quarta-feira, 7 de setembro de 2011

35- NOSTALGIAS DE EURÍDICE


NOSTALGIAS DE EURÍDICE    



Cuando todos los remeros ya estaban descansando, Orfeo se deleitó en el espectáculo de la salida de la luna llena acompañada por la algarabía de ranas, sapos, cigarras y aves limícolas de la marisma, entre los que destacaban los piídos lastimeros de los ostreros y el po-po de las garzas, mezclados con el chap-chap de las olas sobre la ensenada, más el hu-hú de algún búho real más cercano. Y se quedó evocando otra luna como aquella, la de la última noche pasada con Eurídice antes de su partida al encuentro con los Argonautas.

Bastante antes del amanecer, Orfeo se había levantado del lecho que esa noche secretamente compartían y salió al exterior de la cabaña próxima al bosque de las Ninfas, alquilada con la mayor discreción a un pastor para su encuentro con Eurídice, quien tuvo que deslizarse por una cuerda desde la  ventana de su cuarto en el Monasterio de las Dríades, para poder estar con él.
La luna llena presidía el cielo majestuosamente pareciendo marcarle el rumbo hacia aquel país de magia, la caucasiana Cólquide, a donde en breve iría, en busca de la aventura y por la aventura misma, sin que le importasen, en realidad, ninguna de las razones que le había dado a su padre para incorporarse a ella.
 Él era un joven apasionado que precisaba salir del poderoso influjo femenino de su madre, la Alta Musa de Apolo, y que, por otra parte, se aburría a morir en el mundo formal y oficial de la corte de su padre . Lo que necesitaba era una empresa guerrera o pirata en la que forjar su propio temple y para eso prefería la compañía de los agresivos e individualistas jóvenes griegos a la de los mercantilistas troyanos o a la de su propia gente tracia, que siempre lo trataría como trataban a la familia real y nunca como a un igual.
Le vino mucha gana de convertir en un himno épico toda la voluntariamente contenida y sublimada excitación viril que sentía dentro, en la que todavía vibraba, exaltado, el calor y el placer del cuerpo de su amante, pero no tenía su lira a mano y se contentó con pulsarla imaginariamente.
Deseaba, con toda intensidad ,verse a sí mismo desplegando sus potencialidades en un ambiente diferente a lo conocido, siendo uno más, sin otras jerarquías que las que establecen el valor o la inteligencia de cada hombre dentro de un grupo; deseaba conocerse a sí mismo en libertad, sin las corazas protectoras de su rango y su linaje, sin el amor protector y al mismo tiempo posesivo de los suyos en torno; sin el amor, siquiera, de Eurídice, la única mujer que realmente le había impresionado en su vida después de su madre.

Al cabo de un rato regresó a la cabaña. Cuando abrió la puerta, la luz de la luna entró y modeló el cuerpo desnudo de Eurídice dormida, tal como si fuese una estatua de mármol. Estaba tan bella, su espalda y sus caderas sobre las sábanas, sus largos cabellos derramándose alrededor, ondulados y brillantes; se veían tan espléndidos los volúmenes de su cuerpo, que Orfeo dejó la puerta abierta y la estuvo contemplando, primero de frente y después por cada uno de ambos lados de la cama, a fin de gozar de varios cambios de perpectiva visual.
Disfrutó  calladamente de la contemplación de sus estilizadas curvas, de los bien torneados miembros, de sus femeninas concavidades y convexidades, de los incitantes pliegues de su piel, entrecerradas puertas hacia su interior que hacían palpitar de nuevo su sexo con su mera visión y sus sugerencias de delicias y de fusión. 
Se inclinó hacia ella llenándose de su perfume, buscó en vano, como un ciego animal instintivo, las zonas sombrías de la hembra en busca de acres aromas lunares, de humedades invitadoras; la besó, la acarició, pero sólo obtuvo un lejano sobresalto molesto de su durmiente amante.
Se enfrió entonces un tanto y se separó de ella porque le daba la impresión de que Eurídice no estaba en aquel cuerpo yacente, que, aunque atractivo, dejaba de ser deleitoso al tacto sin su atención despierta dentro. Volvió a tocarlo y confirmó el alejamiento de su amada,
“Sí, es una atención lo que somos”-pensó-, “sin la atención, sin la consciencia atenta, estas formas no son sino una bella estatua vacía esperando a su dueña... Eurídice... ¿dónde está ahora tu alma que aquí no está?”.
Se sentó a contemplar la aletargada estatua de carne cálida, pensando lo qué era realmente Eurídice, lo qué era Eurídice para él y lo que seguía siendo cuando no se encontraba en su cuerpo como en aquel momento, cuando aquella atrayente arquitectura sensual se convertía en algo inerte, vacía de su presencia consciente.





