sábado, 10 de setembro de 2011

62 (8)- PASIÓN Y MAGIA

PASIÓN Y MAGIA

Deseaba poder contárselo todo a Metis, pero tanto ella como Hebe se hallaban profundamente dormidas en sus camas. Un grosero ronquido venía, de vez en cuando, de la estancia contigua, donde estaban tres efebos acostados, compartiendo un único camastro grande de paja. 



Se desnudó, metiéndose en la cama que le habían reservado, pero le fue imposible dormir. La luz de la luna filtrada, la excitación, los ronquidos. Dio mil vueltas, recordó muchas veces todo lo sucedido aquella noche, lloró, rió, se imaginó otras posibilidades, trató de acalmar su excitación acariciándose, como si fuera Orfeo quien la acariciara, pero sólo consiguió excitarse más.


Saltó de la cama, quiso beber, pero, en el último momento, dejó la jarra. Finalmente, abrió su zurrón y sacó de él el contenedor de la Divina Ambrosía, que había sido debidamente preparada, filtrada y consagrada por ella misma en la última bacanal.

Trazó mentalmente a su alrededor un círculo ritual de protección, se encomendó a Dionisio y tomó una dosis suficiente como para poder hacer su trabajo mágico.

Sentada en la  cabecera de la cama, manteniéndose en contacto con sus inseparables amuletos y talismanes, esperó a que la fuerza subiera, mientras dibujaba una escena animada en su imaginación.



Se imaginó erguida enfrente de su árbol de poder, y al árbol convertido en Orfeo. Amplió hasta él su círculo para englobarlo. Orfeo la miraba ahora, como despertando de un mal sueño, desnudo y atado al árbol con mil nudos.
La miraba como si fuese la primera vez y reconocía en ella todas las cualidades y formas que amaba en su esposa muerta. Ella no sabía como eran, pero la Luna sí, la Luna todo lo sabe. Los rayos de la Diosa descendían sobre ella y la adornaban con la apariencia de Eurídice. Bañada en resplandores lunares, se imaginó a Orfeo viendo a Eurídice en ella. Consciente de su poder, se abrazó mentalmente a su árbol, como tantas otras veces, fundiéndose con él.
Se vio a sí misma envuelta en una ligera túnica, transfigurada entre velos de plata, cruzando, ligera como una luciérnaga, el sendero ascendente que separaba la casa de huéspedes de la cueva de Orfeo, llegando a la puerta, transponiéndola, rebasando con cuidado el cuartito que había junto a la cocina, para no despertar al pobre mudo; se imaginó aproximándose lentamente al fondo de la cueva, donde estaba el camastro del músico. Se lo imaginó durmiendo, tal vez soñando con su esposa muerta, desnudo bajo la sábana.




Se observó llegando al camastro, despojándose de la túnica en pie, despacio, bajo los rayos lunares que se filtraban por lo alto del muro. Justo entonces Orfeo se despertaba y la miraba y decía “¡Eurídice!” Lo que seguía después era demasiado hermoso para contarlo.     Siguió soñando despierta mientras el trance la iba elevando, poco a poco, liberándola del encadenamiento a las habituales percepciones humanas.

Llegó por fin la náusea y la bajada angustiosa a los niveles instintivos animales y vegetales, a los inconscientes mundos minerales, al plano de la pura energía viva desplegándose o replegándose de manera automática, en ritmos alucinantes sobre un espacio sin límites, a velocidades que causaban vértigo.

Pero ella era una psiconauta avanzada. Inspiró profundamente, pronunció la Palabra y visualizó sobre el caos de geometrías inconexas el Emblema que la conectaba con lo más poderoso de sí misma. Inmediatamente, la vibración descendente se hizo ascendente, al tiempo que las geometrías comenzaban a organizarse en espirales alrededor del centro sólido fijado en el vacío.



Cuando empezó a poder controlar su ritmo interno, siguió repitiendo las mismas escenas preparadas muchas veces, dándoles forma nítida en el astral, reforzando más y más el encantamiento. Haciendo de su voluntad un principio de manifestación, gestando la realización paso a paso.
Por fin sintió que su deseo ya era uno plenamente con el deseo de la Diosa, como cuando, a un solo gesto suyo, el coro de ménades sujetas a ella por el cordón umbilical de plata, se arrancaba a danzar en alas del delirio o se quedaban quietas, inertes y concentradas como estatuas, hasta que su grito las ponía a danzar de nuevo “No por mí, Señora, no por mí ni para mí, sino para que sea hecha tu obra y tu gloria.”


Entonces se levantó de la cama, se echó por encima la túnica y salió al sendero, segura de su poder, bajo la mirada blanca de la luna emperatriz.






Cuando llegó, silenciosa, atenta e ilusionada, ante el camastro de Orfeo, se dio cuenta, de pronto, de que no dormía sólo. Bajo la sábana, su pecho y su vientre estaban colados a la espalda de otro cuerpo que sus brazos mantenían abrazado. Se quedó de piedra al verle la cara. Era un efebo. El muchachito mudo.

Salió de la cueva de puntillas, como un fantasma. Caminó sin enterarse por donde caminaba hasta que encontró el sendero que bajaba a la casa de huéspedes.  Entonces echó a correr ciegamente montaña abajo; su túnica, medio desprendida, ondeaba tras ella bajo el claro de luna como unas alas. Corrió y corrió enloquecida, sin mirar donde pisaba, hasta que tropezó, dio varias vueltas rodando, se hirió, fue a parar a un matojo de espinos, casi desnuda, ensangrentada.






Sólo entonces abrió la boca y soltó un largo, largo, dolido y penoso lamento.

A los lobos del Rhodope casi les pareció un aullido más de una loba en celo.

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