A la Comunidad de Milesia se accedía por la entrada en una
aldea galaica no muy diferente de todas las demás que Orfeo había visto, que se
encimaba en una colina a poca distancia del Camino de las Estrellas. La colina
era un mirador sobre otras colinas más interiores y cercadas de bosques, que acababan en un valle entre montes algo
más altos. Se extendía por una tierra fértil y bien regada, dividida en siete
haciendas.
Pronto se enteró, por directa experiencia, de que en la aldea de acceso se encontraba
también la recepción a donde llegaban los visitantes, que después eran
encaminados a las tres haciendas más próximas, donde también vivían familias y niños. Aunque
había puestos de Guerreros Libres por toda parte, le había dicho Turos, quien lo presentó al acogimiento de huéspedes, antes
de despedirse de él, que la Hacienda
Milesia 5, a la que ya se encaminara toda la tropa de Aito, rodeada por un bajo muro de piedra, era el cuartel principal de los celibatarios
Brigmil, que protegían Milesia 6, situada más alta, en el arranque del verde valle intramontano,
recogida residencia del Maestro Armenguin y de sus colaboradores de total
confianza, que integraban la cúpula jerárquica rectora. La séptima hacienda era
un apartado y silencioso retiro de montaña donde nacía el río transparente que regaba toda
la región.
Ya hacía más de dos semanas que Orfeo se encontraba en la
hacienda Milesia 3, y no sabía si quedarse o marcharse. Por una parte le
molestaba y hasta oprimía la rígida disciplina, la férrea autoridad de los
escalones jerárquicos y el impuesto silencio e incomunicación personal que allí
imperaba, muy especialmente entre las personas de ambos sexos, entre residentes fijos y temporales, entre veteranos y novatos, entre guerreros y civiles. Las personas que coordinaban su hacienda no paraban de discursar que aquél era un lugar pensado para desprenderse de la personalidad y de todo lo supérfluo, a fin de poder vivir como almas.
Por otra, estaba fascinado por el perfecto orden y la eficacia y la abundancia en lo necesario con que funcionaban todos los servicios comunitarios y, sobre todo, por el extraordinario ambiente musical,
lleno de espiritualidad, que enmarcaba todos los trabajos colectivos del día.
Desde el amanecer hasta el atardecer, antes de cada refección y, prácticamente, una vez cada dos horas, todos los residentes en Milesia, unos trescientos moradores fijos y bastantes más temporales, llamados Milesios o Milesianos, se reunían para tocar y cantar bellos himnos muy bien entonados.
Desde el amanecer hasta el atardecer, antes de cada refección y, prácticamente, una vez cada dos horas, todos los residentes en Milesia, unos trescientos moradores fijos y bastantes más temporales, llamados Milesios o Milesianos, se reunían para tocar y cantar bellos himnos muy bien entonados.
De entre todos los himnos que los seguidores de Amerguin cantaban,
uno era el principal. Sonaba con la mayor solemnidad y marcialidad y el día
central de la semana, el “Día de Recogimiento y Conexión”, prácticamente todos los miembros de
la Comunidad, salvo los centinelas, se reunían a media mañana en grandes grupos
en los mayores patios cubiertos de cada una de las haciendas de Milesia y pasaban
hasta tres horas repitiéndolo con la
mayor devoción, aunque alternándolo con otros himnos, mantras y oraciones a cada ciclo
de doce cuentas de un rosario de semillas que casi todos llevaban al cuello.
Orfeo se lo aprendió muy bien y pronto le permitieron acompañarlo con la flauta
y la lira, aunque los instrumentos que mejor lo destacaban era las gaitas,
trompetas y tambores y, por supuesto, las arpas en los momentos álgidos. Amerguin comparecía de vez en cuando en cada una de las diferentes haciendas y Orfeo se había quedado encantado y transportado por su maestría de bardo de bardos la primera vez lo escuchó. Cuando él mismo dirigía el conjunto de instrumentos y voces, se creaba una espiral ascendente de ritmos entusiastas que proyectaba la vibración concentrada de todos hacia las cotas más altas del misticismo épico y abría verdaderas puertas interdimensionales en las mentes y los corazones de los participantes.
Aquel himno maestro se titulaba “Ejército de Luz” y ésta es
la traducción que Orfeo hizo a su lengua natal, aunque perdiendo con ello las
potentes rimas y la sonoridad del idioma Goidélico o Gaélico.
