quarta-feira, 7 de setembro de 2011

16- EL DESCONSUELO


EL DESCONSUELO      

Se quedó atónito un rato, mientras su amada iba perdiendo calor y color.
Mas enseguida reaccionó. Salió corriendo y envió a los guardias de la portería a caballo para que trajeran los médicos de palacio. Éstos llegaron inmediatamente, junto con sus padres y hermanos, pero tan sólo pudieron certificar la muerte de Eurídice.
Orfeo no quiso de ninguna manera aceptarla, él era un iniciado en la Escuela de Quirón y en los antiquísimos Misterios de Samotracia, donde le habían revelado, provocando una separación temporal de su consciencia fuera de su cuerpo, la  inmortalidad  evidente del Ser y su eterna capacidad de regeneración.
Se negó a dejar que su mente se empantanase, como las de las gentes vulgares, en la ilusión materialista de la muerte irreversible.

Así, asentó lo mejor posible sobre su caballo el cadáver de Eurídice, envuelto en mantas, lo ató a su propio costado para que se mantuviese erguido y cabalgó veloz hacia la montaña más alta y nevada de los Rhodopes. Cuando el caballo ya no podía seguir, la cargó en sus brazos y ascendió a pie, trabajosamente, hasta el borde del glaciar, donde depositó el cuerpo amado en una urna de hielo natural, cavada con su propia espada, para que se conservase durante todo el tiempo posible, y lo cubrió bien con todos los trozos cortados y con piedras, para que ningún animal pudiese llegar hasta él.

Después, regresó a la corte, recurrió a sus padres, e hizo que convocasen a  los sabios más famosos para que le dijeran como volver a Eurídice a la vida.
Pero todos le explicaron que eso era imposible, pues el cuerpo y la mente se disgregan tras la muerte y los recuerdos de la memoria individual se olvidan.
Todo el mundo trató de consolarlo y de recomendarle resignación. Él no quería ni lo uno ni lo otro, sino una solución efectiva. Buscó a más personas de conocimiento, fue a visitar a los sacerdotes kabíricos y olímpicos, a las sacerdotisas de la Diosa, a los chamanes de las aldeas remotas, a los santos ermitaños de los montes, a los brujos y a las hechiceras, y sólo le dijeron que tenía que rezar para desprenderse de su enorme apego, que sólo prolongaría su sufrimiento y dificultaría el desprendimiento del espíritu de Eurídice de la dimensión material en cuanto no se disolviese. Nada de lo que intentó le dio el resultado que su corazón quería. 
-Hubiese podido tratar de recuperar a tu mujer para la vida mientras ella hacía el largo recorrido entre su muerte y su llegada a la Laguna Estigia –le dijo un famoso hechicero al que conoció dos meses después–. Pero ahora ya no, ha pasado mucho tiempo, ya estará en el Hades y del Hades no se sale. Tendrías que haberme visitado antes.

Las compañeras de Eurídice en la Fraternidad de las Dríades cumplieron su amenaza y quemaron completamente la granja apícola de Aristeo, quien tuvo que huir de la región durante algún tiempo. Sin embargo, Orfeo nunca llegó a enterarse de aquel lance, pues nadie quiso aumentar, relatándoselo, el lacerante dolor que ya sentía.

La Alta Sacerdotisa Ninfa, madre de Eurídice, arrasada, llena de sentimiento de culpa por su tolerancia, consideró aquella desgracia un justo castigo de la Diosa  por la incastidad de su hija, al ceder al primitivismo de la  pasión y renunciar a ser una Dríade por causa de un común amor humano. Reclamó y reclamó el cuerpo de su hija, para hacerle un funeral decente, pero Orfeo se negó a devolverlo. Recurrió al rey y a la reina, pero ni las presiones más violentas de éstos consiguieron que su hijo revelase donde había escondido los restos, por lo que no tuvieron más remedio que dar largas y más largas a un proceso legal inconveniente e  inaceptable.
 Cuando la Ninfa vió pasar el tiempo sin que se le hiciese justicia, intentó  provocar una indignada revuelta de su Colegio Sacerdotal contra la Corona,  pero las otras  Sacerdotisas Mayores no la secundaron porque su situación política era delicada y una acción así podría dar pretexto para ser barridas definitivamente de la esfera del poder, en favor de los sacerdotes olímpicos. De modo que ella, aislada y amargada, se  encerró en el universo de la oración y no quiso, ni recibir a Orfeo ni volver a tener ningún trato más  con la familia real.

