sexta-feira, 9 de setembro de 2011

50- EL FIN DEL MUNDO

EL FIN DEL MUNDO    


 Anónimo Anónimo


Caminó y caminó por un terreno frondoso y ondulado, evitando los escasos caseríos que divisaba, pues sólo le interesaba llegar de una vez al Fin del Mundo y encontrar la playa de sus sueños, aquella del peñón rocoso en forma de uña. Se detenía sólo para dormir, envuelto en su capa. Nada más alborear, seguía los valles que enfilaban el oeste entre las viejas montañas plenas de verdor. Continuaba ayunando por pura disciplina, sintiendo que necesitaría reforzar al máximo su voluntad y su autodominio antes de llegar a su meta, pero volvió a beber para tener fuerzas para viajar; con todo, se sentía como un fantasma que recorriese un mundo fantasmal en busca de un semejante.
Después de largos valles húmedos de tierra fertilísima, el terreno iba ascendiendo a lugares más altos que eran verdaderas selvas de robles y castaños milenarios y de muchas otras especies arbóreas cuyos nombres no sabía. Afiló el bastón en forma de lanza con su espada ibérica para precaverse del asalto de los lobos que aullaban por las noches muy cerca de su hoguera.

Madrugaba en un mundo de nieblas que sólo a media mañana se iban despejando. En una ocasión, la densa bruma que desde la espesura de lo alto de la montaña avanzaba, adueñándose del mundo visible en dos largas lenguas confluentes que semejaban brazos con garras a él dirigidos, le recordó la doble hilera de ánimas quejumbrosas provenientes de las crestas del acantilado que había visto cruzarse en su sueño antes de enfilar las bocas del Infierno. Justo en ese momento, se oyeron unos ululares verdaderamente escalofriantes, que eran respondidos por otros igual de asustadores no muy lejos.
Estremecido, se ocultó tras un árbol y estuvo al acecho largo rato, espada en mano, aguardando la horrible aparición de algún monstruo del más allá. Pero nada ocurrió, ya que sólo se trataba de un pájaro al que en la región llaman cárabo, que llamaba a su hembra. Durante todo el resto del día y de la noche, se vio sumergido en un mundo de ensueño en el que avanzaba por el medio de un mar de niebla espesa que no le dejaba ver nada a quince pasos.

En otros momentos llovía torrencialmente durante un buen rato. Orfeo se veía obligado a pasarse largo rato junto al tronco de uno de aquellos gruesos robles barbados mientras caían gruesas gotas sobre su capa desde las ramas. Pero luego volvía a lucir el sol con toda su  gloria y la tierra se veía más hermosa, sus colores más diáfanos y sus aromas más intensos tras el lavado.

Cruzó por un puente primitivo un hermoso río de aguas transparentes, que bordeaba un paisaje exuberante y encantador y aprovechó para tomar un baño en sus orillas, ya que sentía la necesidad de purificarse antes de acceder a la última etapa de su viaje.
El ayuno prolongado le había dejado tal sensación de ligereza que casi no creía que fuese a hundirse su cuerpo bajo el agua. Mientras se bañaba, vio dos nutrias persiguiéndose y una bandada de negras cornejas cruzó ruidosamente sobre su cabeza.

            En la tarde del tercer día, empezó a bajar desde el monte y, de repente, tuvo una visión gloriosa: ¡El mar! Un horizonte gris plata ilimitado se extendía ante él, más allá de montañas y cabos. El mundo de la Tierra Firme estaba llegando a su término y él era uno de los pocos hombres de su generación que podía decir que lo había recorrido en toda su extensión, desde el extremo Oriente donde el sol nace, hasta el extremo Occidente donde muere.


