio ritmo, que permitiese tomar las riendas de la propia vida sin dejarse, simplemente, arrastrar por el propio temperamento y circunstancias.
Sentía esa necesidad de autodominio, de centrarse en la luz de las virtudes personales y de las tendencias más positivas, para poder controlar mínimamente el propio destino y realizarlo, tal como si fuera la búsqueda del equilibrio de Apolo en nuestro interior, lo que también, para quien hubiese participado en un symposion ateniense, podría llamarse el estilo dionisíaco superior.
El bardo, sin embargo, como gran artista que era, sabía que la expresividad sólo se logra a base de contrastar en toda su riqueza los más intensos opuestos aparentes, y no escogiendo uno y castrando al otro. Además era consciente de que Apolo y Dionisio, como todos los arquetipos, no son opuestos sino complementarios, como lo solar y lo lunar, como lo masculino y lo femenino, lo racional y lo intuitivo... En el santuario de Delfos, ombligo y centro del mundo heleno, se adoraba como dios principal a Apolo durante los meses luminosos del año y a Dionisio en los oscuros.


Su maestro, el noble y sabio centauro Quirón, además de ser jefe del clan pelasgo del Caballo dirigía la antigua fraternidad de los Hijos de Crono, una fraternidad que intentaba preservar la sabiduría y los valores esenciales de la antigua Pelasgia, al tiempo que los adaptaba a lo que tenía de mejor la nueva cultura helénica, presidida por Zeus Olímpico.
Su escuela en el monte Pelión de Tesalia, horadado de cuevas, trataba de cultivar la inteligencia, el autodominio, la nobleza y la espiritualidad humana, equilibrándolas todo lo posible con la fuerza, la habilidad y la agilidad del cuerpo animal dentro del cual habita nuestra consciencia. “Mente sana en cuerpo sano” era su lema, y su emblema, un arquero dirigiendo al cielo su flecha, quien, de la cintura para abajo era un potro encabritado.
El potro encabritado representaba el cuerpo emocional, agitado dentro del cuerpo físico, ambos desarrollados por las dos razas anteriores, El arquero  era la representación  del objetivo de desarrollar el mental de la Quinta raza, la actual. La flecha apuntando al cielo significaba que el desarrollo del mental no podía parar en el intelecto, tenía que apuntar hacia el cuerpo intuitivo del Alma.
El maestro del clan de los hombres-centauro dijo un día a Orfeo que el hombre era un dios que podía experimentar su propia manifestación en la Tierra, por él creada, sintiéndola a fondo, porque para ello se había preocupado también de construirse un cuerpo sensible a los cuatro elementos que conformaban este plano, ya que estaba hecho de tierra, de sangre, de aire y de pasiones.

-Tienes un cuerpo, tienes deseos, tienes emociones, tienes pensamientos y recuerdos –decía Quirón-, pero tú no eres ni tu cuerpo, ni tus deseos, ni tus emociones ni tus recuerdos... Todo eso se disuelve algún día y regresa, como átomos, al repositorio de la eterna materia cósmica, la arcilla con la que el Creador modela las infinitas formas…lo que tú eres, de verdad y siempre has sido y serás, es el puro centro de atención consciente que percibe  todas esas formas y no formas... o ayuda a modelarlas.
No hay nada que puedas hacer para convertirte en esa consciencia divina que siempre has sido, porque ya lo eres -le confió el centauro antes de marcharse Orfeo del Monte Pelión-. Ninguna de las disciplinas de guerrero que aquí estuviste aprendiendo sirve para acrecentar a lo que ya eres ni un ápice; luz es luz, no existe media luz...  tus disciplinas sólo sirven para que no te olvides, por mucho tiempo, adormecido en el sueño del mundo, hecho de sensaciones prejuicios , miedos y creencias, de que siempre serás exactamente ese centro de consciencia atenta y despierta, por mucho que  tu periferia, a veces, se duerma y se tome demasiado en serio sus pesadillas...