De vez en cuando el amante inconsolable, igualmente aislado de su familia por su inadmisible desobediencia a sus padres y monarcas,  subía solo hasta el glaciar, asegurándose de no ser seguido -no quería que nadie supiese donde estaba el cuerpo, para que no lo enterraran sin su permiso-. Le llevaba rosas silvestres del valle, hablaba con ella, retiraba un poco las piedras para sentirla más cerca y le daba una cierta esperanza ver que el hielo impedía su corrupción.

La última vez que estuvo allí, había nevado tanto que le costó mucho encontrar aquel sitio, que no quería, en modo alguno, llamar tumba. Bajó hasta el bosque, cortó un árbol joven a golpes de espada y lo subió hasta el glaciar, hincándolo junto a la urna de hielo para marcar el lugar.
-Eurídice, mi amor, te juro que iré a buscarte al País de los Muertos -prometió ese día con pasión.

Volvió a recurrir a quienes le habían merecido más crédito entre sabios, chamanes, sacerdotes, sacerdotisas, místicos, hechiceras y brujos, preguntándoles como llegar al País de los Muertos, pero no obtuvo ninguna respuesta práctica o fiable. Y todos le aconsejaron que no se empecinase en su vano empeño, unos recomendándole resignación y otros tachándole abiertamente de loco.



Con todo ésto, fueron pasando los años como si fuesen días y él casi no se daba cuenta. Sus padres estaban preocupados por su salud mental y esperaban que el tiempo le curase, pero, al ver que persistía en su obsesión, le buscaron tratamientos médicos, que él rechazó.
Por fin, el rey Eagro le mandó llamar para que hablaran muy en serio, dejando, sabiamente, que antes lo hiciese su madre, la dulce Kalíope. Cuando ella le hubo preparado con sus comprensivas palabras de mujer, entró él y le dio el toque masculino, diciéndole que ya era hora de que asumiese su desgracia como un hombre, que se dejara de pedir imposibles y que aceptase un trabajo en la corte, que estaba muy necesitada de servidores de confianza para resolver importantes asuntos. En ellos podría canalizar su energía positivamente.

-Eres muy joven, aún puedes casarte, tener hijos, enviudar y volver a casarte más veces. Si fueras un rey, además, tendrías la obligación ante tus súbditos de hacerlo. Así es la vida, hijo, puro cambio, transformación, fluidez. Nadie puede apegarse demasiado a nada ni nadie en este mundo efímero y cambiante ni, mucho menos, quedarse prendido del pasado.

-Dejadme, antes, ir a consultar al Oráculo de Delfos -respondió su hijo finalmente-. Si allí me dicen que lo que pretendo es imposible, volveré y aceptaré ese cargo.
Sus padres intercambiaron una mirada y accedieron a su petición. Estaban seguros de que si el Dios Apolo no lograba curar aquella alma atormentada, nadie más lo conseguiría.


Orfeo viajó, pues, hasta el Santuario de Apolo en Delfos, situado en la Fócide, al pie del alto y peñascoso monte Parnaso, donde consultó a la pitonisa, que hacía de medium canalizadora de los mensajes del Dios de la Luz y de la Curación. De camino meditó muy bien sobre la manera en la cual podría enunciar con precisión su pregunta, para evitar una respuesta llena de ambiguedades, como las que solían dar los sacerdotes.
Cuando llegó al templo, oró al hijo del gran Zeus, incomparable en la pulsación de la lira y en adivinar el destino de los hombres y las naciones. Luego le ofrendó un sacrificio, sin olvidar a ninguna de sus Musas. Sus deseos se habían, finalmente, cristalizado en esta petición:
“¿Podré conseguir que los soberanos del País de los Muertos me devuelvan a Eurídice para que continuemos en vida nuestro interrumpido amor hasta que muramos juntos?”




Después de haber mascado hojas de laurel en ayunas, sentada sobre un trípode de hierro, al borde de un abismo de donde llegaba una corriente de aire helado inspiradora, la pitonisa, una sacerdotisa de más de cincuenta años vestida como una doncella, se convulsionó y pronunció algo ininteligible. El sacerdote-profeta había puesto el oído junto a sus labios y vino a dar a Orfeo la respuesta del Oráculo, que era así de sorprendente:

"Aquello que la limpia, constante y desinteresada voluntad de un alma humana llena de amor se propone conseguir, si en verdad está liberado del egoísmo de la personalidad, del desánimo o de la duda, logra que el universo entero, en todas las dimensiones de la realidad, conspire para su efectiva consecución"

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