“Divino Misterio
Supremo,
Fuente Original de
todos los seres y mundos,
dueño de todos los
nombres,
nos ofertamos a Tí
en perfecta
disciplina y unidad,
somos tu Ejército de
Luz.
Tuyas son nuestras vidas,
úsanos.
Devotámoste la
energía
de nuestra sintonía y
sincronía,
nos vaciamos
conscientemente
de pensamientos y
deseos personales,
para estar completos
a Tu disposición
y siempre confiando
en Ti.
Haz de nosotros y con
nosotros
Tu Voluntad, cúmplase
tu Plan.
Porque Tuyos son la
Sabiduría,
El Amor, el Poder y
la Gloria.
¡!Así Es ahora y
eternamente!!”
Jamás antes, ni en el ejército tracio de su padre ni en la
Escuela de Héroes del Monte Pelión ni durante la Expedición Argonáutica, había Orfeo
escuchado un himno tan dinámico, tan guerrero y tan devoto como aquél. era un
himno ideal para entrar entonándolo en la batalla como un bloque compacto e
imparable, para lanzar hacia toda parte nubes de flechas, estocadas y lanzazos,
evolucionando en grupos ordenados como mortales danzarines, era un impulso
animador para mantenerse luchando o trabajando durante horas sin disminuir el
caudal de energía, sabiéndose conectados a la Fuente inextinguible del
verdadero Poder.
Era una segura conexión con la más elevada de las egrégoras
para invocar el coraje y la fe en los momentos de mayor tensión y peligro, e
incuso para aliviar el dolor de las heridas, la agonía y la muerte, y había
tonos específicos más intensos o más recogidos, para cantarlo en cada una de
esas ocasiones.
Los Guerreros Libres estaban continuamente ensayando
aquellas variabilidades de tono, muy especialmente cuando marchaban o cuando
practicaban la esgrima, o la danza guerrera, que eran prácticamente lo mismo. Entonces
solían dividirse en dos grupos contendientes, que entrechocaban las espadas siguiendo el silabeo o el final de cada
frase, aunque también soltaban golpes inesperados en cualquier momento, que
eran reforzados por una sola sílaba o palabra del himno, lo cual podía repetirse
durante varios golpes seguidos en distintos tonos, antes de volver al hilo
general del himno.
Éste hilo general, esta sintonía intuida y mantenida, era la
corriente básica y común de la fuerza que unía al conjunto de los milesianos
durante cualquier acción o durante el reposo meditativo o contemplativo.
Ya que, a pesar de que cantaban su Himno Maestro masticando
cada palabra, haciendo todo un ejercicio d concentración sonora para que en
ningún momento se cayese en lo automático, todos y cada uno de quienes lo cantaban
se habían acostumbrado a abrir varias líneas simultáneas de atención en sus
mentes, que les permitían estar pronunciándolo con toda reverencia y sacralidad
y, al mismo tiempo, pensando o haciendo lo que demandaba la necesidad o el
compromiso de aquel instante o tarea, tal como si se estuviesen jugando la vida
toda en aquel preciso aquí y ahora.
Orfeo se admiraba de cómo los miembros de la comunidad, y,
muy especialmente, los Brigmil, habían llegado a compartir tal sincronicidad de
instintos, sentimientos, pensamientos y acciones, así como entre su propia
individualidad y el movimiento de lo colectivo, que actuaban con atenta unidad
tanto en el fragor y la confusión de la batalla, el galopar en oleadas, el hacer
o deshacer un campamento rápidamente, como en los trabajos cotidianos que mantenían
impecables los edificios, patios y paseos de sus haciendas, al tiempo que
perfectamente cultivados los campos y pomares que las rodeaban, abundantemente servidas de sus productos las mesas de los comedores colectivos y gratuítos y cubiertos diariamente de paja limpia los suelos de los grandes dormitorios, masculinos o femeninos, sobre la que todos se acostaban al anochecer.
Las parejas que llegaban a Recepción eran sistemáticamente divididas y cada uno enviado a una hacienda diferente, a menos que tuviesen niños menores de siete años, en cuyo caso se les permitía vivir juntos en cabañas especiales para familias. Sobre relaciones xexuales se decía que, quien quisiese tenerlas, podía marcharse fuera de la comunidad. Los muchachos y mozas mayores de siete años hacían la misma vida que los adultos.
