Se
contaba que Amerguin era uno de los siete hijos de Nil o Niul, aquel guerrero cuya historia los Brigmil
cantaron la primera noche que Orfeo, tras ser liberado, había pasado con ellos
en el Camino de las Estrellas. Nacido en
Brigantia, desde muy joven se destacó con el arpa y se convirtió en un bardo
que, en calidad musical, ya superaba en mucho a todos los maestros de su
nación. Como su padre y sus ancestros nómadas, llevaba dentro la pasión y la
necesidad de conocer el mundo y así, en determinado momento, recorrió hacia
atrás la Vía de los Peregrinos y pasó muchos años embriagado por el
descubrimiento de las culturas, músicas y placeres de muchos países distantes.
Un
día, cuando ya todos pensaban que había
muerto, regresó a su tribu natal con canas y con tanto conocimiento que
enseguida fue reconocido por “Los que Saben” como uno de ellos y admitido en
sus círculos de magia, que se celebraban las noches de plenilunio en los
robledales sagrados.
El caudillo Breogán,
recién llegado por entonces a la jefatura de su nación, se hizo su amigo y quiso
convertirlo en uno de sus consejeros principales, pero él no permaneció mucho
tiempo en Brigantia; se disculpó diciendo que sentía ahora la necesidad de
hacer un viaje hacia lo interno con la misma fuerza con que antes había llamado lo externo y se retiró a
las playas solitarias y abiertas situadas bien más al sur del Puerto de los Gal,
frente a las ventosas rompientes del océano abierto, pasando dos años como eremita en la misma caverna
donde había acabado su estancia en la Tierra, según la tradición local, la
mítica Gal.
Contó ante las personas de su mayor confianza, cuando se
reencontró con ellas mucho más tarde que, una madrugada, la voz de Gal dentro de sí lo
despertó y le había hecho correr por la playa al encuentro de una gran bolla de
luz que venía desde el lejano horizonte marino como deslizándose sobre las olas.
Cuando se fundió con ella en la orilla, la voz le hizo saber que la mónada, o
espíritu rector del antiguo Amerguín, había pasado a habitar otra dimensión y
que una nueva mónada, mucho más evolucionada y sabia, pasó a utilizar su cuerpo
y su mente como vehículos de su misión sobre este mundo,.
Durante un año más vagó por las playas llamándose a sí mismo
Glúingal, que significa “de rodillas ante Gal”, intentando adaptarse a aquella
forma, que le parecía demasiado estrecha, rígida y limitada. Sólo tocando y
cantando frente al mar lo más alto que podía, se sentía liberado de aquel encierro.
Pero un día cargó su arpa y echó a
correr sin parar por la arena húmeda hacia el Norte, hasta que logró sentir que
aquel cuerpo le respondía al fin, como un potro domado, o como el obediente instrumento musical de su latir y de su voz.
Entró en el Puerto de los Gal dando el nombre de Glúingal a los centinelas y
a la multitud del mercado, ante la que habló por primera vez después de llamar
su atención con su maestría de bardo arpista. Les dijo que cada persona era
habitada por una consciencia infinita, eterna, divina, que se oscurecía y
perdía sus ilimitados poderes cuando nos identificábamos con el cuerpo efímero, la cultura y la
tradición de nuestra tribu, nuestra familia de sangre y sus rutinas y la idea y
el miedo de la muerte. Trazó ante ellos un atisbo de su visión cósmica y del radiante
futuro de la Humanidad, cuando lograra desprenderse de la condición humana y
volar libremente de nuevo sobre las alas de su divinidad. Luego colocó todo aquello
en música.
Cuando terminó su concierto, la gente aplaudió y se dispersó
para seguir comprando en el mercado. Sólo un joven se quedó, sediento de
compartir su conocimiento vivencial. Con aquel primer discípulo, Glúingal
siguió caminando por la larga orla marítima y por el fondo de las recortadas
bahías, siguiendo el rumbo del extremo noroccidental de Iberia. Cuando por fin llegó
a Brigantia, doce discípulos habían abandonado su familia y su pasado y lo
acompañaban atentos y obsequiosos, totalmente fascinados por él.
El caudillo Breogán los recibió con mucha honra en su corte litoral y los convidó a un banquete. Amerguín-Glúingal
tocó el arpa y cantó como nunca aquella noche un himno que hablaba de
tareas y misiones, dijo que la única misión que cualquier hombre tenía sobre
este mundo consistía en hacer evolucionar todo lo posible su consciencia
interna y la de su círculo externo de influencia. Dijo que cada ser humano que
logra subir a un nuevo escalón evolutivo lo abre, con todo un mundo de
potencialidades, para todos los demás humanos.
Dijo que la condición humana era
un estado larvario, y que la larva tenía que recogerse en el capullo de su
propia interiorización y conexión profunda con su origen, para poder acceder al
estado de mariposa, a la iluminación y a la consciencia cósmica y divina que
siempre fue nuestro auténtico ser.
Mientras vivenciaba esa
misión sobre este mundo -que es la mejor escuela para intentar conseguir la
armonía a través de la superación de de los conflictos que lo pueblan, por
medio de aprender a vivir el amor incondicional-, el hombre tenía que servirse
a sí mismo y a los otros realizando todas las tareas que el cotidiano de este
planeta impone como imprescindibless para la supervivencia de nuestros
vehículos en este particular espacio-tiempo.
