sexta-feira, 9 de setembro de 2011

53- LAS BOCAS DEL HADES

LAS BOCAS DEL HADES     


Anónimo Ninguém

Orfeo encontró también el estrecho camino que subía al acantilado por detrás de la Uña de Piedra, junto a los senderos de aquel laberinto, cada vez más claro y definido, en el que no se había fijado en su sueño. Subió a las crestas rocosas que caían sobre los portales del Infierno antes soñados, entre los chillidos asustados y los revuelos de cientos de gaviotas de patas amarillas, negros cormoranes, o cuervos marinos, que no se querían apartar de sus nidos de algas, y erguidos araos, que agitaban sus gargantas con un movimiento palpital, de donde salían graves y broncos graznidos.
Encontró una manera de ir, poco a poco, descolgándose por el borde sin despeñarse hasta el nivel del mar, donde se encontraba la cueva por donde había penetrado su amada. Después de lo que parecieron horas de esfuerzo, cuando casi no quedaba nada de luz, acabó por conseguirlo.
Pero cuando llegó por fin ante el gran hueco, se encontró con que la supuesta entrada no existía. Aquello no parecía ser sino una gran urna de piedra maciza, excavada en el acantilado por el mar a distintas alturas en sus subidas y bajadas incesantes durante milenios.
Gritó y gritó el nombre de Eurídice en vana competencia con el rugir de las olas, invocó la piedad de los dioses del Infierno, Hades y Perséfone, hasta que le cercaron las sombras de la noche, pero las rocas continuaron inmóviles, inconmovibles e impenetrables.
Finalmente sacó su lira, se abrigó con su capa, se sentó sobre una peña y empezó a tocar y cantar.

Su música nacía directamente del impulso de amor desmesurado que lo mantenía con vida y en la búsqueda, su canto reunió en sí mismo el de todos los animales clamando dulce y melancólicamente por su pareja, ya como reclamo, apremio o súplica. Su melodía se acompasó con el rítmico y continuo fragor de las olas que abrazaban la playa, se separaban y volvían a precipitarse en ella...  deseó con todas sus fuerzas que aquel canto ablandase a la mole oscura y derritiera a las rocas que le vedaban el paso, pero el acantilado se mantuvo inconmovible, mientras la sombra se apoderaba del mundo por completo.
Ni una estrella se veía en la fría humedad de la negrura, pero no por ello dejó Orfeo de cantar. Fue su voz luz invisible y faro por muchas horas en aquella Costa de la Muerte y, tras un descanso cuando ya no podía más, la lira siguió sonando y luego su voz de nuevo, un lamento interminable convertido en un monumento de variadas y ricas sonoridades armónicas, por gracia de su esperanza y maestría.
            Pero Hades no parecía ser un dios mínimamente dotado de compasión, como suponía el rústico ermitaño que debía ser un dios, sino un demonio cruel que devoraba vidas a millares todos los días y al que el lamento de un viudo enamorado le resultaba tan indiferente como los aullidos agónicos de las pobres gentes en tantas guerras acuchilladas, asaetadas, quemadas o violadas hasta la muerte, lastimeras víctimas que ensangrentaban los países y que dejaban por doquier docenas y docenas de viudas desesperadas y de huérfanos desvalidos y llorosos a los que tampoco escuchaba para nada.
Gran parte de la noche transcurrió así, hasta que el bardo ya no pudo más y se quedó dormido sobre las rocas.

Cuando despertó al amanecer, aterido de frío, había, como clara inspiración, una imagen y una frase de su sueño anterior en su memoria: Aito y los Brigmil pasando de nuevo ante él y repitiéndole: “¡Fuerza! ¡Recorre hasta el final tu laberinto!”.
Como el mar estaba en calma y se sentía sin fuerzas para ascender el acantilado de nuevo, aseguró con sus correas la funda de la lira a la espalda y se metió en las frías aguas, contorneando a nado con toda precaución el borde de los farallones y logrando llegar al pie de unas rocas desde donde pudo volver caminando a la playa. Anduvo hasta su centro y luego se volvió, para apreciar el laberinto de senderos espirales en forma de ocho que ascendía entre tojales por todo el monte, extremado por los acantilados de las bocas del Averno y por el bosque.
            Entendió que aquel laberinto era una prueba que tendría que superar antes de ser admitido en el reino de Hades, pero estaba demasiado agotado para comenzar ya. Al otro lado de la playa se veían las primeras casas del poblado de los nerios y, a pesar de que apenas estaba amaneciendo, de una de ellas salía el humo de la cocina y el aroma de comida caliente.

            Se dirigió, empapado, hacia allí y llamó a la puerta para suplicar por algo de alimento que le permitiese reponer sus fuerzas. El modesto pescador que allí vivía, a pesar de no entender ninguna lengua civilizada, le recibió con amabilidad, le dio algo para secarse y para cubrirse, puso sus ropas ante el fuego y compartió con él el grato desayuno que estaba preparando.
A falta de palabras, intercambiaron gestos y expresiones. Al terminar, el pescador dio a entender que salía hacia su barca, para un día de trabajo. Orfeo señaló hacia el sendero laberíntico del monte, luego hacia sí mismo y con dos dedos sobre su palma hizo el ademán de que deseaba recorrerlo.
            El hombre entendió –“Donnon, Donnon”- dijo. Y luego lo repitió varias veces, mientras señalaba un camino que arrancaba de la playa y se dirigía, contorneando el monte, al bosque que había a la derecha del laberinto, por el lado opuesto al del acantilado.
Se despidieron. Orfeo se quedó un rato casi desnudo en la parte alta de la playa, contemplando como se levantaba el sol al otro lado de la bahía interior, tras la poderosa montaña de granito rosa que lo coronaba, y aguardó a que sus ropas acabaran de secarse mínimamente con sus rayos. Luego, sintiéndose mejor y más caliente, se vistió y empezó a ascender el camino señalado, que discurría entre una espesa floresta de robles.




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