sexta-feira, 9 de setembro de 2011

60- REGRESO A TRACIA

REGRESO A TRACIA   


 Anónimo Anónimo 
    

Hay muchas versiones sobre el final de la historia de Orfeo, tras su salida de los Infiernos. La mayoría de los bardos dicen que se quedó muchos días como petrificado sobre la playa del Fin del Mundo, sin querer comer ni beber, deseando tan sólo morir para regresar al Hades con Eurídice.
Pero Hades no volvió a abrirle las puertas, ni quiso que las Parcas cortasen el hilo de su vida antes de la fecha marcada en su destino... tal vez  decidió que el mejor castigo por haber dudado de su palabra, de su amada y de sí mismo en el último momento, sería hacerle rumiar solo, en el mundo de los vivos, la vergüenza y el dolor de su fracaso durante algunos años más.

El caso es que se dice que un día lo vieron reaparecer por Tracia, su país, todavía conservando cierto encanto, pero con los cabellos agrisados y con los sufrimientos pasados marcados en su rostro. Llevaba consigo su lira y le acompañaba un muchachito rubio algo retrasado, con el pelo muy corto, que nadie sabía si era un hijo suyo, aunque lo trataba cariñosamente como tal, o un huérfano vagabundo de pocas luces, hallado por los caminos, del que se apiadó.


Orfeo pudo percibir, entonces, la gran cantidad de tiempo que había invertido en su búsqueda, al informarse de la actualidad y al contemplar los enormes cambios producidos entretanto en su país. Mientras él juraría que no pasó más que un par de noches en la otra dimensión, casi toda una generación había transcurrido sobre la tierra, y con ella pasaron también para siempre muchas de las personas por él conocidas en su juventud: sus padres no estaban más en este mundo, ni muchos de sus otros familiares y amigos, como pronto se fue enterando.
Su hermano reinaba y el pueblo no parecía estar demasiado satisfecho con él, ya que, según oyó, aunque había comenzado muy bien, ahora los gravaba con impuestos impopulares y con una militarización y un control excesivos.
 El bardo dejó sus cosas con el muchacho en una venta y subió solo a palacio, a saludar al rey y a los parientes que le quedaban, que se pusieron muy contentos de verle y le brindaron su mejor acogida.


Tomando juntos los alimentos y las bebidas de la hospitalidad, se enteró de que el antiguo matriarcado ya había sido derrocado plenamente en toda Grecia (aún resistía algo en Tracia, aunque la madre de Eurídice, ya había dejado el mundo y otra Alta Sacerdotisa la había sucedido) …y que los aqueos estaban preparando una gran expedición contra Troya, la única competencia comercial fuerte que se les oponía en el Egeo. Tracia estaba muy comprometida con su rey, Príamo, que  había sucedido a Laomedonte, por causa de los pactos jurados por su padre, el rey Eagro, y por el enlace de su hermano con una orgullosa princesa troyana a la que no amaba. El actual soberano tracio no tenía mas remedio, sin ganas, que entrenar a un gran contingente de tropas y que apretar el cinturón al pueblo para acumular y reservar una gran partida del presupuesto del estado, a fin de poder ayudar a la defensa de su rico aliado cuando se produjese la inminente invasión del Helesponto.
Micenas y Esparta instigaban a los demás helenos al conflicto, con vagos pretextos de honor ofendido convertidos en romances por los vates. Nadie se los creía, desde luego, porque estaba claro que lo que realmente les interesaba era controlar el importante flujo de comercio que venía del Mar Negro (aquél que el rey Eagro había despreciado en su día) y colonizar con griegos sus orillas.
A Orfeo no le pareció extraño que algunos de los caudillos griegos jóvenes que se proponían marchar contra Troya fueran hijos de sus antiguos compañeros argonautas o de los reyes y príncipes amigos con los que se relacionó en el pasado:  el principal campeón con el que contaban los aqueos se llamaba Aquiles, y era el único de sus siete hijos varones que el argonauta Peleo, príncipe de Egina y actual soberano de Ptía, había conseguido arrebatar del sacrificio a su esposa Tetis (la última suprema sacerdotisa pelasga que conservaba el título de Hormiga-Reina de la Gran Diosa en Grecia). Lo logró agarrádolo por el talón y tirando de él hacia la vida cuando ya el resto de su figura se estaba diluyendo en la dimensión de los inmortales. Aquiles, engreído, cruel y prepotente, preparaba para la invasión a los hombres-hormiga, los disciplinados guerreros mirmidones con los que sus padres habían conquistado Yolcos.
Aquel hijo adoptivo de Laertes de Ítaca que él había conocido como un niño, casi parecía que hubiese sido ayer, que usaba con acierto un arco más grande que él, Odiseo, ya estaba casado con una princesa cefalonia, Penélope, y tenía fama de ser un rey más astuto que su padre, el famoso Sísifo de Éfyra. También Néstor de Pylos, aunque decían que ya se veía mayor, formaba parte de la alianza. Junto con Diomedes de Argos y los fillos de Telamón de Salamina, Áyax el Grande y el famoso arquero Teucro, engendrado en una princesa troyana cautiva. 

