Le sorprendió encontrarse a
Aito sentado entre varias de las damas más hermosas y encumbradas de la
comunidad, a juzgar por la jerarquía que denotaban sus joyas, dejándose mimar
por ellas y siguiendo sus conversaciones amablemente, pero sin concederles
mayor atención que la que un hombre concede a sus compañeros varones.
Orfeo pensó en qué es lo que
buscan las mujeres en los hombres. Turos era atractivo y simpático, normal que
lo escogieran. Pero Aito era poco proporcionado, ancho, bajo, con semblante
inexpresivo y un poco enérgico de más, enmascarada su serenidad en marcial
dureza a causa de una cicatriz que le cruzaba la frente en diagonal. Y se
sentaba sobre su banco de una manera muy común, no como un pintor o escultor
heleno hubiese hecho posar a un héroe.
Un héroe, un matador de
hombres. Miró a la bella mujer rubia con la que conversaba en ese momento y se
la imaginó desnuda, recostada junto a Aito sobre un lecho. Se puso en ella, tan
linda, tan dulce, tan señora, a pesar de ser una bárbara del incivilizado
Oestrymnis; tan digna de ser amada y respetada. Miró desde ella las manos del
varón a cuyas caricias se había confiado, que bajaban acariciando su pelo, su
cara, su cuello... unas manos fuertes, duras, capaces de levantar mucho peso,
de descargar grandes cantidades de energía.
Unas manos ágiles, con dedos
sensibles, precisos, acostumbrados a hacer toda clase de fitas con la espada.
Orfeo recordó la cabeza del hombre-venado volando por el aire, segada por un
solo golpe de Aito, tirada en el suelo,
el casco puesto todavía, los ojos abiertos, asombrados, en la boca una
mueca de estupor ...sangre sobre la hierba. Unas manos sangrientas, homicidas.
Las crueles manos de la muerte tocando ahora mis ternuras femeninas, diseñadas
a la medida de la boca de un tierno recién nacido. Las despiadadas manos de la
muerte acariciando la intimidad recóndita de este vientre que da vida.
Aito vio que Orfeo estaba
mirando hacia él, levantó una taza vacía y señaló una jarra de jugo de manzana.
El tracio salió de golpe de su ensueño y del cuerpo de la mujer imaginada, algo
avergonzado por permitir a su mente que imaginase tales cosas y aceptó con una
inclinación de cabeza, acercándose y saludando cortesmente a las damas, que le
correspondieron con sonrisas. El guerrero le pasó la taza llena y abrió sitio
en el banco, para que se sentara a su lado.
Durante un buen rato más,
ambos siguieron colaborando a tejer una conversación simpática y superficial
que era, en realidad, una respuesta gentil (mas que huía del compromiso), al
evidente cortejo que las damas le hacían al caudillo y que también se hizo
extensivo al bardo cuando captaron que era una persona de calidad.
La mujer rubia real, dentro
de cuyo cuerpo se había imaginado estar, le preguntó, medio por señas, de donde
venía y, al saber que era tracio, pasó a conversar con él en la vieja lengua
franca pelasga de los mercaderes del Mediterráneo, la cual manejaba con una
cierta distinción, aunque no muy fluidamente. Orfeo quiso saber dónde la había
aprendido, pero su respuesta, dándose mucha importancia, hablando demasiado,
soltando risitas innecesarias por el medio y contando muy deprisa una historia
de una enrevesada relación con un capitán de galera fenicio, hacía patente que
veía a los hombres, incluso a los civilizados, como seres elementales y
manejables. Aquello le hizo sentir nostalgia del silencio desplegado por los
Brigmil durante el camino, por eso perdió todo su interés inicial hacia ella y se
puso a atender a las otras, mientras ella seguía parloteando.
La segunda mujer era la más
bella de todas, aunque claramente inabordable. Estaba allí como una estatua excelsa
que ornara la plaza, no necesitaba ni una de sus costosas joyas para parecer la
reina de la fiesta, pero no sabía fascinar más que con su soberbia
presencia externa, sin dejar traslucir nada que hiciese suponer algo que no
pareciese puro convencionalismo pasivo,
frío y egoísta en su interior.