Los Brigmil ya comenzaban a cantar himnos antes del alba, y entonces todo el mundo se levantaba y se unía a ellos. Seguía un tiempo para asearse y asear las instalaciones y luego se desayunaba y se repartían en diversos grupos os trabajos de la mañana. Orfeo trabajó en la cocina, en la huerta, en el transporte de alimentos y en la poda de árboles. Cuando era necesario se convocaba desde el amanecer a toda la comunidad para ocuparse de distintas labores en cultivos extensivos o en construcción, en cualquier momento de la jornada alguien arrancaba un himno y todos se sumaban a él mientras deshierbaban los plantíos o recogían las espigas o los frutos.
Se trabajaba mucho y la consigna más repetida era "hacer cada tarea lo mejor posible y un poco más". Si los supervisores no veían o sentían esta disposición, mandaban repetir el trabajo hasta que estuviese perfecto para sus ojos.
Había tres refecciones al día y siempre daba para repetir a quien quisiese, después de agradecer el alimento, todos se servían comenzando por los niños y luego por los novatos, esperando los veteranos a que se sentaran antes de servirse a su vez. Nadie colocaba la comida en la boca hasta que se daba la señal para todos comenzar al tiempo. A diferencia de los ruidosos banquetes que Orfeo había visto a su paso por todo el norte de Iberia, no estaba permitido conversar en el comedor ni en sus alrededores, y muchos se iban a comer en solitario debajo de un árbol. Siempre que se oía un rumor de voces, el coordinador o cualquier veterano, o los más impositivos entre los novatos, llamaban la atención al grupo.
Aquellas continuas llamadas al orden era lo que más desagradaba a Orfeo de su estancia en Milesia, aunque entendía que el silencio era esencial para que tantas personas se mantuvieran concentradas en la conexión interna y en la colaboración grupal que era la razón de ser de aquella comunidad. Ya había decidido fecha para continuar su camino, cuando alguien vino a decirle que el mismísimo Amerguin lo había mandado llamar a la Hacienda 6, donde residía.
Las parejas que llegaban a Recepción eran sistemáticamente divididas y cada uno enviado a una hacienda diferente, a menos que tuviesen niños menores de siete años, en cuyo caso se les permitía vivir juntos en cabañas especiales para familias. Sobre relaciones xexuales se decía que, quien quisiese tenerlas, podía marcharse fuera de la comunidad. Los muchachos y mozas mayores de siete años hacían la misma vida que los adultos.
Los Brigmil ya comenzaban a cantar himnos antes del alba, y entonces todo el mundo se levantaba y se unía a ellos. Seguía un tiempo para asearse y asear las instalaciones y luego se desayunaba y se repartían en diversos grupos os trabajos de la mañana. Orfeo trabajó en la cocina, en la huerta, en el transporte de alimentos y en la poda de árboles. Cuando era necesario se convocaba desde el amanecer a toda la comunidad para ocuparse de distintas labores en cultivos extensivos o en construcción, en cualquier momento de la jornada alguien arrancaba un himno y todos se sumaban a él mientras deshierbaban los plantíos o recogían las espigas o los frutos.
Se trabajaba mucho y la consigna más repetida era "hacer cada tarea lo mejor posible y un poco más". Si los supervisores no veían o sentían esta disposición, mandaban repetir el trabajo hasta que estuviese perfecto para sus ojos.
Había tres refecciones al día y siempre daba para repetir a quien quisiese, después de agradecer el alimento, todos se servían comenzando por los niños y luego por los novatos, esperando los veteranos a que se sentaran antes de servirse a su vez. Nadie colocaba la comida en la boca hasta que se daba la señal para todos comenzar al tiempo. A diferencia de los ruidosos banquetes que Orfeo había visto a su paso por todo el norte de Iberia, no estaba permitido conversar en el comedor ni en sus alrededores, y muchos se iban a comer en solitario debajo de un árbol. Siempre que se oía un rumor de voces, el coordinador o cualquier veterano, o los más impositivos entre los novatos, llamaban la atención al grupo.
Aquellas continuas llamadas al orden era lo que más desagradaba a Orfeo de su estancia en Milesia, aunque entendía que el silencio era esencial para que tantas personas se mantuvieran concentradas en la conexión interna y en la colaboración grupal que era la razón de ser de aquella comunidad. Ya había decidido fecha para continuar su camino, cuando alguien vino a decirle que el mismísimo Amerguin lo había mandado llamar a la Hacienda 6, donde residía.
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