sexta-feira, 9 de setembro de 2011

52- EL HOMBRE DEL ROBLE

      
EL HOMBRE DEL ROBLE


Ninguém Anónimo





Como había dicho la sacerdotisa, en cuanto el tracio rebasó el roble solitario y la enorme roca que protegía del viento una sencilla cabaña de piedras y paja, se encontró al “Hombre Del Roble”, sentado sobre un parapeto y envuelto en una manta, contemplando la belleza de la alborada.
            Permaneció a una cierta distancia en silencio, para no interrumpirle, aunque sintiendo que ya se había dado cuenta de su presencia. Estaba seguro de que aquel hombre percibía perfectamente cuanto pudiera suceder en un gran radio alrededor de sí, con sólo atender a la vida la mitad de concentradamente que la estaba atendiendo ahora.

En el país de los Gal, la sombra era pesada, húmeda, ventosa y gélida, por lo que el alba entre nubes y nieblas deslizantes se sentía, mucho más que en el Mediterráneo, como un verdadero renacimiento de la naturaleza, brillando cada hoja a la nueva luz, toda perlada de rocío en su entorno, que la vivificaba y le daba calor de forma tenue, generando vapores de fragancias húmedas que se elevaban en el frescor de la mañana, tal como asciende el humo del incienso en un santuario.
Al otro lado de la bahía, entre ligeras brumas evanescentes, se distinguían varios islotes alargados a poca distancia de la costa, luego las blancas y longícuas playas y, tras ellas, alzándose de pronto en una enorme mole que llenaba el horizonte, las cumbres redondeadas de aquella sierra del Pindo que, desde el principio, le había parecido una morada de dioses y que ahora semejaba una colmena rosada y gigante a punto de reventar, a causa de la ingente luz que se acumulaba detrás de ella, mientras la Tierra se abría para parir al nuevo sol sobre un mundo detenido en expectante silencio.
            El “Hombre Del Roble” se levantó despacio, se volvió ligeramente hacia él y lo convidó, con un leve gesto, a que viniera a ponerse a su lado, unos pasos a su derecha. Orfeo dejó sus cosas en tierra y lo hizo, saludándolo al tiempo con una inclinación de cabeza. El respondió sonriéndole con la mirada, e inmediatamente volvió a concentrarse en el sol, que estaba a punto de asomar sobre la mola central del Pindo.
            Relajó todo su cuerpo y abrió sus piernas y las palmas de sus manos, separándolas un poco de los muslos y el bardo lo imitó. Se relajó todavía más, flexionando un poco las rodillas y alzando la cabeza con una inspiración profunda, completa y pausada y con los ojos abiertos, fijos sin pestañear en el disco ígneo, que iniciaba su desprendimiento del mundo subterráneo.
Orfeo se centró en su propia receptividad sensible como si fuese la primera vez que contemplaba un amanecer. Lo primero que llegó a él fue el limpio frescor del nuevo día, lo segundo la majestuosa belleza y luminosidad del motor de la vida, que, a medida que ascendía lentamente, hacía mudar de color a todo el paisaje, al tiempo que bullían dentro de sí todos sus líquidos biológicos, como si los hiciera burbujear el tenue calor que daba deleite a su piel. El primer rayo del sol llegó hasta ellos como una bendición, extendiéndose de un solo impulso hasta el último rincón del interior de la cueva que había tras la choza del ermitaño.
            Lo tercero fue el sonido: el silencio se abrió en tenues piares de pájaros, rumor de arroyos, las olas lejanas, la brisa. Hasta el lento desplazarse de las nubes tornasoladas al pie del Pindo parecían tener sonido, un sonido que se fue elevando y elevando, como si todas las voces de la naturaleza se hubiesen puesto de acuerdo en celebrar la continuidad de la vida a su manera. En poco tiempo, el sensible oído del bardo percibió perfectamente la afinación de ritmos que se había producido por sincronicidad natural y como cada momento que pasaba era una estrofa de una inmensa melodía, que tanto su respiración como los latidos de su corazón acompasaban.
Miró de soslayo hacia el “Hombre Del Roble” y le pareció una imagen humanizada del viejo árbol de la entrada que, igual que él, sostenía relajadamente todas sus ramas y hojas hacia la Fuente de Vida sin aparente esfuerzo, cargándose con el más precioso y sutil alimento del día, con sus vibraciones más puras y poderosas, absorbiendo la luz con gozo en cada poro. Sólo en ese momento Orfeo comprendió que la retina, además de ser un complejísimo instrumento para recibir imágenes en forma de ondas luminosas, también lo es para recibir energías de vitalidad, que ya le hacían sentir sus efectos. 
Se acordó de aquella historia del Mirlo y la Muerte que había contado aquel otro ermitaño una noche, en un albergue de la llanura, mucho antes de llegar al país de los Gal: el mirlo tenía que comunicar a la Humanidad que, a partir de entonces, podría vivir trescientos años y le bastaría con alimentarse de aire y de la luz del amanecer.
Así transcurrió un buen rato, sin que el hombre dejase su posición, tan sólo su cuerpo se mecía de forma casi imperceptible sobre los pies inmóviles, como las ramas y el tronco de un árbol bajo una suave brisa. Cuando los rayos de Apolo renacido comenzaron a brillar demasiado fuerte, cerró los ojos y permaneció con ellos cerrados algún tiempo más. El tracio también lo hizo y percibió que la oscuridad de su campo visual interno estaba invadida por la imagen persistente de la memoria del sol, que ahora se había adueñado de su interior.
Luego el ermitaño estuvo practicando algunos estiramientos a ritmo muy lento. Orfeo se preguntó que edad tendría y no supo contestarse. Parecía muy viejo, pero la flexibilidad de su cuerpo al doblar la cintura y llevar sus palmas hasta el suelo, era claramente mayor que la suya. Sintió que caminar no basta para permanecer en forma y que tendría que preocuparse de ejercitar más la movilidad de todos sus músculos.
Su anfitrión terminó con algo que parecía un saludo ritual a los dioses o al nuevo día, pero pronunciado en una lengua bárbara y completamente desconocida para él, con una vibración enlazada de una serie de vocales en su vientre, plexo, pecho, garganta y paladar que pudo secundar bastante bien, afinándose con su sonido.