Para cuando el bardo empezó a caminar por el Camino de las Estrellas propiamente dicho, su Canción Occidental ya estaba muy desarrollada y el laberinto sonoro estiraba y alargaba su forma de ocho para volverse una línea de intensidades ondulantes, desde la pirenaica Iaca hasta el corazón del País de los Gal en Oestrymnis, al borde de la costa oceánica.
Ciento diez estrofas tenía el poema musical y cada una conformaba una estación del Camino Evolutivo del Hombre en la Vida. El conjunto era una obra en la que se unían su conocimiento iniciático, su intento de equilibrar a Dionisio con Apolo en todo y su amor irreductible por Eurídice, un amor que le empujaba incansablemente hacia delante, convencido de que todo lo que una mente humana ansía conseguir, incluso la resurrección del ser amado, puede conseguirse si se mantiene firme la propia fe en la posibilidad de la consecución.
Imaginaba como Eurídice caminaba todo el tiempo, invisible pero presente, a su lado izquierdo. Se conectaba a su inspiración cuando componía y le dedicaba sus conclusiones tras los ensayos; hablaba con ella, le pedía consejos y él mismo se respondía. Se acostaba de noche abrazando su mochila como si abrazara la tierna calidez de su amada.
El seguir el Camino del Sol cada día, viéndolo desaparecer por la tarde ante sí, para de nuevo nacer cada mañana a sus espaldas, daba fuerza a su convicción de que la vida es eterna y de que la extinción no es sino una fantasía de mentes rendidas, ignorantes de la divinidad esencial que reside en cada ser humano.


Los habitantes de las regiones interiores del norte de Iberia por donde iba pasando Orfeo en su largo camino sacrificaban chivos, caballos y guerreros enemigos prisioneros, cuando los tenían, sobre aras de piedra, a un tal Cosus (al tracio le parecía idéntico a Marte, el dios de la guerra de su país, que los griegos adoptaron también). Hacían hecatombes de cada especie, igual que los griegos, y mezclaban con vino o cerveza la sangre de sus más valientes enemigos degollados ante el altar, para apoderarse de su valor al bebérsela. A Orfeo le repugnaban los sacrificios humanos, e incluso todos en los que corría la sangre, aunque fuese de animales. Pero no sólo aquellos bárbaros los practicaban, por todas partes se hacían y también en su propia tierra. Tracia criaba muy duros y fieros luchadores que eran contratados como mercenarios por muchos reinos.
            Aunque los Íberos tenían una sociedad matrilocal bastante igualitaria y no existía el matrimonio, se notaba un cierto predominio de los varones en aquellas tribus de belicosos pastores que tal vez no hacía mucho tiempo que dejaron el nomadismo. Realizaban muchas competiciones gimnásticas e hípicas, simulacros de combate equipados con rústicas armaduras pesadas, pugilato, carrera, escaramuza y combate en formación y tenían el orgullo de hacerlo mejor cuando había un extranjero como él de espectador. Estaban muy acostumbrados a ir a robarle sus alimentos a las tribus próximas cuando se les acababan y lo que era delincuencia entre los suyos se convertía en honra cuando el perjudicado era el enemigo ancestral, es decir, el vecino más cercano. Cuanto peores eran sus tierras, más se dedicaban a la guerra, bien por su cuenta, bien a sueldo de otros. Y no era nada raro que sus mujeres tomaran las armas y lucharan junto a los hombres. 
Los condenados a muerte por la asamblea tribal eran despeñados y a los parricidas los lapidaban fuera de sus poblados, para no contaminarlos con sangre tan sucia y perversa.
Cuando dos guerreros se enemistaban y se peleaban con armas estando en campaña, el caudillo elegido mandaba atarlos juntos por las piernas y enterrarlos hasta la cintura, uno frente al otro, en un lugar desierto bajo el sol, abandonándolos después de dejar un palo al alcance de cada uno. Al cabo de dos o tres días, o uno había matado al otro, o se habían matado los dos, o se habían reconciliado y ayudado mutuamente a desenterrarse y liberarse de las ataduras.
Los enfermos, igual que como dicen que se hacía antiguamente entre los egipcios o los babilonios, eran expuestos  en el camino los días de mercado, a la entrada de las poblaciones, para que quienes pasaran les aconsejaran remedios para su enfermedad.
En vez de moneda, se servían del trueque de mercancías, o cortaban una lasca de plata y la entregaban. Orfeo había ido agotando sus reservas y con frecuencia cantaba y tocaba en las plazas de los poblados, consiguiendo, cada vez que se formaba un gran corro a su alrededor y que alguien le invitase a compartir su casa y su comida. Raramente tenía que pagar por estos servicios y así fue acumulando en una bolsa de cuero las propinas en lascas de plata que quienes más admiraban su música echaban en la funda de su lira, colocada a sus pies.

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