La tercera, hermosa y con
ojos inteligentes de Atenea, se llamaba Bron, tenía una conversación
interesante y atenta, a base de cortas frases fluídas e incisivas que
arrastraban a los demás a exponer lo más profundo de sí mismos, con un toque de
humor de doble sentido dirigido al intelecto, que dejaba traslucir en su
interior un refinado poso de muy antiguas civilizaciones femeninas tenazmente
conservadas durante generaciones, mediante transmisión íntima de madres a hijas
y nietas, pese a padecer el peso de múltiples invasiones de incultos varones
bárbaros, a los que siempre habían acabado asimilando.
Su voz sonaba adorablemente
femenina y cálida, en tanto que su rostro transparentaba una firmeza altiva de
leona. A Orfeo le encantaba, pero ella no mostraba interés sino por Aito y se
notaba que ya se conocían hacía años, que probablemente habían sido amantes
tiempo atrás y vivido mucho placer, mucha lucha y mucho dolor juntos, porque
ambos se miraban con admiración y al mismo tiempo, trataban de esquivar ciertos
puntos donde su desacuerdo era evidente y hasta irritante.
Utilizados sus recursos de
seducción durante un tiempo prudencial sin que ninguno de los dos hombres
pareciera estar muy dispuesto a un intercambio más íntimo, las damas, una por
una, acabaron por irse despidiendo con gracia, simpatía y dignidad ibérica,
marchando a disfrutar de la fiesta antes de que acabase.
-Aito –preguntó Orfeo cuando
se quedaron solos-: ¿En verdad no echáis de menos los Brigmil el tener una
cierta estabilidad sentimental, una compañera leal cuya amistad y amor sea
permanente, unos hijos que os alegren la vida?
-Nadie tiene esas cosas
-respondió el líder con serenidad-. Sólo tienen la ilusión de tenerlas.
Continuamente se ven obligados a luchar y a trabajar por defenderlas,
reconquistarlas, mantenerlas, adivinarlas, complacerlas y conservarlas, siempre
subiendo y bajando la rueda... y ese trabajo es muchísimo mayor y más
desgastante que el que cuesta, simplemente, conquistarlas. Nosotros hemos ido
un poco más lejos que esa ilusión. Tratamos de no entrar en esos giros
ilusorios del poseer. De situarnos por encima de la Rueda de la Ilusión. Así,
no sufrimos, como la mayoría, por intentar la retención de personas o cosas que
son imposibles de retener.
-Y vosotros que sois capaces
de lanzaros a buscar y conquistar una isla lejana, apenas soñada, en ese océano
que todos temen tanto ¿No os gustaría parar un momento de vivir errantes en
busca de más y más sueños y tener vuestras propias casas y tierras donde
descansar y una vida tranquila y segura?
-Ya tendremos tiempo de
descansar cuando estemos muertos -dijo sonriendo el guerrero-. Ya tendremos
toda la seguridad del mundo cuando, al llegar a las Islas de los
Bienaventurados, comprobemos que renacemos cada día, vivos y eternamente
jóvenes y potentes como el sol, hasta que nos aburramos y pidamos que nos
manden de nuevo a vivir encarnados con verdadero riesgo en este mundo, como
pioneros avanzados de una Nueva Era.
-Pero ¿dónde dejáis el
disfrute de la vida junto a los seres queridos? -insistió el bardo. Deseaba
dejar de hablar en plural, esquivar el código de creencias de los Brigmil, que
casi nunca hablaban de sí mismos y preguntarle directamente que era lo que él,
la persona Aito, sentía en su interior. Pero no se atrevía a tocar tan a fondo
la intimidad del imponente líder. Eso no estaba bien visto entre los orgullosos
íberos varones y le podían responder “¿Y a ti que te importa?”.
