sexta-feira, 9 de setembro de 2011

59 (3)-. EN LOS INFIERNOS

EN LOS INFIERNOS     


Anónimo Ninguém
            Efectivamente estaba abierto, aunque ante él se encontraba de guardia aquella inmensa bestia oscura de tres cabezas feroces de lobo, que le había desgarrado brazos y manos en su sueño. “Es otro de los miedos de mi mente –se dijo de nuevo, esta vez con una convicción a toda prueba-. Y lo que mi mente crea, mi mente puede transformarlo”.
Así, comenzó a poner en una improvisada canción el relato que Hércules le había hecho en Creta sobre como consiguió realizar el último trabajo que le encomendara el tirano Euristeo, seguro de que esa vez sería incapaz de cumplirlo: capturar al Cancerbero, el guardián del Infierno.
“Cuando por fin pudo detener su pensamiento y ponerse en estado de total vaciedad receptiva en el santuario de Eleusis, a donde el héroe había ido en busca de consejo, se presentó ante su visión la diosa virgen de verdes ojos penetrantes, hermosa y armada de todas sus armas, quien le dijo:
“Para poder ascender por el estrecho sendero que conduce hasta los cielos de la propia verdad, maestría e inmortalidad, amado mío, no tienes otra opción que atreverte a descender antes a los infiernos de la personalidad y enfrentarte al Guardián del Umbral.”
“¿Hablas de Cerbero? No le tengo miedo, diosa de mi alma. Sólo quiero saber a dónde tengo que ir para encontrarlo.”
 “Cerbero es una ilusión, una metáfora -respondió Atenea-. Lo que el Guardián del Umbral simboliza es la parte más oscura y taimada del personaje limitador y obstaculizador que tus pensamientos y sentimientos sobre aquello que te separa de Tu Verdad han creado en lo más profundo de tu subconsciente. Búscalo a la puerta de tus propios abismos interiores, en el laberinto de sombra donde ocultas lo que no te gusta ver de ti mismo.”
“Si está dentro de mí ¿qué arma puedo usar para vencerlo?”      
“Ninguna de tus armas puede destruir algo que tan sólo es un fantasma, una falsa concepción de ti mismo, un acúmulo de suciedad mental que vacía tu centro y que oculta lo más auténtico y poderoso que hay en ti.” dijo el femenino interno del guerrero.
“¿Cómo luchar con él, entonces?”, insistió Hércules.
“Luchar con él equivaldría a alimentarlo y engrandecerlo, cediéndole la energía de tu atención. No luches. Cuando dejas de combatir a tus miedos pierden toda su fuerza y se desinflan. Concentra toda tu atención desde el centro de tu frente, toda, en conectarte, a través de un irrompible hilo de consciencia con lo que en verdad eres y has sido siempre por toda la eternidad. Y no pienses en otra cosa”, respondió la Inteligencia Intuitiva de Zeus en su corazón.
Orfeo avanzaba cantando con toda firmeza las alabanzas al Ser luminoso, omnisciente y eterno que conformaba su esencia, centrándose totalmente en la identidad más elevada y poderosa que había dentro de sí. A medida que lo hacía, la acumulación de repeticiones que, con sus mismos rasgos, representaba la imagen de sus miedos, de sus insuficiencias, de sus remordimientos, de sus complejos, de sus resentimientos ocultos y de la suma de su propia negatividad en la imagen de aquel monstruo, parecía desmoronarse y empequeñecerse.
Al final, carente totalmente de atención, se diluyó, como las sombras de una pesadilla ante el despertar, cuando el bardo transpuso con determinación los altos umbrales subterráneos sin dejar de pulsar su lira.
Al adentrarse en la oscuridad de la caverna del subconsciente colectivo de su raza en él, más allá de donde llegaban las olas del mar de las emociones agitadas, notó como la música y el canto que salían de su ánimo formaban algo así como una figura luminosa y alada que iba a su frente conectada a él por un hilo de luz, guiándole y facilitándole el paso por entre aquellos antros uterinos en continuo y empinado descenso. Cuanta mayor intensidad ponía en su expresión, cuanto más se centraba en el poder de su Esencia, más relumbraba su guía y más rápidamente se apartaban los obstáculos.
Sobre las alas de su canto fue abriéndose camino por entre húmedos y angostos pasillos poblados de murciélagos, escalinatas sinuosas y poliformes grutas concatenadas, que conformaban las diversas regiones de los Avernos, sin dejar que interrumpiesen la fuerza y el fluir de su música las tristes, crueles u horribles escenas que ofrecían las ánimas en pena que pululaban por ellas, sombras impalpables sin voz, sin fuerza, sin gana, sin objetivos ni recuerdos, que, más que hablar, emitían unos silbidos ininteligibles y laxos, cada una envuelta en el tormento de tener que convivir con las formas-pensamiento negativas y con los remordimientos, culpas, fracasos, falsedades, vicios, automatismos y complejos, convertidos en Furias y Harpías, que durante su vida crearon con su comportamiento y con sus obras, y que ahora los rodeaban, chupando su energía, flagelándolos y picándolos sin piedad.