Eso último fue un claro puente de comunicación inicial entre ambos y, cuando él vino a darle el abrazo y el beso de acogida, fue como si ya otras veces hubiesen conversado juntos. Con una cordialidad muy espontánea, le hizo sentarse y sentirse en su casa... sin embargo, emanaba de él una autoridad interna tan grande, que parecía que sus atenciones llegaran como de un centro situado muy, muy arriba y muy distante, donde tal vez residiera una buena parte de su ser.
Hablando casi nada de sí (el nombre que dio le sonó algo así como Candam o Candeán), hizo que Orfeo se expresara y escuchó su historia a plena atención y sin pestañear, como había atendido al sol en la mañana. Breves monosílabos o cortas preguntas, acompañadas por lo incisivo de sus ojos, le bastaron para penetrar todavía más en las motivaciones del tracio e, incluso, para que éste exteriorizase sentimientos y razones que ni sospechaba que tenía dentro. Sólo cuando, tras un buen rato de comunicación tuvo una visión realmente clara y extensa de lo que había traído hasta él a aquel extranjero, comenzó a hablar también y a conversar.

-¿El Fin del Mundo y el Hades? -dijo- No te preocupes por su localización, cada hombre los va a encontrar en su camino en el momento en que esté destinado a encontrarlos. Nadie deja de hacerlo.
-...Es que yo no quiero esperar al momento de mi muerte, yo quiero encontrarlos ya.
-Tú llevas bastante tiempo deseando y pidiendo eso con fuerza ¿no es cierto? -respondió el anciano- Pues para ya de desear y de pedir, hombre... Lo primero que hay que hacer cuando uno le pide algo a la Vida, es confiar en que nos atenderá y, mientras tanto, agradecérselo como si ya nos hubiese atendido.
-¿Como si ya me hubiese atendido? -dijo Orfeo- Entonces tendría que estar agradeciendo que mi mujer está viva y a mi lado, aunque no esté.
-Eso es, aunque todavía no esté: imagínate que ya está y agradece por ello con entusiasmo a la Vida. Esa es la mejor manera de conseguirlo.
-¿Pero cómo voy a conseguirlo? ¿Y de qué diosa estás hablando cuando hablas de la Vida?
-No hablo de ninguna diosa, yo nunca he visto ninguna diosa ni dios como te veo a ti ahora y apuesto a que tú tampoco, sin embargo los dos sabemos muy bien que estamos vivos y que este universo que nos rodea también lo está. La Vida, con mayúscula, es esa energía vital universal e indudable que está en ti y que te anima y que anima todo. Es la Vida Universal quien animó a tu mujer cuando nació y quien puede volver a animarla.
-Yo daría la mitad del tiempo de vida que me queda a cambio de vivir la otra mitad junto a Eurídice -dijo Orfeo con pasión recordando lo que se decía en Sicilia de que Quirón había cambiado su inmortalidad por la de Prometeo- ¿Cómo puedo proponerle ese canje a la Vida Universal?
-La Vida Universal no es un mercader griego, ni fenicio –rió “El Hombre del Roble”-. No se puede regatear ni negociar para obtener sus favores. Sólo podrás obtenerlos haciéndote uno con ella. Lo cual no es tan complicado, tú sabes que eres una parte de ella.
-¿Cómo yo, una pequeña vida individual, absolutamente insignificante, podría llegar a hacerme uno con la Vida Universal?
-Del mismo modo que la más pequeña de tus células nerviosas puede recorrer tu cerebro dando una orden que haga que la totalidad de tu cuerpo se mueva para obedecerla -respondió el viejo- Tu mente, por pequeña que parezca, es una parte consciente de la Mente Cósmica. Un deseo de tu mente, si es un deseo convincente, por convencido, puede poner en movimiento a todos los poderes creadores y transformadores de la Mente Universal, que es la fuerza que creó todo sobre este planeta ¿Consigues entenderlo?
-Lo entiendo, pero no puedo confiar en que mi pequeña voluntad sea capaz de influir sobre la Voluntad del Todo.
-Entonces no ocurrirá, porque tu desconfianza sí que es una convicción firme de tu mente que estará influenciando a la Mente Cósmica para convencerla de que lo que pides es imposible de concederse.
-Pero, por muy convencido que esté de mi creencia, ya en optimista o en pesimista –arguyó el bardo- ¿Cómo una simple creencia mía va a influir sobre algo que es muchísimo mayor que yo?
-Porque, en realidad, mayor o menor, individuo o totalidad, no son más que apreciaciones, calificaciones y divisiones artificiales y parciales, a la medida de nuestro mundo y de nuestro tamaño, que es lo mismo que decir a la medida de las percepciones humanas, y no podemos aplicarlas a la grandeza cósmica de lo Único que existe, que no acepta medición alguna, que es y que está vivo, porque es el Ser mismo, La Vida... aunque ella se manifieste a sí misma a través de infinitas unidades de manifestación, tan pequeñas como tu vida personal o la mía.
-Está bien –dijo Orfeo, impaciente y algo abrumado por una visión tan amplia-. Supongamos que sea así. ¿Cómo yo tendría que hacer para mover a La Vida a que me devolviera a Eurídice?
-No puedes hacer nada desde tu personalidad –respondió el ermitaño-. Sólo puedes tratar de no prestarle demasiada atención a su parloteo diferenciador incesante y centrarte en fluir, con naturalidad y sin esfuerzo, a esa parte de tu Ser, en la que no existen las diferencias. Y desde tu Ser contemplar como la muerte y la vida son la misma cosa. Así tu voluntad de ver a tu esposa viva se hará una con la voluntad del Ser que eres y que siempre has sido, pues nunca serás más o menos de lo que ya eres, por mucho que hagas o no hagas.
-¿Cómo me centro en eso? -insistió el tracio, confundido por aquel lenguaje tan nebuloso.
-Ya te lo dije al principio: sólo hay que permanecer, sin más, firme y calmo en lo que uno quiere desde el centro de su Ser, visualizándolo como ya conseguido, agradeciendo por ya tenerlo y atento y seguro de que la Vida, que somos nosotros mismos, nos responderá a lo que le pedimos con alguna señal o con alguna pista, o con algún encuentro, o sueño... ¡Y no dudar de ello ni andar todo el tiempo deseándolo de una manera en la que se hace patente la carencia de lo que se desea! La duda y el deseo cargado de carencia nos desligan de nuestra convicción de poder. Y sin convicción de poder, nuestro Ser, simplemente, carece de fuerza de realización.
Orfeo, entonces, le contó acerca del sueño que tuvo en el corazón del país de los Gal, de la playa donde había visto a Eurídice y de las bocas del Hades por donde había entrado.
-Bueno -dijo él con naturalidad-, pues ya está, ya lo tienes... en cualquier momento vas a encontrar esa playa con la que soñaste, ya estás en el litoral. Sólo usar la memoria y los ojos y no llenar tu cabeza de vanas preocupaciones que, a lo peor, te hacen pasar por delante de tu oportunidad sin verla. ¿Te apetece un desayuno?

Orfeo se sorprendió de lo fácil que lo veía el hombre y él mismo se sintió reconfortado, con su esperanza renovada... y con apetito. Al cabo de un rato estaban cocinando juntos sobre un fogón.