-Nosotros disfrutamos todo
lo posible de las cosas buenas de la vida en el momento preciso en que
decidimos escogerlas a plena consciencia... –decía Aito- También de las
personas, cuando sus almas nos atraen de verdad; pero no tratamos de retenerlas
ni poseerlas, porque uno es siempre poseído por sus posesiones. Y es agradable
dormir con bellas damas en sábanas limpias, pero quien lo hace demasiado a
menudo, acaba convertido en su sirviente. Fíjate como miran a los Brigmil,
llenos de envidia y resentimiento, todos esos hombres que viven aquí y que
ahora son relegados mientras sus mujeres cortejan a los llegados de fuera, a la
novedad pasajera.
-Pero muchos de tus
compañeros se van con ellas -observó el tracio recordando a Turos. La bella
rubia de su ensueño también abandonaba la fiesta en dirección a las casas, del
brazo de uno de los más jóvenes lobeznos que habían danzado, que debía tener
unos doce o quince años menos que ella.
-Así es –dijo Aito, que
también la había visto-. Nadie está controlando la vida privada de un guerrero
libre, cuando está en su tiempo de asueto, sólo él mismo se controla y se
resguarda de las tentaciones de la ilusión.
-Es “La Vía del Filo
de la Navaja” –dijo, señalando con la vista a otro guerrero-lobo que pasaba
acompañando a una mujer- .Esta noche mis hombres van a estar ante mayores
peligros que en el campo de batalla, y no contarán con la ayuda de sus
compañeros. Yo también disfruto de la compañía de un ser femenino cuando su
alma complementa a la mía, a veces un simple paseo en silencio por un bosque
nos alimenta y conforta a ambos. Pero después lo dejo circular, y retorno bien
antes de la hora marcada para pasar revista, tras lavarme la cabeza de
ensueños, porque nadie debe sentir en mi voz las telarañas de melancolía
que nos dejan los encuentros con el otro sexo. Los Brigmil cuidamos de no enredarnos
en ilusiones de los cuerpos inferiores que nos desenergeticen y debiliten.
Estamos consagrados como guardianes, vigilantes y pioneros, al servicio del
Plan Evolutivo. No debemos tener nada que no pueda uno llevarse consigo al
combate, sin portar demasiado peso.
-¿Por qué has escogido una
vida como ésta? -insistió Orfeo, percibiendo que Aito ya estaba saliéndose
de nuevo de lo personal para regresar a la neutralidad de su
identificación grupal.
-Esta vida es solamente un
curso de una escuela que sirve para acceder a un curso superior –afirmó “El Que
Dice la Palabra”-. Y así eternamente, pues el ser infinito que somos se va
viviendo a sí mismo a través de las infinitas existencias. Todos mis
compañeros eran individuos brillantes y magnéticos que escogieron ser guerreros
libres para llegar pronto al conocimiento de sí mismos, probándose en
situaciones extremas, aceptando votos, renuncias a la personalidad y al libre
albedrío y grandes desafíos y, sobre todo viviendo un profundo proceso de
transformación interior, a fin de salir rápido de este nivel evolutivo de pura
ilusión, hacia el siguiente más elevado en consciencia.
-Pero eso son sólo creencias, Aito, no se puede saber con seguridad que eso sea
así o no hasta haber muerto. Y quizás entonces ya no sirva de nada el saberlo
–dijo Orfeo amargamente.
-Un feto le dijo a su
mellizo: “¿Será verdad que existe vida después del parto?” “¡No lo creo!”,
contestó el otro, “¡Nadie ha regresado de allí para contarlo!”
Ambos rieron el chiste y
brindaron con jugo de manzana. Orfeo estaba sorprendido por aquel sentido del
humor del galaico, que soltaba una broma como una estocada cuando más serio
parecía que estaba.
-Un hombre inteligente y
valeroso aprovecha todo lo que puede de las cosas que le motivan en esta vida
–dijo Aito, regresando sin transición al tema-. Pero cuida de no esclavizarse
al vano intento de retener esas cosas, porque todo se está transformando
continuamente y nada permanece.