Por donde Orfeo pasaba, su canto valeroso y vital, reforzado por las invocaciones, conjuros y fórmulas sagradas que aprendían los iniciados de Samotracia y Eleusis para navegar firmemente por el laberinto del Mundo Oscuro sobre el recuerdo del propio Ser, intercaladas, al fin de cada estrofa, con la triple repetición de cada uno de los nombres masculinos o femeninos de la Divinidad que le venían de la inspiración,  interrumpía por un momento las obsesiones automatizadas de aquellos desgraciados espectros y proporcionaba , con la luz emanada de aquel verbo, una tregua, un alimento y un alivio al sufrimiento de sus oscuras mentes, recargándolas con las energías de una esperanza que casi tenían totalmente olvidada.


Su canto abría rechinantes puertas enmohecidas, apartaba barreras mentales, trampas, redes, rejas, monstruos, demonios y murciélagos, despejaba telarañas de rutinas y tinieblas de cobardías, e iluminaba los largos corredores laberínticos, salas capitulares, naos, pronaos, claustros neblinosos de vegetación marchita, pozos sin fondo de los que emanaban los gases nauseabundos de lo corrupto o los resplandores de lava de las bajas pasiones. No se detuvo en las alucinantes cámaras de tortura del reconcomerse, llenas de grúas y cadenas, ni en las mazmorras siniestras de los vicios y adicciones, ni ante los palacios y templos puestos del revés de los objetivos frustrados.


Atravesó las dependencias ruinosas coronadas de goteantes estalatictas de los proyectos nunca rematados, los patios monumentales poblados por hileras de armaduras de rigideces y corazas de resistencias, las cámaras de congelación donde se olvidaron un día las momias de los buenos propósitos, de las promesas no cumplidas, de los autocompromisos no trabajados, o aquellas enormes galerías, las más amplias y elevadas, llenas de pedestales soportadores de titánicas estatuas que se destacaban siniestras en la penumbra de la altura, atadas o envueltas por lienzos polvorientos, que hacían pensar en almacenes de héroes, dioses, amores y modelos del pasado, relegados para siempre al olvido por falta de fieles que les rindiesen culto.
Su canto, convertido en guía y concentrado totalmente en el recuerdo de lo esencial y eterno del propio Ser, para no conceder la menor fuga de energía de atención a todas las autoconmiseraciones que pueblan la mente profunda, le llevó, sin saber como, hasta el mismo corazón del abismo, una sala circular e inmensa rematada, sobre ocho enormes columnas, por una cúpula esférica en la que se encontraban inscritos los ciento diez glifos que representaban los arcanos del Camino Evolutivo de la Vida y de la Muerte. Bajo su centro, se encontraban, rodeados de una gran corte y en lo alto de un estrado, los tronos de dos majestuosas y graves figuras que no podían ser otros que Hades y Perséfone, emperadores del Inframundo.