Lo que sí sorprendió tristemente al bardo y le hizo darse cuenta de lo rápido que había transcurrido el tiempo mientras él se encontraba en el remoto Occidente, fue enterarse de las muertes de dos queridos camaradas:


El primero, el comandante de los argonautas, Jasón. Tras haber renunciado al trono de Yolcos, reinó en Corinto, el reino heredado por su esposa, la hechicera colquídea Medea. Tuvo cinco hijos y fue feliz con ella hasta que la maga se empeñó en conseguir la inmortalidad para los dos últimos por los clásicos procedimientos matriarcales.
Eso causó un grave conflicto entre ambos, provocando que dejasen de cohabitar juntos y que Jasón, al cabo de un tiempo, se pusiera a considerar la proposición del rey vecino, Creonte de Asopia, un patriarcalista típico que le ofrecía casarse con su hija Auge para unir ambos reinos, sin preocuparse de pensar siquiera que Medea pudiera no estar de acuerdo.
Jasón decidió tentar una vez más a la fortuna: se divorció de Medea y, a pesar de que su derecho al trono sólo venía de ella, se dispuso a casarse con Auge sin renunciar a la rica corona de Corinto. La hechicera, profundamente ofendida, simuló resignarse y someterse, pero sólo para que Auge aceptase, como regalo de bodas, un bello camisón nupcial tejido por sus manos. En cuanto se lo puso, la consumió en llamas, quemó a su padre, a todo el palacio y barrios vecinos, e incluso a los dos hijos mayores que había tenido Jasón de Medea.
Jasón logró salvarse y salvar a su tercer hijo saltando con él por una ventana, pero los habitantes de Corinto se quisieron vengar del devastador incendio yendo con palos y hachas a por Medea, que consiguió huir. Aunque, en medio del tumulto, mientras luchaban contra su guardia y sirvientes, mataron sin querer a los otros dos hijos suyos con Jasón, los más jóvenes, precisamente los que ella destinaba a la Diosa.
Medea, tras algunos intentos infuctuosos de recuperar Corinto, donde nadie la quería, acabó regresando a su Cólquide natal. Allí, por medio de otras intrigas no menos brujiles y enrevesadas, arrebató el trono a su tío y se casó con el rey de Mosquia, uniendo ambos países bajo su mando hasta ahora.

Jasón, loco de dolor por la muerte de sus cuatro hijos, perdió el deseo de alimentarse o asearse y se dejó invadir por una depresiva amargura. Abandonó su palacio y bajó al santuario de Poseidón de la playa, ante el cual había mandado varar el gran trofeo de su vida, el navío “Argo,” con el que un día partiera en busca del Vellocino de Oro.

Bajo su proa se quedó sentado, recordando su juventud, meditando sobre lo efímero de la gloria y los triunfos humanos, mientras comparaba tristemente los antiguos tiempos con los actuales, en los que todo su ánimo y su vitalidad parecían descomponerse tanto como la madera del “Argo,” que ya se veía llena de carcoma. Nadie podía escapar, por muy altas empresas que lograra coronar, al último fracaso: el que llega para todos de la mano de la vejez y de la muerte. Más alta la ascensión, más profunda la caída.
Se dice que Poseidón, su protector, apiadado de su imparable dolor, decidió librarlo de él antes de que envileciera su alma de héroe, y envió un golpe de viento marino que, aún no siendo muy fuerte, provocó que el carcomido mascarón de proa de la galera se desgajara definitivamente y cayera sobre el cráneo de Jasón, matándolo de inmediato. 