El viejo tenía un acento muy extraño, incluso para ser un galaico; parecía que cada vez que se arrancaba a decir algo lo comenzaba en una lengua bárbara, rarísima, muy grave; pero lo decía de una manera tan clara y expresiva que, a pesar de haber algo en él muy distante, Orfeo lo entendía como si estuviese hablando en buen griego.
Después de desayunar, Orfeo preguntó si él veía posible que un cuerpo muerto pudiese resucitar.
-Resucitar? -preguntó él- ¿Y qué significa esa palabra tan extraña?
-Quiero decir, si ves posible que un alma y un cuerpo puedan volver a interactuar juntos, como antes, después de que la muerte los ha separado.
-¿Y qué es lo que te hace pensar que existan un alma y un cuerpo y que se puedan unir o separar?
-Hombre, pues yo le llamo cuerpo a este instrumento de carne y huesos que me permite comer y hablarte y le llamo alma a la parte de mí que lo decide a comer o a hablarte y que razona, a través del cerebro del cuerpo, sobre lo que está hablando contigo... Si ese cerebro se daña porque no puedo respirar más, entonces tampoco puedo razonar más ni hablarte, es decir que no funciona más mi cuerpo, porque está separado de sus conexiones con mi alma, que es quien lo anima.
-¿Y que es lo que te hace pensar que eso que llamas alma es lo que mantiene con vida al cuerpo?
-Pues que en poco tiempo, ese cuerpo, si está separado del alma, comienza a disgregarse y descomponerse... a no ser que lo encierres en un bloque de hielo. Pero, de todas maneras me pregunto -dijo quejumbrosamente- si no se producirán daños irreversibles en un cerebro congelado que deja de funcionar.
-¿Por qué supones que eso que llamas alma no se va también a disgregar y descomponer a su manera, cuando se separa del cuerpo?
-Mi alma no es algo material, sino mi pura consciencia que percibe, que incluso cuando mi cuerpo duerme, piensa y sueña...
-Tu consciencia piensa y sueña a través de tu cuerpo –corrigió el “Hombre del Roble” sonriendo.
-... Mi alma no puede descomponerse, porque no está formada por millones de partículas de agua, tierra, fuego y aire, igual que el cuerpo. -añadió el bardo.
-¿No puede? Olvídate un momento de que tienes un cuerpo y dime a qué sabe la mejor comida que tomabas en tu patria.
A Orfeo se le hizo la boca agua cuando recordó el plato rey de su maravillosa madre, la musa Kalíope, una artista genial en cualquier cosa que hiciera... cada vez que lo servían en su casa, los chiquillos gritaban de contento.
-Pues sabía a... –comenzó a decir.
-¡Alto! -cortó el “Hombre Del Roble”-. No puedes decírmelo.
-¿... Por qué? -se extrañó Orfeo.
-Porque si ya no tienes un cuerpo, ya no tienes unas papilas gustativas que manden al cerebro el recuerdo de ese plato que tenían almacenado en su memoria celular, ni tienes un cerebro que conexione tus células nerviosas lo suficiente como para recordar su aspecto y el gusto que te daba comértelo; es decir, que ya no tienes memoria ni recuerdos y mucho menos capacidad cerebral para construir una explicación sonora de como sabía, la cual sea capaz de llegar a mi oído.
Orfeo se quedó confundido: -¿Quieres decir que mi consciencia no puede funcionar sin mi cerebro?
-Parece que tu memoria no podría, amigo mío; ni tampoco tu capacidad de razonar, que se basa en interrelacionar células nerviosas que portan recuerdos almacenados ordenadamente en el cerebro... y sin memoria ni capacidad de razonar, me temo que tu consciencia, aún si siguiera viva, sería una consciencia vacía, o llena, en todo caso, de vagos conceptos sutiles sin raíz en la sensación y desordenados, por tanto, que no se pueden relacionar entre sí ¿No crees?
-¿A dónde quieres llegar?- preguntó Orfeo sintiéndose muy mal.
-Pues a que te preguntes si lo que tú crees que eres, Orfeo de Tracia, puede seguir siendo Orfeo de Tracia si se rompe tu actual unidad cuerpo-mente, tanto da si por falta de cuerpo como por falta de mente... o de alma.

-...Yo estoy vivo, Eurídice está viva en mí...  Porque somos una misma alma, tan sólo separada en dos partes y en dos mundos distintos para mejor poder amarse -dijo Orfeo, más bien para sí mismo. Para reforzarse, ya que no se le ocurría otra cosa que decir.
-Eso estuvo muy bonito, poeta -dijo el “Hombre Del Roble” sonriendo más ampliamente-. No sé si se puede refutar con la lógica, pero no se debe. La vida necesita más del amor y de la poesía que de la lógica.
-¿Te estás riendo de mí?- Orfeo estaba extrañado de que el viejo sofista no aprovechase su desconcierto para demoler definitivamente sus ilusiones.
-En absoluto –sonrió de nuevo el ermitaño-. Me río de la lógica, que apenas es un instrumento de la mente para andar por casa, para operar sobre los niveles más materiales del ser... Si queremos hablar de cosas importantes y trascedentes, la lógica no nos sirve, hay que recurrir a la poesía, que es el lenguaje de los dioses. Felicidades por haber echado mano de ella de esa manera.
            Se levantó: –Ahora yo tengo que ir a recoger leña para mi hoguera y agua... Te comento que soy uno de los encargados de oficiar las ceremonias que se realizan en el Ara Solar, que es el Espacio Sagrado más importante que hay en esta montaña y dicen que el más antiguo; si te quedas a comer conmigo, te puedo llevar a verlo al atardecer...
-Me quedaré por conversar algo más contigo, venerable, pero permíteme que te ayude en tus quehaceres -respondió Orfeo cortésmente, ya que había pasado toda la noche anterior sin dormir y necesitaba una buena siesta antes de ponerse a buscar la playa de sus sueños.


            El “Hombre Del Roble” vivía de una manera tan austera y tan sencilla que sus quehaceres eran mínimos y después de despacharlos entre los dos, Orfeo pudo dormir a la sombra del árbol todo lo que quiso. Cuando despertó, un apetitoso y abundante almuerzo le estaba aguardando. Los galaicos tenían productos del mar y de la tierra de primera calidad y no necesitaban demasiadas complicaciones culinarias para que supieran muy bien. Agradeció a la Vida el poder disponer todavía de unas sensibles papilas gustativas.