Al llegar ante ellos por el pasillo que la multitud de sombríos cortesanos fue dejándole franco, impresionados por su luz, el bardo desplegó su saludo más gentil y agradeció sinceramente que le hubiesen permitido entrar hasta allá, para rogarles la devolución a la vida de Eurídice, demasiado pronto arrancada del mundo, sin la cual la suya propia no era sino media vida. Luego esperó una respuesta o un gesto, o al menos una expresión, por parte de sus interlocutores.
Pero no los hubo. Tanto los monarcas como sus cortesanos continuaban mirando al bardo impávidos, silentes, inmóviles y sin que nada en sus rostros permitiese percibir el efecto, positivo o negativo, que había producido su saludo y su petición.
El silencio se hizo plomo, depresivo, casi insultante, pero Orfeo sintió que aquello seguía siendo una prueba para las ilusiones de su mente. Nada de lo que percibía era real y todo pasaría, salvo el obstinado coraje de expresar vivencialmente la propia creatividad, plantando cara a la indiferencia del cosmos ante nuestra insignificancia, apenas por la belleza del amor validada. El coraje y el amor son las columnas que mantienen equilibrado y en pie el edificio de la existencia manifestada del Ser, en el ámbito del universo que Él mismo creó sobre el seno de su propio vacío.
Antes de que la aparente sordera o el calculado reto de aquellos siniestros personajes le hicieran sentirse desasosegado y pequeño, pidió licencia para cantar en su honor y aunque siguieron sin soltar palabra ni gesto alguno, dio la licencia por otorgada y, en pie en el centro del salón, acomodó ante sí su lira e imaginó que el instrumento se convertía en un sol cálido e irradiante.
Sobre la melodía ya ampliamente desarrollada de su Canción Occidental, con la mayor calma, Orfeo comenzó a improvisar estrofas portadoras de rimas alternas de forma refinada, original y virtuosa, sin que dejaran de ser claras y sencillas en su expresión, que describían la majestad impresionante del Reino Infernal y de su soberano, así como su poder absoluto e irresistible, ya que en sus manos se encontraban los hilos de la existencia de todos los seres, así como la facultad de juzgar sus acciones en la vida y de aplicarles su inapelable justicia durante ciclos sólo medibles por la intensidad del sufrimiento.
Mas, en medio de aquella soberanía omniabarcante, en medio de aquel imponente dominio y suficiencia, el vate dibujó para su público, tomándolo de lo más frágil de sus propios sentimientos, la insondable soledad del Ser en su individualidad, el imperativo anhelo de proyectarse, de espejearse, comunicarse, contrastarse, a fin de enriquecer lo conocido con la experiencia de lo desconocido, a fin de complementar la propia percepción sensible con la percepción sensible del “Otro” que también somos, sin el cual su infinitud eterna se convertiría en el estático y unidimensional aburrimiento infinito y eterno del Único, en Sí Mismo encerrado.



Describió con intensos y dinámicos movimientos sonoros el sordo reconcomerse del dios Hades en otra época, dando vueltas y vueltas, cada vez más agrias, insatisfechas e impacientes alrededor de sí mismo, como un océano de candente magma que remolinea en el interior profundo de la tierra... hasta que las tensiones y las presiones llegan a un punto en que la autoobsesión estalla, despedaza las amplias  bóvedas acorazadas y erupciona en la superficie como un volcán furioso y detonante.
En oleadas de versos cortos y graves arrojados ágilmente a borbotones rítmicos, Orfeo expresó una salida, un torrente incontenible, como ríos desbordándose en oleadas ardientes, como una galopada salvaje de negros caballos encabritados que arrastraran un carro de fuego, mostrando la abrupta ascensión de los sentimientos contenidos del Dueño del Abismo por los ásperos y oscuros túneles de la pesada materia subconsciente, hacia la superficie aérea y luminosa.
En un explosivo crescendo, hizo estallar en el aire las escalas acumuladas y liberadas, torbellino ascendente hacia una octava superior, y forzó a que el sonido y el gesto se quedaran vibrando y expandiéndose en la altura, hasta que aquellas serpientes de lava, desde tan profundo expandidas, se convirtieron en un águila sonora de amplias alas, que se alzó al zénit del firmamento libre y paseó agudamente su ojo poderoso por las cuatro direcciones del horizonte mientras planeaba muy alta, buscando un objeto en el cual fundirse, remoldelarse y completarse.

Orfeo cambió de tiempo, esgrimió su flauta y describió ante su muda pero atenta audiencia un nuevo escenario de aires pastoriles. Su música más alegre y dulce, poniendo un contrapunto a la gravedad imponente, restallante y viril del movimiento anterior, describió ahora un paisaje exuberante y femenino al pie del volcán, enmarcado en los márgenes triangulares de una bella isla pletórica de vida, bullente de arroyos que brillaban bajo el sol, plena de sonidos de insectos, pájaros, sonrientes brisas y leves lluvias fecundantes; fértil, florida y bucólica.


Concentrándose en la Emperatriz del Infierno, a quien dedicó una gentil inclinación de cabeza mientras tocaba, colocó ante ella la imagen pasada de una muchacha feliz, apenas cubierta la sensualidad emergente y pura de su adolescencia por una corta túnica naranja, que corría esparciendo nubes de pétalos de flores sobre los campos, seguida de mariposas, avecillas y antílopes, siendo recibida con el mayor amor, a medida que avanzaba, por la naturaleza toda, de la cual era la hija más amada, la sonrisa del mundo, la expresión de la vida misma en su aspecto más hermoso.
Cuando hubo adornado suficientemente el bello cuadro, dándole una amplitud abierta y panorámica, Orfeo volvió a cambiar rápidamente la flauta por la lira y, con un par de toques de cuerda graves y expectantes, colocó la bella escena en el punto de vista del águila que acecha a plena atención desde lo alto y que acaba de descubrir la presa anhelada.