Al final de la cuesta se abría una playa de arena blanca ante una bahía cuya agua sabía por fin a sal, lo que le animó muchísimo, aunque sólo al atardecer pudo ver, por fin, como el Sol se ocultaba tras unas montañas que debían llegar hasta el Océano. Se sentía muy ligero en medio de su ayuno integral. Colocó unas cuantas piedras encima de otras sobre las dunas, formando un ara, y encendió en ella una hoguera para realizar una ceremonia. Con la punta de la espada se hizo un pequeño corte en el brazo izquierdo y ofrendó unas gotas de su sangre a Poseidón, dueño de las olas que lamían la playa frente a él; otras gotas para Hermes, que le había guiado hasta el mar, y otras para Hades y Perséfone, a cuyos dominios se acercaba.
            Era un rito excepcional, ya que a Orfeo jamás le habían gustado las ofrendas con sangre, pero también se encontraba en un estado excepcional. Esperaba que las divinidades lo entendieran y que apreciaran su sacrificio. Ofreciendo su sangre, se ofrecía a sí mismo. “Dioses, hágase en mí vuestra voluntad” -pensó-. “Yo hice todo cuanto podía hacer para llegar hasta aquí, llevado por mi anhelo. Puesto que sois vosotros quienes lo habeis provocado y mantenido tan fuertemente en mí, espero que me sigais usando como instrumento para llegar a la conclusión de esta experiencia. Aceptaré todo cuanto me mandeis”. En su meditación posterior, se vio a sí mismo colgado por hilos del cielo, como una marioneta que sus Guías podían manejar sin resistencia.

            El día siguiente se lo pasó atendiendo a sus intuiciones, que le fueron llevando a contornear las largas y recortadas playas de la bahía interior en dirección norte, siendo que hacia el sur se divisaba una sierra rocosa y desnuda de extrañas formas, que tenía todo el aspecto de ser una morada de dioses, como el Olimpo o el Parnaso, lo que también le atraía mucho. Pero, al doblar una de aquellas pequeñas ensenadas vio a lo lejos, entre brumas, la silueta de un enorme cabo avanzado, semejante a un cetáceo de piedra que se lanzase a surcar el interminable río Océano y supo, dentro de sí, que era allí a donde debería dirigirse.
Bordeando verdes elevaciones desgastadas y campos fértiles, alcanzó el arranque del cabo a la mañana siguiente y, medio cubiertos por la arena en la playa interior que la montaña resguardaba de la bravura del océano, descubrió los restos desvencijados de un navío grande, de típico aspecto mediterráneo y negra proa curvada en espiral, rodeado de las numerosas embarcaciones ligeras, de madera y cuero, de los nativos, los pescadores galaicos de la zona. Detrás de ellas había un ancho mar de dunas al que se asomaban, entre los muros derruidos y quemados de un pequeño almacén fortificado o de una factoría naval, sus chozas circulares de piedra con tejado de paja de centeno, que despedían apetitosas humaredas.
Se dirigió a una de ellas inclinando la cabeza y levantando las manos con el saludo suplicante del forastero y enseguida recibió el abrazo y el beso de la hospitalidad de dos de los pescadores, un hombre maduro, barbudo y bien curtido y su hijo.

