quarta-feira, 7 de setembro de 2011

33- LA ISLA DE CÓRCEGA


LA ISLA DE CÓRCEGA     

-“¡Kalista!” (La Hermosa)- había gritado el timonel en cuanto la vió asomar en el horizonte. Era la isla más alta del Mediterráneo, prolongación de los Alpes, de una luminosa y agreste belleza natural incomparable.    Cuando se fueron acercando, se pudo ver que estaba rematada por altos picachos orlados de nieves resplandecientes, exhuberantes en bosques, riscos esculpidos por los vientos, desfiladeros, ríos, rojizos cabos, acantilados calizos, salvajes e íntimas calas, golfos profundos de aguas verdiazules y transparentes, con playas de arena dorada, sombríos sotos... tan atractivo el lugar que el comandante mandó desembarcar a todo el mundo, excepto a los guardianes designados por turnos para las naves, puso centinelas también en la playa y, después de organizar la reposición de agua y la búsqueda de mariscos y caza, anunció a todos que descansarían un par de días en aquel paraíso, orden que fue recibida con alegría general."
            -Algún día me gustaría retirarme a vivir sencillamente en un lugar como éste –comentaba Arron más tarde, mientras disfrutaban de sabrosas langostas cocinadas en salsa de hierbas aromáticas frescas, sal, cebolla picada, aceite y vino-, lejos del amontonamiento de la civilización y de sus lujos artificiales, por miles de bandidos codiciados.

-Incluso aquí podrían aparecer los fenicios o los aqueos, o los mismos nativos, a aguarte la fiesta -comentó jocosamente el timonel, sentado frente a él mientras bebía-. Sólo descansan de verdad los muertos.
Orfeo pensó de repente si eso sería cierto y si Eurídice no estaría en aquel momento en un paraíso sin inquietudes, mientras él recorría medio mundo para tratar de devolverla a la preocupación, al riesgo y a la zozobra propios de los vivientes.
Pero sus reflexiones fueron interrumpidas por la llegada del primer grupo de cazadores, que traían un par de jabalíes alcanzados por sus flechas. El jefe del grupo comunicó a Arron que también habían encontrado un santuario cavernícola.