Luego hizo que un vendaval aleteante de notas rasgueadas se lanzara incontenible desde la altura, que se hiciera todo él flecha y garra, que sonara en toda la sala la excitación de la cacería y que, de repente, un zarpazo seco y sonoro a ras de tierra se convirtiera en un movimiento nuevamente ascendente, que se llevó consigo la sensual pureza hacia el cráter del volcán y el oscuro túnel, que hundiría en el interior profundo de la tierra la juventud, las risas, las flores, la primavera radiante y los restos despedazados de alas de mariposas que aquella fuerza arrasó a su paso.
No dejó de percibir Orfeo el efecto producido por su canto en la pareja de reyes infernales, que intercambiaron durante un segundo una intensa mirada de reconocimiento (o quizás de helado desafío), justo un instante después del que marcaba, en la música, el rapto violento de Perséfone por Hades.
Habiendo conseguido que se reconocieran emocionalmente dentro de su personal historia, el bardo necesitaba ahora que también se identificasen con él y con la desolación en la que se encontraba sin Eurídice; así que, para que mejor la sintieran, pasó a describir la angustia y el desconsuelo de Démeter, la amorosa madre de Perséfone, cuando percibió que alguien se la había arrebatado siendo apenas una niña y como, igual que el mismo Orfeo, la Diosa de la Naturaleza Fértil emprendió una caminata de meses, buscando su pista por la Tierra y por los Cielos,  preguntando continuamente a los dioses y a los hombres por ella.
Y mientras tanto, descuidadas sus funciones, los campos se volvían estériles y el hambre y la miseria se apoderaban del mundo, de tal manera que el mismo Zeus tuvo que hacer de intermediario para llegar a un acuerdo que satisficiera mínimamente tanto a Démeter como a Hades.

Y fue por ello que el Rey de los Infiernos hubo de aceptar que su apasionado amor, la bella Perséfone, fuerza regeneradora de la vida, le abandonase cada seis cortos y largos meses, llevándose su contrapunto de luz lejos de las sombras, para ir a desplegar la Primavera a la superficie del mundo, de tal modo que la vida siguiera y también los dioses pudiesen existir porque los hombres, agradecidos por el necesario alimento o temerosos de perderlo, recordaran la conveniencia de rendirles culto.

-... En nombre de la misma legítima añoranza de amor que te hace esperar cada medio año a que tu ánima amada vuelva a llenar de luz y de alegría tus vacíos aposentos y tu alma, poderoso Hades –concluyó Orfeo-, yo te suplico que comprendas los sentimientos de mi pequeñez y que consientas en que la presencia viva de Eurídice vuelva a traer la primavera al infierno de mi alma. O si no, señor de la muerte, apiádate de ambos y toma también mi vida para que podamos reencontrarnos por fin en las sombras de tu reino.

Cuando la música cesó, Hades pareció salir un momento de su abismal impenetrabilidad y miró hacia su esposa Perséfone. Ésta esbozó una sonrisa que, a pesar de ser muy leve, trajo brillo de luna a la inmensa sala del trono del Mundo Oscuro. Luego puso sus blanquísimas manos en posición de aplaudir.
El emperador infernal aplaudió entonces y, concedido el real permiso, toda su pálida corte aplaudió con él abiertamente. Fue la mayor ovación que Orfeo hubiese escuchado en su larga carrera de artista y la que más encendió su alma. Se inclinó repetidas veces, agradecido, hacia todo su público mientras duró, luego puso su lira a los pies de Perséfone en forma de brindis o de ofrenda, quedando arrodillado y con la cabeza baja ante Hades, como quien espera un veredicto.

Hades tendió hacia él su mano y le hizo levantarse con un gesto. Luego dijo:
-Si atendiésemos las lamentaciones de todas las personas que aman y pierden a un ser querido, éste reino estaría vacío de súbditos y en la superficie de la Tierra no quedaría lugar ni oportunidad para que las generaciones jóvenes renovaran la vida y la hiciesen evolucionar hacia formas superiores, hacia el Cuerpo Mental-intuitivo, a la fusión de la personalidad espiritualizada con el Alma y la de ésta con la Mónada, pues no es otra la misión de tu Subraza.
            -La Ley Fundamental de la Vida del Ser que Es en su universo –continuó-, es la de la imparable, eterna transformación de sus manifestaciones, ya lo sabes. Ante ella, tan grande ilusión es la de que cualquiera de ellas pueda resistirse al cambio, como la de que su esencia vital pueda desaparecer. Sólo desaparece lo que, en realidad, nunca tuvo una auténtica existencia, porque sólo apariencia era, como la personalidad humana, construída a base de ponerle caprichosos límites al ser que somos, referidos siempre a un pasado que ya no existe, a un presente que sólo se usa para soñar en el futuro, y a un futuro que no se sabe si podrá vivirse.
Hades guardó silencio y se quedó mirándolo desde su poder. El bardo sintió que era el momento de la verdad: lo que fuera, sería ya.