El otro compañero de Orfeo muerto era nada menos que Hércules: tras haber participado en docenas de guerras y en un sin fin de combates individuales, tras haber tenido incontables hijos, todos varones, de incontables mujeres a las que no había logrado amar ni la mitad que a Pyrene.
            Pero un día se apasionó por una princesa hermosísima que conducía su propio carro en la guerra como Atenea, Deyanira (secretamente hija de Dionisio con Altea, esposa del rey Eneo de Calidón). Tenía muchos pretendientes, aunque todos, menos uno, se salieron de en medio en cuanto él lanzó su reto. Finalmente, el coloso tuvo que luchar contra el temible Aqueloo para ganar la mano de la princesa y lo venció.
Celebrando la victoria, se casaron y vivieron muchas noches de ardientes fusiones. Jugando juntos el más bello de los juegos, Hércules engendró en ella varios hijos y a su única hija, Macaria, que era la luz de sus ojos. El errante guerrero se había convertido en un feliz padre de familia, todo miel y dulzura.
Pero seguía sin saber controlar su fuerza y provocando muertes de inocentes sin querer por causa de ello.
 Así que se vio obligado a exiliarse de Calidón durante un año para purificarse. Su amante esposa decidió renunciar temporalmente a las comodidades palaciegas que correspondían a su rango y, llevando a su niña en brazos como la mujer de un vagabundo, se unió a su destino y a su destierro.
Cada vez más, Hércules rogaba a los dioses que le liberasen de su ego a fin de detener la rueda de desoladoras repeticiones en su vida. Sentía que precisaba crear un vacío para que algo verdaderamente nuevo llegara a ella.

Una mañana, los tres se encontraron en la necesidad de cruzar el río Eveno, que bajaba torrencial y desbordado por las lluvias. El hombre-centauro Neso, que era muy fuerte, se hallaba en la orilla ayudando a cruzar sobre sus brazos a quienes le contrataban. 
Hércules quiso ocuparse personalmente de cruzar a su hijita y encomendó a Neso que llevara a Deyanira.
Pero en cuanto el centauro tuvo a aquella beldad turbadora entre sus brazos, se volvió loco de lujuria, se demoró a propósito en entrar en la corriente y, cuando el coloso ya estaba casi llegando a la otra orilla, echó a correr con ella hacia el bosque en dirección contraria, con la intención de violarla.
Deyanira gritó y Hércules, sin soltar a su hija, consiguió llegar a tierra, puso rápidamente una de sus flechas en el arco y la lanzó con su mejor puntería desde gran distancia, alcanzando al centauro en la espalda.
La herida no era mortal y Neso aún pudo correr un buen trecho bosque adentro, pero la flecha estaba envenenada con la sangre de la Hidra de Lerna y el centauro sintió que toda la suya se quemaba por dentro. Antes de expirar y de que su matador apareciera al rescate de su esposa, pidió ahogadamente perdón a Deyanira, confesando que su belleza le había hecho perder la cabeza y ofreciéndole, para compensarla, un talismán mágico: le dijo que si guardaba algo de su sangre en la pequeña calabaza de viaje que llevaba para beber, la mezclaba con el agua con que lavara una de las camisas de su esposo y conseguía que Hércules se la pusiera, también él perdería la cabeza por ella y nunca jamás volvería a mirar a otra mujer.

Deyanira, cuyo tormento principal, a pesar de toda su inteligencia, valor y encanto, eran los irrefrenables celos que sentía cada vez que su coloso era admirado por otras mujeres, guardó un poco de aquella sangre, la mezcló con el agua al lavar la camisa preferida de Hércules, la bordó bellamente y, en cuanto tuvo el primer motivo de desconfianza, se la ofreció a su marido como un regalo de amor que ella adornara con sus propias manos, en agradecimiento por haberla rescatado del centauro.

Hércules se disponía en ese momento a realizar un sentido sacrificio a los dioses en la cumbre del monte Eta, para que le perdonaran las limitaciones de su carácter y le ayudaran a canalizarlas constructivamente. Se acordó, justo en aquel momento, de las últimas palabras de su maestro, el centauro Quirón, antes de abandonar voluntariamente este mundo: “No estés triste, amigo mío, demasiado tiempo he prolongado mi vivencia en este plano. Pero llega un día en el que hay que renunciar a los apegos y atreverse a sacrificar la inmortalidad del yo, para poder descubrir la inmortalidad de la Vida”
Sobre un altar de piedra, el coloso había preparado un gran montón de leña; acercó las víctimas, se lavó de manera ritual y preparó su camisa limpia. En cuanto se la puso, la ponzoñosa sangre de la hidra de Lerna (que mezclada con la de Neso, contaminaba, aunque invisible, las fibras del tejido), al juntarse con el sudor del héroe, penetró los poros de su piel y ulceró inmediatamente toda la superficie de su carne, produciéndole una quemazón terrible. Intentó arrancarse la camisa, consiguiendo tan sólo que grandes pedazos de piel se desprendieran con ella y que siguiera quemándose por dentro.
Al final, no pudiendo soportarlo más, decidió imitar a su maestro Quirón y renunciar voluntariamente a la vida con una muerte de guerrero: le prendió fuego a la pira de leña y luego se tumbó sobre ella, pidiendo a los dioses su purificación y su liberación total y definitiva.