-Parece que, a pesar de toda lógica, sigues buscando el milagro -comentó el ermitaño después.
-Sí, ¿que otra cosa puedo hacer?- respondió Orfeo-. En mi país no faltan los lógicos y ya he escuchado todo tipo de argumentaciones inteligentes. Pero ninguna de ellas es capaz de hacer desistir a mi corazón de su búsqueda. Y yo siento, en verdad, que si tan fuerte es mi demanda interna, no podría vivir tranquilo si renunciase a escucharla... me volvería loco. En la búsqueda, por lo menos, me queda la esperanza.
-La esperanza es el recuerdo del poder de su divinidad que guardan los hombres en el subconsciente- respondió el anciano.
-¿De su divinidad?- Orfeo se sorprendió de que el ermitaño pasara de una postura argumental basada en la razón a la contraria, con la misma naturalidad con que, en su país, el tiempo pasaba de lluvia a sol y de sol a niebla.
-Si llevásemos una divinidad dentro –dijo el “Hombre Del Roble” en aquella nueva línea de pensamiento- sería posible todo cuanto fuésemos capaces de imaginar con fuerza y sentimiento, porque el pensamiento de una divinidad crea aquello en lo que piensa, con sólo pensarlo.
-En Grecia muchos creen que la llevamos dentro -respondió el bardo- hay muchos mitos sobre ello... pero que está encerrada en el infierno de nuestra materialidad... parece que la inmortalidad residiría en conseguir, no sólo rescatarla de allí, sino lograr también que imperase sobre nuestra materia corporal hasta sutilizarla, hasta librar a nuestra esencia física de sus partes efímeras y corruptibles.
-Pues eso es lo que ciertas personas de conocimiento llaman ”revelar el cuerpo de luz”, o el “cuerpo glorioso”, bajo el cuerpo débil y efímero que hemos recibido de nuestras madres, a base de limpiar nuestra mentalidad de complejos limitadores, es decir, realizar la Transfiguración. Pero para eso, uno tiene que parirse a sí mismo en un segundo nacimiento.
-¿Y cómo se consigue eso? -preguntó Orfeo.
-A base de imaginarlo como si llevásemos dentro un dios que lo imaginase, a base de no dudar ¡Pero no dudar ni por un momento! que llevamos ese dios dentro, el Ser, y que lo que él desea con fuerza, se consigue.
-Imaginar y creer en que lo que imaginamos se realizará... eso me suena a lo que llaman tener una fe -dijo el bardo.
-Llámale, simplemente, tener fe. Decir “tener una fe” suena, más bien como tener una creencia. Y no va por ahí la cosa, no. Sobran creencias inefectivas en este mundo. Sin embargo “tener fe” significa creer en el propio poder y sabiduría, en nuestro dios interior personal, que es el núcleo de nuestro yo. Y creer también en la Vida, que es el Dios Cósmico, el núcleo invisible y permanente de todo el universo que puedes ver y al que llamas la realidad, a pesar de que sabes que todo lo que ves es impermanente.
-Muy bien... lo entiendo. Pero no creo que baste con tener fe en el propio poder, necesito tener una prueba de que esos, mis poderes en los que confío, existen y son reales.
-Existen en la esencia de todo ser humano y son reales, omnipotentes y no hace falta cultivarlos ni aumentarlos...  claro que hay que cultivar y desarrollar tu fe en ellos para que se manifiesten y puedas estar seguro de ellos, porque has visto que tu fe los hizo manifestarse. 
-Pero... ¿Cómo se cultiva y desarrolla la fe que precipita los poderes de los que hablas?
-Sólo hay una manera -respondió el “Hombre Del Roble”-: viviendo conforme a la dignidad que queremos darle a nuestro dios interior y proyectando su fuerza y su luz benefactora y creadora todo a nuestro alrededor, en desinteresadas obras de amor, con toda potencia e intensidad. Lo que siembras, vuelve a ti quintuplicado. Cuando ves que vuelve en tal proporción, puedes estar seguro de que habías sembrado bien y seguir sembrando. Pero hay mucha gente que sólo se acuerda de su divinidad interior cuando la necesita, para pedirle. Y hay que acordarse de ella también cuando estás sobrado de bendiciones, para dar. Cuanto más das en el momento de abundancia, más recibes cuando la ley de la balanza hace que llegue la vez de la carencia.
-¿Y cómo dar si uno tan sólo es un bardo, como yo...? –dijo Orfeo.