-La Eurídice que recuerdas ya no existe, Orfeo, su cuerpo se perdió para siempre -dijo. Un leve gesto de sus manos dio a entender que no había nada que hacer.

Y, de repente, las luces se apagaron y todo alrededor reinó un silencio negro.

Un silencio total, frío,  aplastante.

El mundo parecía haber desaparecido.

Silencio,

frío,

soledad,

vacío,

Nada,

nada,

 nada.

Orfeo se quedó también callado largo tiempo, sintiéndose muy pequeño, mirando adentro de sí.

Listo, final, nada más que hacer, nada más que esperar. Se extrañó de que no le doliera, se sentía sereno, hasta aliviado, aún perdido en las tinieblas vacías  e interminables del Infierno. Entonces se dio cuenta por qué.
Eurídice y yo somos uno -dijo con sencillez para sí mismo–. Ella no es algo que se me pueda arrebatar. Vivirá en mí mientras yo viva, morirá conmigo cuando yo muera. Aún entonces, seremos una misma alma inmortal por siempre, como ya lo éramos antes de nacer y antes de conocernos en nuestros cuerpos. Realmente no era necesario haber venido hasta esta sombra a por ella. Siempre estuvo conmigo, hasta antes de conocerla ella es La Diosa y la Luz dentro de mí.


Entonces  se encendieron de nuevo todas las luces, aquí y allí.

Finalmente quedó todo el salón como antes, o más iluminado que antes, toda la corte había hecho un círculo expectante alrededor de Orfeo y del trono.

Perséfone levanto la vista de él y tocó suavemente con su mano la de su marido, éste la miró un momento a los ojos, con una ternura insospechada en su grave aspecto, y continuó dirigiéndose al bardo:
-Ahora sí que has llegado a donde había que llegar,  hijo mío. –dijo sonriendo dulcemente-. Perséfone y yo nos alegramos mucho.

Hades se puso en pié y habló firmemente como para que toda la corte intraterrena reunida le escuchase: - Si los mortales llegaran a enterarse de que hacemos excepciones a la Ley Fundamental para satisfacer sus vanos apegos y sus efímeras sensaciones y emociones, nadie aprovecharía su tiempo de vida para evolucionar, confiados en poder regresar a ella. Nosotros no seríamos justos si hiciésemos excepciones a las leyes creadas por El Único para un nivel de consciencia específico, mas sabemos utilizar leyes superiores a las que rigen las vibraciones más densas para elevar su nivel una octava. También somos buenos músicos, Orfeo, aunque no necesitamos lira.

El paso por la escuela del plano físico de la superficie del Globo Tierra (donde se aprende a amar y perdonar y a ser amado y perdonado),  es apenas una ínfima parte de vuestra existencia de Mónadas. Las Tinieblas, Orfeo, son la única realidad verdadera y permanente, de la que se viene y a donde se vuelve. La Oscuridad  del Gran Vacío es el útero virgen de la Gran Madre Inmaterial, el hogar del Espíritu Puro, origen, base y raíz de la expresión material de Su Amor llamada Luz, sin el que ni ésta ni nada podría existir.

Nuevamente Perséfone movió sus manos, juntando por un momento sus palmas, de una manera casi imperceptible. Luego miró hacia el vate con una sonrisa. En ese momento, su rostro cambió y se convirtió en el de Thais, la Suma Sacerdotisa del Templo del Amor.

Hades también había mudado su apariencia, que era ahora la del “Hombre Del Roble,” el ermitaño oficiante del Ara Solar. Alzó entonces su voz otra vez, para que, además de Orfeo, toda su corte escuchara su decisión y su mandato:


-Por tu profundo amor y determinación, por tu fe y tu valor, que te han hecho llegar hasta aquí, Orfeo, por tu comprensión final y tu aceptación, además del placer que nos ha causado tu arte, puedes regresar al mundo de la luz y llevarte lo que aquí haya de Eurídice, si ella también lo desease después de que te haya reconocido.

Sólo dos condiciones debes cumplir…
                                  


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