quarta-feira, 7 de setembro de 2011

41- LO MÁS IMPORTANTE APRENDIDO


LO MÁS IMPORTANTE APRENDIDO

Capítulo abierto a la creatividad
Orfeo miró hacia fuera, caía la tarde y las cumbres de las espléndidas montañas del Pirineo, exuberantes de encinas milenarias, se volvían doradas. Los pájaros cantaban en la enramada, alrededor de la casa. Había un rumor de aguas vivas corriendo por toda parte, vivificando el cuerpo de la madre tierra en el que todos los seres se sustentan. Se sacudió de encima los recuerdos y e ropuso a Jacín salir a dar un paseo.

Caminaron hasta un lugar más alto, desde donde la vista abarcaba una gran perspectiva de la cordillera. Largo tiempo quedaron ambos bardos en silencio, contemplando el paisaje. El silencio es el manantial de todas las inspiraciones, el alma necesita hacer vacíos para llenarse, el vacío mejor que el ser humano hace es cuando se abre a la contemplación de la belleza y la grandiosidad de la naturaleza, ante las cuales se quedan pequeñas las palabras.
Sin embargo, el vacío momentáneo de nuestra mente vuelve a colmarse enseguida de nuevos pensamientos, que gozan en convertirse en expresión, sobre todo cuando hay cerca un espíritu afín con el cual comunicarse. Y surgen de nuevo las palabras, porque el hombre es consciencia, la consciencia es luz y las palabras son las llamas que la luz de la consciencia enciende en nuestras mentes.

-Tú que tanto has viajado, que eres tan gran músico y poeta y que, además de tener una alta cuna y educación, has adquirido por ti mismo muchas experiencias... ¿Qué es lo más importante que has aprendido en esta vida, Orfeo?- preguntó Jacín con toda sencillez, como si preguntase algo fácil de contestar.
El tracio guardó silencio largo rato. Su maestro Quirón le decía que para saber qué cosa era importante en cada momento, había que preguntárselo a la Muerte, que vive a nuestra espalda, ya que es la otra cara de nuestra Vida.
Con el ojo de la imaginación, Orfeo miró por encima de su hombro izquierdo y le preguntó a su muerte:
-“Si me fuera a morir inmediatamente ¿Qué es lo que hay dentro de mí que haya justificado mi vida?”
Entonces la Muerte le envió una serie de recuerdos envueltos en auténtico calor humano. Eso era lo importante. Y el resto, apenas las circunstancias secundarias que lo sustentaban.
Luego respondió a Jacín:
-Lo más importante que he aprendido en esta vida es a amar a plena intensidad.

Se quedó callado, pero enseguida miró para él y adivinó que estaba esperando una nueva historia. Era un íbero amable y sensible y un poeta. Hablaba correctamente la lengua franca pelasga. Orfeo se sentía muy bien en su compañía y con ganas de sacar hacia fuera sus vivencias más íntimas. De liberarse.
-¿Quieres que te cuente como descubrí la intensidad? Es una historia larga. Es mi historia.
-Soy todo oídos -dijo Jacín sentándose sobre una piedra-. Aún demorará mucho en anochecer.
-Pero no es nada que esté preparado, irá saliendo a borbotones, podemos dialogar.
-Dialogaremos pues.


Orfeo también se sentó de frente al paisaje. Miró hacia el Oriente, como si buscase a lo lejos su país, y comenzó:
-Si yo imagino que me voy a morir en un minuto y miro hacia adentro y busco lo que me puedo llevar como recuerdos principales de esta vida, lo que más destaca en mi memoria sensible son unos cuantos momentos de gran intensidad que ya pasaron, pero que continúan dentro, al rojo vivo, como los rescoldos de una hoguera.
Hace muchos, muchos años, siendo un niño pequeño, yo amaba todo, porque creía que cuanto existía a mi alrededor no se diferenciaba de mí mismo. Cuando contemplo un paisaje como éste, regresa a mí aquel sentimiento.
Después, me seguí amando en aquellas personas que me parecía que también eran parte de mí, mis padres...
Pero un día empezó a parecerme que ya no éramos más la misma cosa.
A partir de ahí, empecé a contemplar el mundo como una gran llanura en la que había millones de pequeñas llamitas separadas, unas más altas, luminosas y firmes, otras débiles, ondulantes, mortecinas, todas ellas en continua transformación.
-Yo cuidaba de la mía buscando mi propia satisfacción, apreciándome, autocomplaciéndome, dándome atención, afecto y placeres físicos, emocionales y mentales a mí mismo. Es decir, amándome.
 Y me parecía que cada persona hacía lo mismo para cuidar de su propia llama.
Según fui creciendo y desarrollándome, surgió en mí la necesidad de acrecentar mi fuego personal; su pequeño fulgor no me bastaba, me dejaba hambriento, necesitaba más.