Calló para beber de su taza.
Orfeo se fijó como bebía: era un sorbo abundante, pero no lo tragaba de una
vez, como los bebedores ansiosos, sino que lo degustaba bien en el paladar
antes de ingerirlo. Algunos de sus otros hombres se habían ido acercando y
sirviéndose con total confianza.
-Un hombre inteligente y
valeroso también trata de degustar la vida a tragos lentos e intensos -siguió,
como adivinándole el pensamiento-. Y trata de progresar y aprender en ella
cuanto pueda, a base de darse por entero y de terminar su vida de una forma digna
de sí mismo, con gloria, con lucidez y con calidad, en lugar de prolongar de
forma vana una anodina mediocridad en el tiempo, como quien resguarda
avariciosamente sus energías, en lugar de usarlas.
-Pero esto no es un tipo de
vida que pueda durar mucho –arguyó Orfeo-. ¿Y cómo os las vais a arreglar en la
vejez?- preguntó para todos, puesto que estaban escuchando.
-¿La vejez? -rió Aito-
¿Alguno de vosotros tiene interés en llegar a viejo? -preguntó en general a sus
hombres.
La respuesta fue una jocosa
rechifla colectiva. Uno de los Brigmil, Bodo, que parecía el de mayor edad a
pesar de su fortaleza, unos cincuenta años, respondió:
-No sé como he podido llegar
a la edad que tengo, a pesar del ardor con que me entrego al combate, debe ser
porque aún tengo mucho de lo que purificarme antes de partir…pero si el
enemigo no es capaz de acabar conmigo antes de que mi paso no pueda seguir
manteniendo el ritmo de mis compañeros, desafiaré a cualquiera de ellos para
que me mande al País de la Eterna Juventud, o yo le mandaré a él, para tener
buenos amigos allí el día que por fin llegue.
Todos rieron, asegurando que
Bodo no se iba a encontrar sin amigos en las Islas de los Bienaventurados y
diciendo que querían lo mismo para ellos.
-Si un día Aito cae en
combate, muchos le seguiremos después de batirnos entre nosotros mismos en su
funeral –dijo otro sin que sonara como una adulación-. Acompañar a un héroe
como él en el Más Allá es mucho mejor que formar parte de la corte del rey más
poderoso de este mundo.
-¡Pero eso sería
prácticamente un suicidio! –arguyó el tracio, asombrado, tras asegurarse, por
las expresiones de los demás, de que todos pensaban algo parecido a lo que el
guerrero-lobo había expresado tan espontáneamente- ¿No condenan el suicidio
vuestros cultos?
-Nosotros sólo damos culto a
la Libertad -dijo él- ¿Qué mejor acto de libertad que poder escoger dejar
la vida si la vida se convierte en algo que no merece la pena? Yo deseo morir
como he vivido.
-¿Y a qué os dedicaréis en
las Islas de los Bienaventurados?- preguntó el bardo, dándose por vencido ante
la determinación inconmovible o el fanatismo que aparentaban aquellos hombres.
-Pues a este mismo tipo de
vida, que es el que más nos gusta, por lo menos mientras no llegue el momento
de volver a nacer en un nuevo cuerpo -dijo Bodo-, con la diferencia de que,
mientras estemos allí, podremos arriesgarnos mucho más que ahora y vivir la
vida con mucha mayor intensidad, ya que todos los muertos en ejercicios reales
de combate del día anterior resucitarán con el sol al día siguiente,
manteniéndose nuevamente jóvenes, fuertes y saludables.
-Parece un Más Allá mucho
más divertido que el nuestro –reconoció al final Orfeo-. Comparando con él la
creencia de los griegos, incluso los héroes que moran en los Campos Elíseos, que
son nuestras Islas de los Bienaventurados, se asemejan a un grupo de discretos
y serenos ancianos de la clase aristocrática que hacen fiestas cultas,
retirados casi completamente de la agitación de la vida.
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