Compartiendo poco después el almuerzo con ellos, entendió que el poblado se llamaba Hermes (más otra palabra bárbara que prolongaba feamente el nombre) y que el almacén lo habían construido, efectivamente, como una factoría comercial y sobre un asentamiento fenicio anterior, unos helenos que aún diez años atrás encontraban muy rentable traer mercancías desde el Sur de Iberia para intercambiarlas por los minerales preciosos nativos, ya que parecía abundar el oro en las arenas de los ríos galaicos.
-De vez en cuando algún navío mercante mediterráneo vuelve a aparecer por la bahía interior durante unos días preguntando por los Nerios, que es el nombre por el que nos conocen los griegos- dijo el pescador-, tal vez porque tomaron a nuestra protectora, la diosa del mar, Navia, por una de sus Nereidas... aunque, en realidad, nosotros nos llamamos “Los Fuertes”, porque hay que ser muy fuerte para vivir de la pesca en este litoral tan bravo, con unos vientos tan desfavorables.
-En mi tierra sopla el Bóreas que viene del norte y es duro y el Céfiro, que viene del sur y es suave -dijo Orfeo, por confraternizar con ellos, antes de pasar a preguntarles lo que le interesaba- ¿Cómo se llaman vuestros vientos?
El padre y el hijo se miraron dubitativos. Luego habló el hijo, con el cantarín y sinuoso acento de los Gal:
-Aquí es mucho más sencillo: o no hay temporal y entonces salimos a pescar, o lo hay y es imposible salir.
-Vive algún griego por aquí?
-Vivieron dos durante seis años -respondió el hijo-. Trabajaban bien y tenían muchos ayudantes de aquí, recolectando mercancías del interior y distribuyéndolas mientras llegaba la próxima nave a cargar o descargar, pero los mataron y ya no hay nadie que se cuide de su almacén.
-¿Quién los mató? -preguntó Orfeo horrorizado.
-Unos piratas del norte –el hombre hizo el gesto de escupir al suelo-  vestidos de pieles y con las caras espantosamente pintadas. Llegaron en una flotilla de doce naves ligeras, que llevaban cabezas de serpiente talladas en la proa. Salvajes, sanguinarios, malnacidos. No sólo mataron a los griegos, sino a todos cuantos intentaron oponerles toda la resistencia posible, mientras las mujeres y los niños huían hacia el interior. Luego saquearon e incendiaron la villa. Al año volvieron a aparecer otros comerciantes helenos en tres naves, pero al ver lo que había ocurrido, se marcharon después de hacerles un rito funerario a sus compatriotas, y ya no regresaron más.
            -Lo que cuentan los abuelos -añadió su padre-... es que la gran época del comercio naval y del aflujo constante de peregrinos se dio, sobre todo, en tiempos más antiguos, en los que este puerto era la capital de un orgulloso reino que, infortunadamente, desapareció  una noche bajo las aguas y las dunas, tragado por una ola enorme con la que la Diosa del Mar quiso castigar la soberbia y la impiedad de los pueblos que aquí vivían, antes de que esta tierra fuera conquistada por nuestros antepasados.

Orfeo preguntó abiertamente, entonces, por el Fin del Mundo de los Vivos y por la entrada a la Mansión de Hades y sólo obtuvo un aprensivo encogimiento de hombros del joven, como si no quisiera ni tratar del tema. Pero el padre lo miró bien adentro de los ojos durante un rato y le dijo:
            -...El reino de Hades pudiera existir o pudiera ser tan sólo uno de tantos cuentos que los viejos inventan junto al fuego para ayudar a pasar el invierno... pero, si por ventura existiese, ilustre huésped ¿De qué le serviría a un hombre tan vivo como tú que alguien supiera indicarte la supuesta entrada a sus portales?
-No es una simple curiosidad -respondió el vate-. Hace años que no hago otra cosa sino buscar esos portales. La mujer que amo me aguarda tras ellos y no me detendré hasta poder estar de nuevo junto a ella, ya sea rescatándola para la vida o compartiendo con ella la muerte.
Hubo un largo silencio, en el que el dueño de la casa pareció escudriñar hasta el fondo la sinceridad o la salud mental del viajero. Orfeo lo captó y quiso decirle muchas cosas que estaban pujando por salirle del corazón, pero la elemental lengua franca que usaban entre ellos apenas servía para entenderse mínimamente, así que pidió licencia, sacó su lira y empezó a expresar con ella cuanto era incapaz de decir con palabras.
Cuando terminó, padre e hijo le miraban desde sus asientos, profundamente conmovidos y con los ojos húmedos y había también lágrimas corriendo por las mejillas de las mujeres de la familia, que no habían podido resistir el venir a escucharle. El amor de Orfeo por Eurídice llenaba ahora cada rincón de la modesta casa de los pescadores, un amor palpable, visible, indudable, un amor capaz de remover y estimular la capacidad de amar y los sueños del más tosco y seco de los seres.
-Amigo huésped –dijo el dueño de la casa sentidamente-, considérate en tu propio hogar, aliméntate y descansa bien, mas por la tarde vete, si quieres, por el sendero que hay a la derecha de la puerta de nuestra casa, hasta el extremo de éste que los forasteros llaman el Cabo del Fin del Mundo o Promontorio Ártabro, y nosotros el Cabo de las Altas Aras y luego, en lugar de regresar, como tantos peregrinos hacen, asciende a su cima, como ascienden los pocos que saben. Allá arriba, puede que tu corazón y los dioses que comandan tu destino te digan lo que te conviene hacer.