Yo había nacido hijo de la familia dirigente de mi país; pronto descubrí que podía apoderarme de parte de las llamas de las otras personas para intensificar el brillo de la mía. Era lo que todo el mundo hacía en el ámbito del poder.
Fui aprendiendo muchas maneras diferentes de conseguirlo, cada persona tenía la suya, pero la manera habitual de mi familia era arreglárselas para captar la atención de los demás impresionando para dominar. Porque estamos completamente con la mayor parte de nuestra energía donde nuestra atención está.
Atender a otro es tender hacia él un puente de comunicación en el que se produce un intercambio energético. En ese intercambio unos dan de su propia llama vital y otros toman de la llama de los demás.
La clase social en la que yo había nacido llamaba la atención por sí misma: donde yo iba, las personas abrían su puente y su puerta ante mí, se inclinaban, se ponían a mi disposición, daban de su fuego. Yo me dejaba venerar, mis deseos eran órdenes, todo el mundo se sentía honrado de complacerme.
Raramente daba de mi propia llama, a menos que me lo pidieran y aún así, lo que yo daba, no era mío, eran los recursos que el estado destinaba a cada tipo de petición razonable. Yo sólo era un funcionario que tenía un cierto poder para distribuirlos con justicia, de acuerdo a la ley.
Mi amabilidad era puramente convencional, una pose aprendida y ensayada mil veces. Sin embargo, ellos se sentían bien, en realidad recogían su satisfacción de la ilusión de estar relacionándose con Lo Importante, con El Poder; que no era yo, sino la corona de mi padre, que estaba detrás de mí.
Durante dieciocho años de mi vida, las personas adoraron en mí algo que no era yo. Yo representaba mi papel, era mi trabajo, me habían educado para eso desde niño, y mis padres, además, exigían que lo hiciese bien. Pero cada día odiaba más el estar dando vida a aquel personaje que no era yo, mientras mi yo carecía de manifestación, porque nadie lo veía. El brillo del personaje que representaba apagaba completamente el mío propio.

Yo me aburría, sentía que el mundo era algo horriblemente tedioso y estaba convencido de que la mayor parte de las personas eran estúpidas. En esos momentos me percataba de que mi llama personal estaba a mínimos, mortecina, asfixiada por la rutina y por la falta de intensidad.


Un día, recibimos una embajada de los aqueos que habían dominado Ptía, un reino pelasgo cercano al nuestro, en Tesalia. El embajador traía un majestuoso caballo blanco tesalio como presente para mi padre. Para mi madre, ricas joyas de oro que seguramente habrían saqueado de algún templo de la Antigua Diosa. Y no se olvidó de los hijos: a mí me tocó un halcón de caza.

El embajador se ofreció a ir conmigo a la sierra y enseñarme a usarlo. Acepté. Tres días después cabalgamos con nuestros escoltas hasta una montaña cercana, bajo la cual corría un río torrencial por una garganta boscosa.
 El embajador aqueo era un hombre de unos cuarenta y ocho años y rostro curtido, con un brillante pasado de jefe guerrero. Era padre de muchos hijos, y me vio a mí como un hijo más, bastante flojo. No se contentó con enseñarme como cazaba el halcón, quiso darme una lección de hombría, inculcarme su propio espíritu de cazador.
-Este halcón está adiestrado, desde hace tres años, para cazar por sí mismo para su amo -dijo-. Lo sueltas, busca su presa, la ejecuta y te la trae. Eso es interesante la primera o la segunda vez, pero después se hace aburrido, porque es él quien lo hace todo y tú tan sólo estás ahí, recibiendo su ofrenda y haciéndole una caricia.
-Lo entiendo –dije. Podía entenderlo muy bien, porque durante toda mi vida eso era lo que habían estado haciendo los funcionarios de mi padre para mí. Yo sólo tenía que estar ahí, recibiendo sus ofrendas y dándoles a cambio unas palabras que hiciesen brillar aún más la llama de su autoestima... La cual era mucho más potente que la mía, porque estaba sustentada sobre la realidad del buen trabajo que habían realizado.
-Para que puedas disfrutar del noble arte de la cetrería -siguió el embajador-, tienes que convertirte en el propio halcón con tu imaginación, tienes que ponerte en él y captar desde dentro de él toda la intensidad de su forma de cazar.         