-Pues proyectando la fuerza de tu talento y de tu habilidad todo a tu alrededor, en desinteresadas obras de amor, de gracia, de belleza, de sabiduría, de utilidad, de simpatía, de fuerza, de profundidad... con toda potencia e intensidad... y es lo mismo si uno es un curandero, o un jefe de nación, o un agricultor, o una madre de familia, o un guerrero, o una prostituta...
-¿También un hombre que vive para la guerra? -se extrañó Orfeo- ¿Qué tiene que ver la guerra con el amor?
-No hay oficio en el mundo que no pueda convertir a quien lo practica en un santo, un genio o un héroe, si lo vive con la intensidad y con la autenticidad con que podría vivirlo el dios que lleva dentro, amigo Orfeo. Este mundo es el teatro donde juega sus mil papeles el Único Ser Eterno y lo único que le pide a los actores que vivifica es que interpreten sus papeles lo más intensa y brillantemente posible, aunque el papel que uno haya escogido, o que le haya tocado, sea el del villano...
-¿Estás dando un valor al papel de villano?
            -Sí, si se consigue vivificar un buen villano y no un villano mediocre. Son necesarios los héroes villanos, para que los héroes nobles brillen. Quien dirige la función sabe que sólo es una función, pero le gusta que sea una buena función, en la que cada miembro del reparto se coloque entero a sí mismo en su personaje...
-Ahora entiendo mejor a unos paisanos tuyos que conocí por el Camino, los Brigmil... ¿Será que existen esas Islas de los Bienaventurados a las que esperan ir los héroes que no temen la muerte en el combate?
-Ya he oído hablar de los Brigmil... –dijo el “Hombre Del Roble”-... seguro que esas Islas con las que sueñan se convertirán en una realidad para ellos y que acabarán llegando a sus costas y gozándolas, si el dios interno de todos y cada uno de esos héroes las mantiene con fuerza en su imaginación y si ellos le dan poder para ello, viviendo a plena intensidad y sin la menor duda el papel que escogieron vivir.
-¿Y yo lograré llegar al Hades y a los Campos Elíseos? ¿...O será mejor buscar una playa en donde embarcarme en busca de las Islas de los Bienaventurados?
--Deja las Islas de la Eterna Juventud para el pueblo de los Gal -rió el viejo- y tú sigue buscando las bocas del Hades y tus Elíseos. El Más Allá se encuentra en otra dimensión, dentro del Subconsciente Colectivo de la Humanidad, pero cada pueblo tiene que buscarlo tal como lo imaginó y como le dio fuerza y realidad su propia cultura y creencia. Ese es el mejor camino para llegar allí con bien, hombre...
...De lo contrario –siguió el ermitaño-, tendrías que ponerte a estudiar a fondo toda la cultura y la manera de ser de los Gal y hasta vivir unos años con ellos, para poder apreciar el tipo de paraíso que diseñaron colectivamente en su imaginario, según sus gustos... A lo mejor te parecía demasiado bullanguera nuestra versión de los Elíseos.-
-...Pero eso significaría -dijo Orfeo confundido- que no hay una realidad verdadera y única, sino tantas como las que cada pueblo del mundo es capaz de imaginar.
-Lo que cada pueblo es capaz de imaginar es su interpretación de lo que antes imaginó el Ser que nos sostiene a todos en su imaginación, dándonos existencia con ello. Nuestras mentes individuales son gotitas del río de la Mente Colectiva de nuestra cultura, que es una gotita del océano de la Mente Cósmica. Todo cuanto podemos imaginar es algo que ya fue imaginado antes por los dioses, y que tiene tantas posibilidades de convertirse en lo que nosotros llamamos realidad, si nos concentramos en ello con fuerza y sin establecer diferencias ni dudar, como las que tuvo el pensamiento divino que originó nuestra Especie Humana, que no se paró a diferenciar ni a dudar, mientras pensaba, si estaba elaborando una idea razonable o una fantasía.
-¿Será así de sencillo? -arguyó Orfeo irónicamente- Si lo fuera, yo no tendría sino que imaginar con fuerza y sin ninguna duda que, a partir de ahora, todo aquel que muere y va al Hades puede, si lo desea, pedirle al Rey de los Infiernos que le deje salir de vez en cuando a pasar unos meses felices con las gentes vivas y mortales que ama, igual que deja a su esposa Perséfone salir cada año a llevar la primavera a los campos de su madre Démeter.
-Pues a lo mejor es que nadie se atrevió a pedírselo todavía con tanta seguridad de que lo va a conseguir como se lo pidieron en su día su mujer y su señora suegra -rió el “Hombre Del Roble”, muy a gusto.