El monte Eta estuvo ardiendo durante varios días, igual que los Pirineos tras la muerte de Pyrene. Deyanira, perseguida sin tregua por las furias del remordimiento, acabó ahorcándose. Los sacerdotes de Zeus, Atenea y Apolo aseguraban que, tras su muerte física, el coloso había alcanzado por fin un sitio entre las almas inmortales y que ahora era el guardián del Olimpo, no permitiendo el acceso a las dimensiones más elevadas a ningún espíritu que no se hubiera esforzado tanto como él por superar las limitaciones que lleva consigo la personalidad humana.


Tras escuchar estos relatos, Orfeo sintió que era el último superviviente de una intensa época ya pasada y juzgada por la Historia. No permaneció mucho más tiempo con sus parientes ni quiso contar más que vaguedades superficiales acerca de sus largas andanzas por el mundo. Tampoco se interesó por los cargos que le proponía su hermano para que reanudase su vida en la corte según su rango.
En lugar de eso, anunció a los suyos que deseaba retirarse a vivir como ermitaño y rogó que, si le querían, respetasen lo que había decidido sin discutirlo. Les deseó de corazón que fuesen felices, salió del palacio y ese mismo día tomó, con su joven compañero, el camino de la montaña.

Se instalaron en una cueva del Rhodope, cerca de la que había un bosque de viejos robles y castaños y una escarpada garganta rocosa por la que se despeñaba un río hacia un túnel subterráneo con fragor. Protegieron, alzando un muro seco, la parte de la entrada de la cueva más expuesta a los vientos dominantes, aunque dejando que entrase toda la luz posible por arriba. No dejó Orfeo de ornar la pared trasplantando a su base un rosal silvestre trepador, planta que tenía para él mucha significación, lo que dio un toque femenino a aquella rústica guarida de eremitas cuando subió por el muro y floreció.
Mientras hacía buen tiempo cultivaban un huerto minúsculo, que sin embargo, sobraba para alimentarles y para ofrecer algo a los visitantes que no dejaban de aparecer, atraídos por los maravillosos conciertos “en agradecimiento a la vida y a sus dones,” que daba Orfeo cada atardecer, sentado delante de su cueva y mirando hacia el enrojecido Occidente, acompañado a veces por el muchachito rubio, que, a pesar de ser casi mudo, no tocaba mal la flauta.
Muchos bardos se enteraron de que el famoso Orfeo vivía retirado en el Rhodope y fueron subiendo hasta allí para escucharle, para llevarle alguna ofrenda de cosas que no producía, como aceite, sal, fruta o ropas de abrigo, para acompañarle a tocar al atardecer, o para aprender de él, escuchando las enseñanzas que el bardo había recogido en sus amplias andanzas por el mundo.

Orfeo era muy afable y respondía con amabilidad a las expectativas de sus visitantes, pero siempre esquivó el tema de su supuesto viaje a los Infiernos y, por delicadeza, como veían que sólo mentarlo le afectaba, nadie se atrevía a insistir.
Sin embargo, no dejaba de entrar en temas filosóficos tales como la realidad del ser y el problema de la vida y de la muerte, sobre todo si era un iniciado en los misterios de Samotracia  o Eleusis, o simplemente alguien que deseaba peregrinar a aquellos santuarios, quien los sacaba a colación. Se dice que algunas de sus respuestas fueron anotadas por varios jóvenes ávidos de conocimiento. Uno de ellos, llamado Museo, era el que subía a dialogar con él con mayor frecuencia; otro, cuyo nombre no quedó registrado, fue el compilador del Glosario y las Notas Órficas que acompañan este blog, para instruir a aquellos que tengan algo más que simple interés literario.

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