Realizar humildemente cualquier tarea que se muestre necesaria,
con voluntad de servir, sin vanidad ni afán de poder o lucro, ni siquiera con apego
a la vida física, con visión de conjunto y con amorosa perfección, en compañía
de nuestros hermanos de todos los reinos, cueste lo que cueste, es armonizar la
sociedad y la viuda, es embellecer el
mundo, extender la consciencia, superar el egoísmo y la duda , la desconfianza
y el miedo a la escasez, la soledad, la enfermedad, la vejez y la muerte, es
decir, las principales limitaciones de la condición humana, y esa
es la mejor manera de aprender con fe y acción práctica el oficio de dioses y
la generosa canalización de sus poderes y dádivas de amor por medio del canto,
la música y la oración, para beneficio y equilibrio de este mundo.
Después de ser aplaudido, agradeció, pero pidiendo que no le
confundiesen con el Armenguín que habían conocido, de quien sólo quedaban en
esta dimensión su cuerpo, su mente y sus recuerdos. Anunció también que iba a retirarse al seno
de la Naturaleza con sus discípulos y
convidó a quien quisiese acompañarles a convertirse en semilla de una nueva
raza y una nueva sociedad, que tendrían que ir inventando sobre la marcha,
siempre atentos a las señales que Lo Divino quisiera enviarles desde el interno
de cada uno de ellos.
Poco tiempo más tarde, Glúigal, a quien jamás dejaron los brigantes de llamar
Amerguín, recibió la donación de las tierras que rodeaban un monte solitario en
el centro del país de los Gal, un monte picudo que los antiguos consideraban sagrado. Ese fue
el comienzo de la Comunidad de Milesia, ampliada en los años siguientes por
nuevas donaciones de personas que se admiraban de cómo los milesianos habían
sido capaces de convertir un lugar pobre y remoto en un paraíso bien
productivo, donde toda aquella abundancia y numerosos alojamientos impecables se
ponía gratuitamente a disposición de todos aquellos que quisieran vivenciar
allí un tiempo corto o largo, con la intención de transformarse en el servicio
despersonalizado.
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La persona
que iba a guiar a Orfeo a Milesia 6 le dijo en el último momento que llevase
con él su flauta y su lira. En menos de una hora de caminada llegaron a aquella
hacienda, un verdadero modelo de impecable orden y silencio, con austeras
casas, mas bellas en su simplicidad, medio escondidas entre los árboles.
Descendieron por la huerta hacia una represa o
laguna cristalina, en cuya orilla había una amplia cobertura de tejas de barro octogonal rodeada de cipreses, que se reflejaba en el espejo de agua, debajo
de la cual salía música.
El guía le hizo sentarse a la entrada y el tracio se encontró
asistiendo con deleite al ensayo de un himno por media docena de magistrales
instrumentistas. El del arpa era
Amerguín, alto, flaco, arrugado por la
edad pero firme, un pañuelo azul como sus ojos sujetando alrededor de la frente
su larga cabellera íbera, blanca como su barba, que dirigía a todos sin apenas gestos,
dirigiéndoles brevísimas miradas.
Cuando terminó el ensayo lo repitieron con mayor soltura y
luego Amerguín llamó a Orfeo con una mirada amable y lo convidó a ocupar un
asiento en el círculo de músicos. Arrancaron con el Himno Maestro y, en
determinado momento, uno a uno, dejaron
de tocar, siguiendo imperceptibles indicaciones, hasta que sólo permanecieron
haciéndolo Armenguín y el tracio con el arpa y la lira.
Al terminar un acorde, Glúigal lo repitió por sorpresa con
mayor intensidad y lo convirtió en una variación improvisada bien audaz,
mientras lo animaba a seguirlo con un desafiante apretar de labios que no llegaba
a iniciar una sonrisa. Orfeo cabalgó sobre la misma onda, arriesgando otra
improvisación intuida, y el brigante respondió brillantemente. Siguió un
intercambio de incruentas estocadas sonoras en las que el talento de ambos se
fue poniendo de manifiesto, cada vez con mayor virtuosismo, hasta que
comenzaron a sentirse tan compenetrados como si llevasen añostocando juntos.
De repente Amerguín se dejó caer en el Himno Maestro básico
y todo el resto de los músicos se le unió. Sobre aquella melodía de fondo el
arpista bordó crestas y arabescos con las improvisaciones antes ensayadas en su
diálogo con Orfeo y éste le siguió con su lira en contrapunto.
El himno se fue desarrollando
en gozosas espirales creativas que lo iban proyectando a octavas y giros cada
vez más ascendentes, hasta que todo
estalló en un gran final espléndido y en un silencio apreciador que dejó a todo
el grupo paladeando con placer la alta vibración alcanzada.
A partir de aquel día trasladaron a Orfeo a la Hacienda
Milesia 6, donde entró a formar parte de la excelsa corte musical más próxima a
Amerguín-Glúigal, donde no tuvo que
sufrir a más supervisores llamando al orden, ya que los moradores parecían
entenderse con pura telepatía y con el mayor respeto y discreción, hasta que
llegaba el momento de dialogar con sus instrumentos musicales, a los que
dedicaban muchas horas al día, aunque sin dejar nunca de participar en las
labores agrícolas a las que toda la comunidad era convocada. La experiencia fue
tan gratificante y enriquecedora para él, que transcurrieron en ella siete meses
como si sólo hubiesen pasado siete semanas.
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