Orfeo no rió y hasta se quedó un poco espantado de que aquel chamán bárbaro estuviese siendo irreverente, delante de él, con un dios poderoso como ninguno y terrible, que tenía en sus manos el destino de su esposa y de él mismo y de todos los seres... o por lo menos, de todos los egeos.
-Creo que es un acto de soberbia que un simple ser humano como cualquier otro –dijo en voz alta y muy seriamente, para desagraviar a Hades-, se atreva a dirigirse a un dios para que haga con él una excepción a una ley general y natural, sólo porque ama apasionadamente a su esposa.
-Si yo fuese ese dios y estuviese dentro de ti, como deben estar los dioses -dijo el viejo-, me daría mucha pena que me temieran tanto o me considerasen tan inflexible que hasta pensaran que me iba a enojar y a vengarme porque un corazón enamorado me hiciese una petición tan natural... Y si yo fuese Orfeo, me daría cuenta de que no voy a conseguir lo que quiero mientras tenga la menor duda sobre si lo que quiero conseguir es correcto o no. La contradicción interna anula el poder del dios interno.
-Llega –respondió Orfeo con cortés firmeza, pero sintiéndose muy mal, tal como si le hubiesen arrojado un caldero de agua fría por encima-. Ya está bien de hablar así de mí y de mis dioses. Tú eres un bár...un extranjero, con otra religión, y con otra mentalidad y no puedes entenderlos como yo los entiendo.
-Tienes toda la razón, perdona si herí tu susceptibilidad, ilustre huésped... –respondió el “Hombre Del Roble” sinceramente, abriendo las manos e inclinando la cabeza-... no lo tomes a mal, los galaicos somos demasiado habladores... -y luego, sonriendo con confianza- ¿Sabes? Dentro de poco caerá la tarde y haremos en el Altar Solar un sacrificio a Hades para desagraviarle y para pedirle que te muestre las puertas de su reino ¿Te parece bien?
-Te lo agradezco mucho -respondió Orfeo, todavía con una cierta frialdad-. Y yo puedo acompañar tu ceremonia con mi lira, si lo deseas, para darte también algo de mí que compense mínimamente tus atenciones.