Me instruyó para que cubriera con un grueso guante mi puño, sobre el que posó luego a la rapaz. Tenía la cabeza cubierta por una caperuza de cuero empenachada, que no la dejaba ver.
-Siente al halcón -dijo-; acarícialo, es tuyo. Siéntelo como si fuese tu propia mano derecha.
Hice lo que me decía, lo acaricié con la izquierda, tenía un bello plumaje de agradable tacto, sentí los latidos del corazón bajo su pecho cálido.
-Ese corazón es el tuyo, porque su voluntad está ciega. No tiene visión, sólo instinto. Tú escoges por él y lo utilizas. Haz de tu voluntad su voluntad. Mira hacia el valle y escoge una presa.
Miré hacia la garganta boscosa, allá abajo. Sobre el verdor oscuro de las frondosas encinas se destacó la blancura de una paloma torcaz que sobrevolaba el río. La señalé al embajador.
-Siente que tu propia mano derecha es capaz, desde ahora, de descargar, igual que Zeus, un rayo mortífero a gran distancia. Un rayo en forma de ave rapaz. Quítale la caperuza y ordénale al rayo que vaya a por la paloma ¡Ya!
            Así lo hice, le quité la caperuza e inmediatamente lo impulsé, con un movimiento enérgico de mi brazo y con una orden, en dirección a la presa. Mi halcón se alzó, la descubrió enseguida y fue a por ella como un rayo.
-Eres el halcón -dijo el embajador muy cerca de mí-. Has descubierto a la paloma sobre el río, has concentrado toda tu atención en ella, olvidando el resto de tus intereses; tu atención centralizada y prioritaria sobre ese objetivo hace que todas tus potencialidades de todo tipo se pongan a su servicio para alcanzar el cumplimiento de tu voluntad; tu estado mental ha cambiado a una onda de alerta total, torrentes de energías de reserva fluyen a tí químicamente para acrecentar tu poder de realización; se ajusta de inmediato al objetivo tu manera de volar y tu cerebro de ave realiza instintivamente cien mil cálculos instantáneos para determinar previamente la arriesgada maniobra que a continuación ejecutas: te lanzas en picado a toda velocidad para llegar allá abajo, sobre el río, con el ángulo adecuado, a fin de poder atrapar con tus garras a la paloma por el lugar preciso, justo después del momento en que sus propias percepciones le avisen del peligro y te descubra; agarrándola, no en el sitio en donde estaba, sino en el sitio donde calculaste que estará cuando te descubre y trata de escapar. ¡Tocada!
Inmediatamente de atrapada la presa, sigues la curva ascendente del picado previsto para remontarte hacia arriba, a pesar del peso; rebasas los arbustos de la orilla y los árboles sin chocar contra ellos y acabas esa acción impecablemente, de nuevo en la altura, para poder pasar a la que la seguirá... ¿Qué has sentido?

-¡Uau! –dije, poseído por la excitación, viendo regresar a mi halcón con la presa en sus garras- ¡He sentido que todo yo era pura atención concentrada en mi objetivo, a vida o muerte!
-Bien -dijo él-. Así es como se tiene que sentir un hombre de poder cuando se expresa a sí mismo.

        Orfeo se volvió hacia Jacín. Realmente el paisaje circundante se parecía algo al que acababa de describir. Le señaló con el dedo, allá abajo, a una bandada de palomas torcaces que sobrevolaba el río.
-Aquel día –siguió- descubrí que, cuando realmente estamos viviendo la vida a tope y no simplemente vegetando, somos, en esencia, una atención absolutamente concentrada en algo concreto.

El momento en el que la llama de nuestra energía vital brilla con mayor intensidad es ese en el que uno salió de la rutina de la percepción pasiva y dispersa, para convertirse en plena atención a vida o muerte.
Igual que el halcón, en un nivel muy básico, nuestro sentimiento de intensidad puede acrecentarse cuando vagamos por el bosque verdaderamente hambrientos y surge una presa, corremos tras ella, apuntamos con plena atención y conseguimos atravesarla con nuestra flecha.
Pero eso, para nosotros, ya se ha convertido en una intensificación muy excepcional. La obtención de comida para el hombre, por causa de los muchos recursos que tenemos hoy en día, rara vez deja de ser una rutina más, de agradable, pero baja intensidad de atención.-

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