Por la tarde, efectivamente, el bardo pudo contemplar el horizonte ilimitado del Gran Río Océano desde la punta de un acantilado, que no estaba dirigido hacia Occidente, exactamente, sino más bien hacia el Sur o Suroeste, ante un faro muy antiguo de piedra que contaba con un gran depósito de leña en su base, a cubierto de la lluvia, para guiar a los navegantes en las aguas más agitadas y peligrosas que jamás hubiera visto antes, bajo las que se adivinaban corrientes, remolinos, peñascos ocultos, sirenas y monstruos.
            En la base del faro, incontables caminantes de todas las naciones habían dejado sus huellas: exvotos, talismanes, basura, mucha basura y signos grabados, algunos de ellos en forma de pata de oca o de concha marina; o escritos con fecha, entre los que abundaban las alabanzas y las cruces de gratitud a Hermes, Zeus, Poseidón y demás dioses, ya conocidos o bárbaros.
            Entre otras muchas, menos originales, pudo leer una inscripción toscamente grabada en grandes letras griegas, firmada por un tal Diogenios de Calcis, que decía: “Llegué hasta aquí y sigo sintiéndome el mismo imbécil”


No se entretuvo mucho en un sitio tan prosaico ni se le ocurrió, siquiera, añadir una vana marca más al bosque de ellas que lo afeaban y comenzó a ascender, bordeando el litoral, hacia la cima del monte que dominaba el cabo, bordedado por acantilados rocosos muy mordidos por las olas y el tiempo. Ascendió entre tupidos y punzantes matojos de espinos bajos, que los nativos llamaban tojos, por lo que parecía ser un sendero de cabras o caballos salvajes. La cuesta era empinada y la cumbre del cabo estaba bien alta, así que llegó arriba bastante fatigado, pero le compensó la potencia estética del paisaje, con una vista panorámica casi circular.
Hacia el oeste, el inmenso Océano acababa fundiéndose con las nieblas bajas de un cielo donde se apelotonaban los ejércitos de nubes, amenazando su oscuridad con futuras batallas de tormentas que deberían provocar horribles naufragios entre los navegantes que no supieran encontrar rápidamente un refugio entre las altas paredes de roca. Justo enfrente del cabo, un islote de aspecto asesino le recordó la destrucción del  barco de Arron nada más llegar a Iberia y la angustia que precedió a su milagrosa salvación; pero este mar parecía mil veces más frío y amenazador que el Gran Verde de los egipcios, pelasgos, fenicios y helenos. Este mar tenebroso era, más bien, el Gran Gris. Sintió claramente que se hallaba ante el Abismo que precedía al Hades.
Hacia el sur y el este se extendían largas playas de arena blanca, orladas de más islotes, y también las viejas montañas verdes y desgastadas por las que había venido, destacando muy bien, justo frente al cabo, al otro lado de la bahía interior, aquel inmenso conglomerado de  bulbosas moles de granito rosa que le había parecido un lugar sagrado nada más verlo y del que los indígenas le habían dicho, con evidente respeto, que cuando la Diosa hizo el mundo arrojó allí, sin orden ni concierto, todas las piedras que le sobraron y que en ellas se contenía toda la memoria de la Madre Tierra y sus poderes sanadores y fecundantes.
Algunos nerios lo llamaban, simplemente, “El Pedregal” pero otros lo habían nombrado ante Orfeo como “El Pindo”. Supuso que lo bautizaron así los desgraciados comerciantes helenos que vivieron y murieron en el Fin del Mundo, en memoria de la sierra que cruza Grecia desde la Iliria hasta el Golfo de Corinto... (¿O le habrían dado el nombre del de aquí al de Grecia los helenos galaicos de la tribu de Turos...? “Vete a saber”, como decía él)... Se dio cuenta de que no tardaría el sol en acostarse sobre la mar por el oeste y de que, desde allí, la aparente morada de los dioses se hallaba justo al este.
Entonces miró hacia el norte y vio que la cima del cabo todavía se coronaba, por aquel lado, con varias acumulaciones de redondeados peñascos graníticos, pulidos por siglos de vientos y lluvias, así que se dirigió al primero de ellos, siguiendo el sendero.


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