Vistas desde el sendero que venía de la morada del “Hombre Del Roble”, algo más al norte del Templo del Amor, había tres acumulaciones de rocas naturales  en la cresta del cabo y, en medio de la central, destacábase claramente una que servía de bandeja al sol, tanto cuando se levantaba por Oriente, tras la Morada de Dioses del otro lado de la bahía, como cuando se ponía por Occidente en el abismo.
Con su perfecta disposición cardinal a dos mares, era la más completa Ara Solar que Orfeo hubiera visto antes y tan bien integrada con el medio que pareciera que los mismos dioses la hubiesen puesto allí al principio del mundo, para cumplir sus funciones, sin apenas huellas de la intervención humana.
El recinto sagrado se disponía sobre una amplia plaza circular de piedra basta y maciza que, por la vejez de su color, tal vez habría sido, hace muchos siglos, la cubierta de un gran dolmen, ya soterrado. Circunscrito en relieve en la plaza circular se hallaba un hexágono, cuyos seis vértices estaban adornados por seis cruces de brazos iguales, inscritas, a su vez, en círculos de granito. Seguramente  las habrían añadido allí los últimos invasores, pues se veían mucho más modernas que el Ara.

            El Ara Solar propiamente dicha, colocada en el centro de la plaza, consistía en una mesa en forma de copa pétrea, cuyos bordes llegaban hasta la altura del pecho de un hombre en pié, colocada sobre un pedestal conformado por una base cúbica. Cada uno de los lados de su base estaba perfectamente orientado hacia uno de los puntos cardinales. Todo estaba rústicamente tallado en dos piezas superpuestas.
La tabla redonda del altar era suficientemente ancha como para que pudieran ofrecer sus sacrificios personales hasta seis oficiantes al mismo tiempo.
El majestuoso conjunto, simple y austero como el paisaje litoral circundante, era de piedra granítica, a la que siglos de exposición a los vientos del océano habían desgastado y pulido sus bordes, además de patinarla y policromarla con esos musgos y líquenes blancos, verdes, amarillos y dorados que hacen parecer antigua y noble a la más modesta de las casas de los Gal.
-¿Quieres ver una cosa curiosa?- dijo el “Hombre Del Roble”-. Empujó el Ara Solar en dirección a oriente y aquel macizo altar de piedra pareció moverse por un instante. Orfeo mismo empujó el ara entonces y percibió como se desplazaba ligeramente a pesar de que era una mole. Los antiguos lo habían dispuesto sobre lo que suele llamarse una “roca caballera” que no se sostiene sobre toda su base, sino apenas sobre un punto o dos de ella. Era un tremendo acumulador de energía colocado en tensión, como los dólmenes de los ancestros.
Orfeo sintió de repente la inmensa sacralidad de aquel lugar y se descalzó sus sandalias de caminante, igual que había hecho el anciano, para no contaminarlo con el polvo de los muchos lugares profanos recorridos. Luego sacó de su mochila la túnica corta blanca y limpia que reservaba para presentarse dignamente donde fuese necesario.
Usaron el agua que venía canalizada de una fuente próxima para purificar sus manos, su cabeza, pecho y sobacos, sus pies... y las últimas gotas las asperjó el oficiante sobre el altar de piedra, en sus cuatro direcciones, agradeciendo su guía y protección a todos los dioses y potencias del Universo.
Cuando estuvo vestido de limpio junto al altar pudo ver que su centro estaba ocupado por una cazoleta tiznada superficialmente, excavada en la piedra para quemar ofrendas, en la que dispusieron la leña que portaban. Doce canalillos se inclinaban para que la sangre de los sacrificios llegara hasta ella desde los bordes. En el centro de la cazoleta había otro hueco por donde la sangre y la lluvia deberían llegar hasta la madre tierra, a través de otro canal cilíndrico que atravesaba el centro del cubo sustentador del gran grial de piedra.
Según empezó a declinar la tarde, una docena de vecinos y unos pocos peregrinos se acercaron al espacio sagrado, portando, algunos de ellos, animales vivos y otras ofrendas para los sacrificios. El “Hombre Del Roble” los fue recibiendo uno a uno, degollando con maestría y sin dolor a los animales, troceándolos, haciendo augurios según la manera como morían o la disposición de las venas y quemando las partes correspondientes al Dios del Sol, a la Diosa Triple Mar-Luna-Tierra o a cualesquiera otros dioses o aspectos de la divinidad a quienes hacía su petición u homenaje el ofrendante.

