quarta-feira, 7 de setembro de 2011

43- LOS HABITANTES DE IBERIA


LOS HABITANTES DE IBERIA

 Capítulo abierto a la creatividad, en el las versiones se pueden extender sobre datos reales o mitológicos encontrados sobre a protohistoria de Iberia, siempre cuidando que los aportes científicos se describan como informaciones y reflexiones  que va vivenciando el bardo caminante a través de lugares, situaciones y personajes. Y que estén bien acompañados de imaginación, interés y calidad literaria.

MATERIAL INICIAL:

Todas las historias que recogía por el camino, más las músicas propias de cada paisaje y comunidad, que oía interpretar a los bardos nativos, más sus propias experiencias y creaciones, iban engrosando la Canción Occidental de Orfeo, quien fue cruzando los majestuosos Pirineos por los actuales valles de Cerdaña y Urgell, pasando al pie de sus cumbres más altas y remotas.
            Los indígenas de los valles de la región interior al pie de los Pirineos, que ni sabían que los extranjeros les llamaban íberos como conjunto y que sólo se autoidentificaban con el nombre de sus propias tribus, ya tenían un aspecto diferente a los de la región  más oriental, quienes, por vivir cerca del Mediterráneo eran, por tanto, más abiertos y permeables a los modos civilizados.
            Estos interioranos se veían como gente muy burda y elemental, con la que no servían las lenguas francas conocidas. A veces Orfeo sólo podía entenderse con señas. Eran duros guerreros, brutales y  feroces frente al enemigo y a los prisioneros, aunque amables y hospitalarios con los caminantes, a los cuales trataban con la mayor generosidad. Tenían un aspecto bien austero, dormían en el suelo, sobre paja, como los animales, y encontraban bello, tanto los hombres como las mujeres, dejarse crecer el cabello hasta media espalda o más, lo que les obligaba a ceñirse la frente con una banda para trabajar o luchar. En realidad, pasaban la mayor parte del tiempo con aquellas ridículas bandas puestas sobre sus cabezas y sólo lucían sus lustrosas melenas durante las fiestas y cortejos, para que los demás las admiraran.       
Comían mucha carne de chivo de sus rebaños, complementada con un pan de bellotas de encina. Para elaborarlo, dejaban secar las bellotas y luego las trituraban, las molían y hacían con ellas la masa, que se horneaba. El pan resultante no tenía mal sabor y se conservaba durante algún tiempo.
Aunque normalmente sólo bebían agua, conocían también la cerveza y la sidra, y las consumían en sus fiestas, en bastante cantidad y sin mesura. Esto y su costumbre de hablar a gritos, entrecruzando las conversaciones y sin que nadie escuchara a nadie, además de su manía de coleccionar las cabezas cortadas de los enemigos muertos, con las que decoraban sus casas y hasta sus caballos, era lo que más aspecto de bárbaros les daba a los ojos de un extranjero culto y lo que más repugnantes les hacía aparecer, cuando se entregaban a aquellos excesos. 
El vino, que les traían las caravanas de arrieros dentro de pellejos de piel de cabra con el pelo vuelto hacia dentro (lo que decían que daba un mejor sabor), lo trocaban muy caro a cambio de su ganado, miel y pieles, o de esclavos prisioneros de guerra, cuando los capturaban. Por tanto, lo bebían en raras ocasiones. Pero si lo conseguían, lo consumían tan rápidamente como si fuese cerveza, compartiéndola con las gentes de su propio clan y con los huéspedes en festines muy poco elegantes, porque no sabían para nada dosificarse. Iban en busca de la pura borrachera y de la inconsciencia, después de pasar por una vana y pesada explosión de euforia y prepotencia jactanciosa que les calentaba demasiado el alma, dejando que salieran a la superficie todas sus competencias y sus instintos guerreros, lo que, a veces, hacía que aquellas bromas y pullas que tan alegres comenzaron, degeneraran en peleas terribles que no raramente terminaban en derramamiento de sangre.
A la hora de la bebida ni los más altos y cultos entre ellos practicaban nada semejante a un ritual de concentración: ni separaban el comer y el beber, ni sacralizaban mínimamente la ingestión del poderoso néctar de Dionisio. Estos rústicos montañeses, igual que otros habitantes de regiones incultas, ni siquiera se cuidaban de rebajar la pureza del vino mezclándole partes de agua, según la vibración ambiente, para alargar la sesión sin perder la dignidad, sino que bebían el vino puro mezclándolo con la grasienta comida, sirviéndose ellos mismos, sentados o hasta en pié, de una manera ruidosa, agitada y vulgar, manchándose los vestidos, sin agradecer por tener alimento,  ni hacer ofrendas a los dioses, ni cánticos, ni sentido de comunión, ni juegos, ni la menor altura intelectual, repitiendo y repitiendo de la bebida mientras quedara una gota. Con todo lo cual, más que a la sociabilidad, la alegría inteligente, la inspiración, la conexión y el éxtasis, daban salida enseguida a lo que de más brutal, bestial e inconsciente había en ellos.
En medio de la fiesta, los hombres se arrancaban a danzar en corro con mucha algarabía, al son de flautas y trompetas, dando saltos y acabando en una genuflexión arrogante, con los brazos abiertos, como quien dice: “Aquí estoy yo”. En algunos lugares Orfeo pudo ver que las mujeres, siempre más finas dentro de la barbarie, y que en este país tenían cierta belleza exótica para él, no tenían reparo en beber y en danzar con los hombres que les gustaban delante de todo el mundo, cogiéndoles de las manos y usando, a veces, de movimientos y gestos que pasaban facilmente de la exposición de la gracia femenina a una provocación sensual medio arrogante, desafiadora  y completamente innecesaria, que parecería vulgar e inaceptable a las refinadas y discretas matriarcas de la Pelasgia.