            El comandante quiso que les guiaran enseguida hasta allá. Se trataba de una cueva de poca profundidad junto a una umbrosa cascada, rodeada de una zona de pequeños dólmenes, estelas, menhires y todo tipo de restos de ofrendas, probablemente un lugar de enterramiento, además. En su interior había una representación en piedra de la Gran Madre neolítica que debía tener miles de años.
Era un tosco torso femenino de forma fálica y con la cabeza como un glande, todo ello inscrito en un rombo ocre rojizo, color de fertilidad y resurrección. Manifestaba la creencia de los antiguos en el carácter hermafrodita de la Diosa, que se autofecundaba para crear la vida, sin necesidad de que existiese un complemento masculino para colaborar a su fertilidad. Tenía un collar formado por signos en zig-zag y mariposas, para realzar su jerarquía y su carácter de eterna regeneración. Por lo mismo, su parte superior estaba rematada por la serpiente de la sabiduría. Había otros signos astronómicos que aludían a las diferentes personalidades y funciones de la Diosa protectora de la vida, la muerte y el renacimiento. En su vientre estaba grabado un árbol de amplias ramas y frondosa copa que recordaba a un feto, cuyo tronco se convertía en un óvalo con un punto en el centro del círculo, que simbolizaba la Vulva Universal,  y el hueco Mundo Subterráneo que da lugar a todas las manifestaciones de la vida.
Arron y sus acompañantes recogieron flores y se las ofrendaron a la Diosa con el mayor respeto. Luego ordenó al jefe de los cazadores que se trajeran hasta allí las langostas, los dos jabalíes y el resto de la caza y pesca que se hubiera conseguido, para cocinarlos en el ara que había delante de la cueva. Quemaron completamente en sacrificio la porción del muslo, bien engrasada y envuelta en las tripas, e hicieron libaciones en honor de la Madre de todos los Dioses, mientras Orfeo le dedicaba un himno con su lira. Lo restante fue distribuido entre los tripulantes, que se congratularon de estar comiendo en familia, rodeados de una acogedora vegetación y del aroma de la tierra fértil, en la venerada compañía del Femenino Universal.
Antes de marcharse, enterraron todos sus residuos, para dejar limpio el lugar, como era obligado, y dispusieron sobre el suelo, en la boca de la cueva, algunos emblemas tirsenos y focenses, un plato con comida, una crátera de vino tinto y dos vasos decorativos de cierto lujo como ofrenda, no sólo para mantener propicia a la divinidad, sino también para que los nativos supieran que habían disfrutado de su isla, de sus piezas de caza y de su santuario como agradecidos huéspedes de la Madre  de todos, y no como piratas.
Al salir se dieron cuenta de que varios de los menhires circundantes eran, en realidad, otras representaciones de la Diosa en su aspecto fálico, aunque las lluvias de varios siglos habían desgastado bastante sus caderas y senos, y su rostro inscrito en el glande. Las extremidades acababan en puntas curvadas hacia arriba o hacia abajo, para realzar más aún su carácter fecundador. Otro tenía sexo femenino por delante y masculino por atrás.
-La Divinidad, representada por los ancestrales bajo esta forma simple, andrógina y estilizada, hasta ruda y primaria… los atributos esencialmente físicos de un Madre-Padre arquetípico, abstracto, expresa bastante  mejor, para mí,  aquello a lo que es imposible dar una imagen que no sea un puro símbolo. Lo prefiero a la más perfectamente naturalista de las estatuas de mármol en forma de hombre o de mujer, que siempre nos llevan a la ilusión idolátrica de querer seguir adorando al Misterio Incognoscible e Ilimitado, dentro de la forma y medida limitada de lo conocido por nosotros, que es nuestra pequeña dimensión humana -comentó el comandante Arron-…ahora bien, puestos a aceptar un modelo de símbolo a nuestra imagen y semejanza, un ídolo naturalista, la verdad es que la forma humana de una diosa contiene perfectamente a un dios dentro de sí mientras que a la imagen de un dios siempre le está faltando algo. Eso se debe, creo yo, a esa maldita necesidad o ansia sexual que tenemos siempre, compulsión animal que le resta algo de su soberanía a Zeus y a los varones en general, siempre buscando afuera, siempre carentes de algo, frente a la perfecta majestad serena de la Diosa, acogedora,  nutricia, abundante y completa, un centro que atrae todo hacia ella, por muy sola que parezca estar... aunque puede que esto que estoy diciendo no sea, tal vez, sino una apreciación subjetiva mía , inducida por milenios de cultura matriarcal.
Orfeo siempre se sorprendía por aquellas deducciones espontáneas, intelectuales y agudamente filosóficas, propias del carácter de los jonios, tan propias como la suelta alegría con que comían, bebían, bailaban, bromeaban, trabajaban, comerciaban, peleaban y amaban. Tan cerca de la Diosa y de Donisio como de Zeus y Apolo. Decididamente, eran el tipo de griego que más le gustaba.

Aquella noche recordó con nostalgia su primera visión enamorada de Eurídice (le parecía a su corazón que muchísimos años habían transcurrido desde entonces). Ella estaba sentada junto al mirador que había en la parte pública del Templo de las Dríades, disfrutando concentradamente del atardecer. La había sentido  en aquel momento tan completa y perfecta en su propio ser, tan real su vivencia del presente, tan libre de necesidad o de carencia alguna, tan plena, también, de posibilidades, al rodear con su belleza externa y sagrada una matriz interna capaz de generar vida universal, que ni se atrevió a acercarse. Y se había limitado a quedarse contemplando desde las sombras del jardín a aquella sacerdotisa desconocida  y compartiendo su delicioso silencio y la vibrante plenitud del misterio de su alma a una cierta distancia.
Arron estaba en lo cierto: las mujeres daban la impresión de estar siempre bien conectadas consigo mismas, con la divinidad, con el mundo  y con todo. Tal como cuando él  se conectaba  y completaba cuando tocaba la lira, pero sin tener necesidad de ninguna lira. Los hombres necesitaban una musa para inspirarse e instrumentos materiales crear obras. Ellas eran la musa y la propia inspiración, ellas eran la creación natural pura en forma humana y la más perfecta obra creada por la Diosa, a imagen y semejanza de Sí Misma.
-“...Aunque puede que esto que estoy sintiendo no sea sino una apreciación subjetiva, inducida por mi melancólica carencia de amor y por milenios de cultura matriarcal”- pensó, emulando al comandante jonio.

Tras los dos días de delicioso relax, las tres naves zarparon de Córcega, contornearon el Promontorio Sagrado al norte de la isla y cruzaron de nuevo el amplio mar con buen viento, hasta avistar las cumbres azuladas de los Alpes Marítimos, que coronaban el litoral sur del continente europeo, al oeste del Golfo Ligur.

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