            Como  Orfeo no tenía gran cosa que ofrecer en sacrificio, dio para quemar sobre el altar algunos frutos secos que llevaba en su mochila y luego, como quien se desprende de su pasado, entregó también, junto con hierbas aromáticas y flores amarillas del cabo, su vieja túnica de viaje, marcada por todas las huellas de las experiencias vividas en busca de su anhelo, para el cumplimiento del cual pidió una vez más, al hacer el rito de las libaciones, la misericordia de los Dioses Infernales.
El anciano completó su sacrificio quemando una buena parte de lo que le había correspondido a él de las ofrendas, para pedir para Orfeo la colaboración de las vibraciones de lo divino que en sí mismo hubieran sido desarrolladas por sus más sinceras conexiones con Lo Elevado.
A una señal de su anfitrión, el bardo tomó su lira y estuvo un buen rato tocando los himnos de Hermes, Afrodita y Febo Apolo a pleno sentimiento y devoción, mientras el Carro Solar iniciaba su declive.
El momento más mágico fue cuando el sol rojizo descendió lo suficiente para que, desde donde él estaba, pareciera como si fuese a meterse en la copa de piedra del Ara Solar, rodeada de cruces y teniendo como fondo el azul horizonte marino, ardiente de nubes grises, violetas y naranjas.
Orfeo imaginó que si un día llegaran a civilizarse y a unificarse en una nación de verdad las revoltosas tribus de Oestrymnis y si él llegara a ser amigo del rey de los Gal, sin duda le hubiese sugerido aquellas imágenes para que las compusiese en el escudo del País del Fin del Mundo, tal como ahora mismo las estaba viendo. Y colocó todos esos sentimientos en un remate musical de la ceremonia, mientras el sol desaparecía en el mar y el anciano bendecía a los asistentes, tocando con solemnidad el himno que había compuesto para los Brigmil, aunque sin atreverse a cantar la letra.

Luego se despidió rápidamente del “Hombre Del Roble”, pues estaba demasiado ocupado atendiendo a sus feligreses. Además, el bardo ya no sentía mucha gana de seguir conversando con aquel sofista abrumador. Caminó hasta la tercera acumulación de rocas situada en la cima norte del cabo, dispuesto a descender por allí hacia el pueblo, mas, cuando llegó arriba, lo que vió le hizo dar un vuelco al corazón. 
           
Ante la roca a la que subiera, el cabo iba descendiendo, en una larga falda de tojales orlados de caminos ondulantes, hasta una amplia playa semicircular donde las olas se lanzaban con verdadera furia sobre la brillante arena, dorada por el atardecer.
En el horizonte norte, al otro extremo de ella, un cabo alargado de alto lomo pulido avanzaba con determinación justo hacia occidente y su espolón iba rematado por una roca triangular, en forma de vela mediterránea, que enfilaba las olas y las tinieblas del abismo, tal como contaban los mitos que la Nave de Hermes enfilaba las aguas interdimensionales que separaban el Mundo de los Vivos del de los Muertos.
Abrazaba al arranque del cabo por delante otro monte sobre cuya falda y cumbre se destacaba, a la luz del atardecer, un gran laberinto en forma de ocho vertical, compuesto de senderos espirales y bordeado a su izquierda por abruptos acantilados que caían sobre el mar sobre una gran Uña de Piedra que parecía salir del abismo para rascarlos. Ante la uña, rocas más bajas, como arrancadas por ella, que llegaban hasta la playa de olas furiosas.
Era la misma playa y las mismas rocas en las que Orfeo, pocos días antes, había visto en su sueño a Eurídice sentada. Cayó postrado de agradecimiento.

Luego voló, más que corrió, sendero abajo, para llegar allí antes de que se extendiera la noche.


Cuando por fin se encontró recorriendo apresurado aquella playa directamente enfrentada al Mar de Afuera, apenas quedaban en el horizonte las huellas de la agonía del sol tiñendo de sangre el cielo tempestuoso. Las olas batían sonoras, como largas y pavorosas baterías de martillazos de titanes encadenados, o como manadas salvajes de espumeantes caballos que quisieran invadir y devastar la tierra.
Aquel cabo oscuro y misterioso que daba fondo a la playa, cuya punta, que llegaba en su contraste hasta el borde mismo de las incandescentes tinieblas, parecía estar rematado por la Nave de Hermes era, sin duda, el verdadero Cabo Occidental del Fin del Mundo y no aquel otro que miraba al suroeste, por la parte del faro en el que la mayoría de la gente remataba vulgarmente su peregrinación, a pesar de la sacralidad indudable de sus Altas Aras, a donde pocos subían.
El sendero en forma de laberinto se destacaba claramente de abajo arriba del monte, a la derecha del acantilado y de la Uña del Titán.

Al final de la playa reconoció perfectamente las rocas que había visto en su sueño, pero Eurídice no se encontraba allí esa vez.

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