            Usaban mantequilla para cocinar en vez de aceite, lo que les hacía oler como ovejas. Comían sentados en bancos de piedra empotrados en los muros, en orden a la edad y el rango. Los manjares se pasaban en círculo, reservando un sitio de honor a los convidados y sirviéndoles los primeros. Utilizaban recipientes de barro o vasos de madera muy vulgares, sus hogares carecían de la menor estética. Los días de fiesta celebraban derrochadores banquetes comunitarios, que contrastaban enormemente con lo austero de su cotidiano.
            En ocasiones especiales, usaban pinturas corporales, especialmente para la guerra, en las que conseguían expresiones feroces y salvajes pasándose por partes de rostro y brazos bolas o cilindros de arcilla húmeda impregnada de una tintura vegetal de distintos tonos de azul. Sus gritos de guerra, o incluso de fiesta, se parecían a estentóreos y alargados cantos de gallo.
            No tenían la menor consideración con el reino animal, lo despreciaban y maltrataban como hacen todos aquellos los que quieren olvidar el escalón evolutivo más próximo a donde ellos mismos se habían encontrado recientemente, cazaban indiscriminadamente a cuanta fauna silvestre se les ponía a tiro, inclusive a las crías, como si los recursos de la naturaleza fuesen inagotables, y ni siquiera trataban bien a sus espléndidos caballos íberos, los más bellos y grandes que Orfeo viese jamás. Ensuciaban los ríos, depredaban con la misma imprevisión el reino vegetal, talando las maderas nobles sin replantar jamás e incluso, en lugares de ganadería, prendían fuego en los pastos secos para que ardiesen al capricho del viento, creyendo que así se regenerarían más pronto los pastos, sin saber que estaban propiciando la desertización de sus llanuras a largo plazo.
           
Estas rudas maneras, en un pueblo que, por lo demás, mostraba un gran encanto y gallardía personal, eran lo que más desagradaba a Orfeo, ya que era a causa de actitudes semejantes que los griegos menospreciaban a los campesinos y montañeses de su propio país, Tracia, diciendo que la diferencia entre un hombre griego y un hombre tracio era que, “cuando bebía, el hombre tracio se quedaba en puro tracio y perdía el hombre”.
  
A pesar de aquella rusticidad e incultura, había algo en los ibéricos que fascinaba al bardo: hasta del más andrajoso de ellos emanaba de forma natural una dignidad tan grande que le hacía parecer un aristócrata disfrazado, bien consciente de su soberanía interior. Todas las mujeres de cualquier edad  miraban con naturalidad a cualquier hombre de frente y con la cabeza alta, aún estando perfectamente tranquilas y serenas, y ninguna parecía fingir humildad , modestia o recato, como era costumbre en Grecia hasta entre las féminas más guerreras y encumbradas. Ni siquiera los mendigos parecían sumisos. Pedían extendiendo la mano en silencio, y les dieran o no les dieran, daban las gracias en un tono que hacía sentir al otro que era él el beneficiado por brindársele la oportunidad de mostrarse generoso con un hermano y que, en cualquiera de las vueltas que da la vida, el que ahora recibía su ayuda podía ser el que le ayudase.

La soleada península occidental debió ser un país muy apetecido por todos desde tiempos muy remotos y se veía un gran mestizaje de razas. Parecía abundar entre ellos la mezcla de ligures mediterráneos, o sea, acadianos de la Era Anterior más pelasgos arianizados de la Cuarta Subraza caucasiana lunar. También reconoció gentes que eran, claramente de la Quinta Subraza solar, algunos de ellos parecidos a los griegos y otros con rasgos que le hacían pensar a Orfeo en tipos humanos que había conocido en Tracia, procedentes de pueblos del remoto Norte, tal vez hiperbóreos, o ilirios, aunque ellos le decían que el país de donde habían venido un día sus antepasados estuvo en el Centro del Asia profunda , allende el Cáucaso y las tierras de los persas, a las orillas de un mar que ya secó y se convirtió en desierto. Quien esto le contó, dijo pertenecer a la tribu de los “Saefes”, y le contaron otros que los tales Saefes  eran la tribu que predominaba en el extremo Occidental de Iberia. Inscribían con frecuencia su tótem, en forma de serpiente, sobre rocas que delimitaban sus territorios, junto a los caminos principales. Como tantos de los que suelen usar reptiles como símbolo, se decía que los Saefes tenían grandes conocimientos de  Magia Lunar.

Nenhum comentário:

Postar um comentário