Cerró los ojos y pensó en ella primero como Eurídice individuo, como aquel sabio, espiritual, dulce, alegre, amoroso y buen individuo que era su amigo del alma, una persona totalmente leal y afín a él, alguien en quien se podía confiar a vida o a muerte. Una persona  sincera, alguien que seguiría siendo un amigo valiosísimo aunque no existiese ni sexualidad compartida ni ningún otro tipo de interés material entre ellos. Y dio gracias a la Vida por aquella perfecta amistad.
Pensó después en ella como mujer, abriendo de nuevo los ojos a la belleza de su cuerpo; como Eurídice mujer, la hermosa mujer, tan mujer y tan señora, una independiente Dríade de la Diosa, casi una Amazona inalcanzable, que le había escogido a él, entre tantos machos completos, guerreros viriles, diestros campeones, proveedores seguros de placer, de alimento, de bienes conquistados y de seguridad.  A él, que ni necesitaba afeitarse, a él cuyo vigor muscular poco se diferenciaba del de ella, a él, de quien hacían chistes los guerreros a sus espaldas en el campamento después de cada ejercicio. A él, ante quien su padre se desesperaba pensando que “eso” era el heredero legítimo al que la corona de Tracia estaba destinada, hasta que renunció a favor de su hermano...  a él, cuya única habilidad era dominar las vibraciones de la voz y de la lira con una sensibilidad tan femenina, que tenía que modularla cuidadosamente para hacerla sonar viril.
¿Qué había visto Eurídice en él aparte de eso? ¿Se había sentido tan atraída por su rango de príncipe heredero que había considerado poco importante todo lo demás?
...No podía creer aquello, estaba acostumbrado, desde adolescente, a percibir con claridad cuando las muchachas se dejaban atraer por la ilusión o por el calculado interés por la corona y no por su persona, y Eurídice veía la persona, además de la corona; sin duda la veía y la apreciaba; y tampoco se había enfriado lo más mínimo su amor y su entrega después de haberle comunicado su irrevocable renuncia al trono.
Deseaba estar ya lejos de todos aquellos condicionantes natales, hacerse hombre ante la dificultad, realizar hazañas, lograr que su amada pudiese sentirse orgullosa de él a partir de cero por su valor, por su resistencia, por su sagacidad, por su arte, por la singularidad especial de ser quien era, y no por ser hijo de su padre... o de su madre, ya que rechazaba aquel ciego y desmedido orgullo que Kalíope sentía por él, lo justificase o no algún mérito personal, tan sólo porque lo consideraba egolátricamente parte de sí misma, como hacían todas las madres con sus hijos.

Aquella misma noche Eurídice le había dicho que estaba dispuesta a abandonar oficialmente la Fraternidad de las Dríades si dejaba en su vientre la semilla de un niño antes de partir; casándose antes con él al modo griego, ya que así no habría el menor peligro de que su madre y sus compañeras pudiesen sacrificar a la Diosa, como la Ley exigía, el posible hijo varón de una futura Sacerdotisa-Ninfa.
Pero él no quiso aceptar. Y lo explicó así:
-Mi amor, un hijo nuestro no es sólo un producto y obra de tu capacidad natural de creación y gestación y una síntesis tuya, por mucho que las sacerdotisas de la Diosa y siglos de matriarcado lo aseguren. Yo sé que es también producto y obra de la mía y una síntesis de todo lo que yo soy en el momento de concebirlo (y de todo lo que hubo antes de mí y me formó), como cualquiera de mis composiciones musicales, o de las que compongo conjuntamente con otros músicos.
Del mismo modo –siguió- que yo sólo canto en público una composición cuando estoy completamente seguro de que ese hijo artístico mío está bien concebido y gestado porque no le falta nada de lo que puede darle gracia, potencia y equilibrio, así quiero también que sean los hijos vivos que coloco en el mundo, para que encuentren en su propio fluir natural su felicidad y sean capaces de expandirla.
No puedo poner hijos en el mundo en este momento, Eurídice,  porque todavía no he desarrollado en mí las potencias que quiero transmitirles. Trataré de desarrollarlas en esta expedición guerrera a la Cólquide. Volveré a tí con ellas desarrolladas, y entonces te juro que nos casaremos y tendremos hijos, si tú aún estás libre y lo deseas... o no volveré nunca.-
-¿En qué potencias estás pensando?- preguntó Eurídice, muy preocupada por aquel exceso de rigor.
-La primera –contestó él-, ahora que he renunciado a la corona de mi padre, es la de lograr hacerme rey de mí mismo, libre, independiente y autosuficiente, no por causa del nombre o de los bienes de mi linaje... Esa soberanía natural y esa libertad para adaptarme y arreglármelas en cualquier lugar del mundo y bajo cualquier circunstancia, quiero que sea algo que mis hijos lleven en su sangre, además de la que viene de tu propia soberanía, Eurídice. Y la pretendo conseguir siendo un extranjero sin títulos oficiales que forma parte, como uno más, de un grupo bien competitivo de campeones griegos.
La segunda, es que deseo conocer en la práctica dónde están mis límites como hombre de acción, cuan fuerte es el poder de mi voluntad, cómo de real es mi autodominio, mi prudencia y mi valor, es decir, mi virilidad. Sé que es mayor de lo que muestra mi apariencia, pero necesito afrontar retos para medirme con un realismo que yo mismo pueda comprobar.

