quarta-feira, 7 de setembro de 2011

32- ITALIA CENTRAL


ITALIA CENTRAL    

El boscoso territorio al norte de la playa de Mirmix y del cabo de Cajeta estaba en poder de pueblos salvajes muy agresivos: Samnitas, Volscos y Latinos, que vivían peleando entre sí o asaltando el comercio griego con el norte; así que por precaución, al salir de Phitecusa, prefirieron cruzar frente al litoral de Traquina y el promontorio de Circe de noche y resguardarse de día más allá, entre las Marismas Pontinas, para evitar que las embarcaciones de posibles piratas avistasen a la flotilla y decidiesen echáseles encima, como una manada de lobos.
Por fin superaron aquella zona de peligro, al divisar en el horizonte el Monte Argentario, el Parnaso itálico, que parecía una isla, de donde los Tirsenos habían expulsado a la antigua guarnición fenicia para establecer su primer fortín protector. Tras él, comenzaba la Etruria, con la desembocadura del río Umbro en su centro. De cara a Occidente, mientras avanzaban, se destacaban las islas Calidnas, coronando el horizonte como una diadema.
Así, llegaron por fin a la tan mentada Tirsenes, una ciudad en construcción, tal vez una futura nación de gentes prósperas y libres, donde las tres naves  desembarcaron a los numerosos emigrantes lidios que traían, junto con sus pertenencias. 


Durante los días siguientes se dedicaron a avituallar el “Tursha”, pues tan sólo él partiría, con Arron comandando una tripulación de focenses, en procura del descubrimiento de nuevas posibles colonias, al tiempo que intentaba el intercambio de manufacturas orientales baratas por el oro y las pieles de animales salvajes de los nativos. Mientras, los otros dos barcos regresarían a la Anatolia, a llevar mercancías etruscas a los lidios y traer más emigrantes.
Tirsenes trataba de ir pareciendo una verdadera ciudad civilizada llena de actividad, como las de Grecia, ordenada, limpia y con todos sus servicios funcionando perfectamente. Se notaba, a pesar de su juventud, que había riqueza en ella, porque no faltaban buenos templos ni palacios, ni monumentos escultóricos en los puntos emblemáticos. Mantenía un intenso tráfico con la isla de Cerdeña, que era el primer lugar donde se habían establecido los Tirsenos, antes de fundar su ciudad en la península itálica. El puerto estaba muy bien defendido y todo el conjunto se encontraba rodeado de una empalizada de troncos, mientras se construían las imprescindibles murallas de piedra.
Sus habitantes eran jonios asiáticos de toda clase que se sentían agradecidos a los dioses por haber podido establecerse en un mundo nuevo donde había paz (aunque siempre había que tener cuidado con los nativos) y donde cada uno de ellos ya no era “uno más”, como en la populosa Lidia, sino “la civilización” en medio de un continente de salvajes. Estaban todos convencidos, incluidos los recién llegados, de que algún día llegarían a ser ricos o dirigentes de una sociedad diferente, donde casi todo estaba por hacer y en el que cualquier persona con algún especial talento tendría igualdad de oportunidades donde demostrarlo y destacar. Habían seguido el modelo fenicio de la ciudad-estado que se regía por medio de asambleas comunitarias en las que no siempre eran escuchados y seguidos los más comprobadamente capaces y serviciales; ni siquiera los fundadores que no permanecían allí todo el tiempo, como Arron, que se veía un poco resentido por la falta de agradecimiento de Tirsenes hacia una persona que había hecho tanto por la colonia como él.
-Yo fui quien ha ido creando esta ciudad en cada uno de mis viajes –dijo el marino, amargado, a Orfeo, al regresar de una asamblea-. Y cada novato que traigo de Lidia, parece que porta bajo el brazo un proyecto revolucionario de ciudad ideal y de república perfecta, proponiendo reformarlo todo desde los cimientos en cuanto le concedan voz y voto. Sería mejor que la hubiese poblado con bárbaros y luego les enseñara a organizarse, en lugar de tanto jonio archisabido.
-¿Por qué estás tan enfadado, Arron? -preguntó el tracio.
-Dos tipos a quienes tuve la desgracia de traer de Mileto, que se llaman a sí mismos “filósofos”, propusieron a la asamblea crear una escuela, presidida por ellos, claro está, donde se pudiese formar iniciaticamente a lo más selecto de los hijos de los emigrantes griegos en Italia para convertirlos en una clase sacerdotal dirigente de la nueva sociedad. “Reyes-filósofos”, dicen ellos. Yo contesté que para clases sacerdotales dirigentes de la sociedad ya habíamos tenido bastante con las sacerdotisas de la Diosa primero y con los reyes-sacerdotes de los Olímpicos después, y que si queríamos crear una nueva sociedad de verdad, la hiciésemos con la voz y el voto de los mortales libres, no dejándonos manipular de nuevo por una pirámide jerárquica en cuya cumbre están los supuestos intérpretes de los dioses, que siempre acaban por dividir a la comunidad en castas, de las cuales, la más alta (la suya, naturalmente), se perpetúa a sí misma en el poder.

Orfeo  prefirió no hacer comentario alguno sobre “modelos teóricos de política para una sociedad ideal”, que le parecía un tema tedioso, de baja vibración, separatista e irresoluble,

              Él sabía muy bien, por experiencia familiar, que monarquía o república son apenas fachadas de cara al pueblo, y que, a pesar del voto popular,  quem realmente decide el rumbo de un estado “normal’ son los grupos de poder que apoyan y financian, bien a un Monarca supuestamente soberano y a sua cúpula de sacerdotes o nobles, o bien a un Consejo de supuestos Representantes de los ciudadanos.
Assim que sacó su lira para intentar acalmar al tirseno con su música, lo que no demoró mucho en conseguir.



Cuando por fin zarparon de allí, cruzando el mar hacia el oeste, Orfeo cantó un himno en honor de Poseidón, padre del linaje Tirreno, tan emotivo y tan bello que el dios del mar tuvo a bien concederles la mejor de las travesías posibles y, gracias al viento adecuado para sus velas, no tardaron en divisar aquella enorme “montaña en el mar”, Córcega.

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