Y como lo que mejor puedo desear, para el resto de mi vida, sería entregarme al cultivo y al desarrollo armónico de mis hijos junto a tí, tanto los de la carne como los de la música, necesito vivir mi aventura, ahora que soy joven y libre, a fin de que inspire mi vida y mi obra, y fortalezca también mi autoestima, para poder tener (además de mitos e historias de otros), vivencias verdaderamente propias que cantar y una buena opinión de mí mismo sobre mí mismo, la única que me interesa, antes de que llegue el tiempo en el que las responsabilidades me inhiban de toda posibilidad de aventura.
…Además, compañera del alma, espero que esta ausencia mía sea la última prueba de la realidad indudable y de la solidez de nuestro amor. Si sobrevive a ella, se convertirá en un amor tan fuerte que será eterno, que irá más allá de la vida y de la muerte. Ese es el único tipo de amor que me interesa, es el que deseo ser capaz de generar para ti, Eurídice... y es el que quiero para quienes vayan a ser los padres de nuestros hijos, unos hijos que serán los primeros de una nueva era en la que no habrá otras diferencias entre la mujer y el hombre, o entre Dionisio y Apolo, que esas diferencias que le dan su alegría, su placer y su gracia a la variedad asombrosa de la existencia.
Nada más dijo Orfeo, calló y se quedó mirándola, y en sus ojos se veía cuan claramente había estado meditando lo que había dicho, antes de decirlo.
-Yo adiviné que todas esas potencias existían en ti, mi poeta, desde el día en que te conocí... creo en ellas y no necesito comprobarlas –le respondió Eurídice amorosamente-. Además creo en tu gran nobleza interior, que es mucho más patente y brillante aún que la externa de tu linaje. Todo eso, junto a tu maravillosa creatividad musical y a la belleza de tu expresividad, me decidieron, sin la menor duda, a ceder a mi primer impulso intuitivo y a escogerte para eventual padre de mis hijos. Ahora que te conozco, quiero más que tu semilla, quiero pasar la vida a tu lado, quiero que lo compartamos todo juntos... Hasta quisiera que cuando se acabe esta vida, pasásemos juntos a la siguiente.

Se abrazaron. Tras un rato de fusión en la emoción, puro instante presente, pleno, placentero y doloroso, sentido hasta el último de sus átomos, remató Eurídice, mirándole a los ojos:
-…Pero si crees que necesitas desarrollar más esas potencias hasta comprobarlas, y plantearte retos y vivir tu aventura, vete como guerrero, acéptalos y vívela, amor mío, que yo comprendo lo que te pides a tí mismo y seré la animadora de tus sueños y quien más celebre cada uno de tus logros o de tus intentos, cuando sepa de ellos. Y te esperaré siempre, mi amigo, mi cómplice. Lo celebraré contigo cuando vuelvas, coronando tus triunfos o aliviando tus heridas y fracasos con mis besos, que de todo habrá en este mundo para nosotros...

Él la abrazó de nuevo y metió la cabeza entre sus senos, queriendo tocar con su frente el corazón que moraba en aquel valle de ternura. Ella lo acogió como se acoge a un niño y lo acarició dulcemente.
-Ve guerrero mío, guerrero-artista, poeta querido, realízate, construye tu propia leyenda para que podamos contársela a nuestros hijos y eso les anime a hacerse grandes en todo, a fin de que quieran también construir la suya y evolucionar en ella.

Todo eso recordaba Orfeo que había ocurrido en el cuarto de aquella humilde cabaña de pastor, justo antes de que se entregasen a la unión apasionada de su despedida, que había terminado con un salto de Eurídice a un placentero estado de fusión en el vacío, una especie de dulce pequeña muerte, de la que todavía no había regresado a su cuerpo, aquel cuerpo hermoso y bienamado que yacía sobre el lecho bajo la luz de la luna.
-“¿Dónde estás si ahí no estás Eurídice?” –había preguntado por última vez Orfeo. Y desde su propio corazón le llegó clara la respuesta:

-“Estoy en tí, Orfeo mío, siempre estaré en tí mientras en mí pienses, porque yo soy tu femenino interno, tu Alma, tu sentir de la Diosa, de la Mónada Espiritual que te guía, quien se proyectó a ese cuerpo que ahí ves durante un tiempo de tu vida, para mejor corresponder a tu amor”.

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