quinta-feira, 8 de setembro de 2011

48 (7)- AMERGUÍN

Se contaba que Amerguin era uno de los siete hijos de Nil o Niul,  aquel guerrero cuya historia los Brigmil cantaron la primera noche que Orfeo, tras ser liberado, había pasado con ellos en el Camino de las Estrellas.  Nacido en Brigantia, desde muy joven se destacó con el arpa y se convirtió en un bardo que, en calidad musical, ya superaba en mucho a todos los maestros de su nación. Como su padre y sus ancestros nómadas, llevaba dentro la pasión y la necesidad de conocer el mundo y así, en determinado momento, recorrió hacia atrás la Vía de los Peregrinos y pasó muchos años embriagado por el descubrimiento de las culturas, músicas y placeres de muchos países distantes. 

 Un día, cuando ya todos pensaban  que había muerto, regresó a su tribu natal con canas y con tanto conocimiento que enseguida fue reconocido por “Los que Saben” como uno de ellos y admitido en sus círculos de magia, que se celebraban las noches de plenilunio en los robledales sagrados.

El caudillo Breogán, recién llegado por entonces a la jefatura de su nación, se hizo su amigo y quiso convertirlo en uno de sus consejeros principales, pero él no permaneció mucho tiempo en Brigantia; se disculpó diciendo que sentía ahora la necesidad de hacer un viaje hacia lo interno con la misma fuerza con que  antes había llamado lo externo y se retiró a las playas solitarias y abiertas situadas bien más al sur del Puerto de los Gal, frente a las ventosas rompientes del  océano abierto,  pasando dos años como eremita en la misma caverna donde había acabado su estancia en la Tierra, según la tradición local, la mítica Gal.

Contó ante las personas de su mayor confianza, cuando se reencontró con ellas mucho más tarde que,  una madrugada, la voz de Gal dentro de sí lo despertó y le había hecho correr por la playa al encuentro de una gran bolla de luz que venía desde el lejano horizonte marino como deslizándose sobre las olas. Cuando se fundió con ella en la orilla, la voz le hizo saber que la mónada, o espíritu rector del antiguo Amerguín, había pasado a habitar otra dimensión y que una nueva mónada, mucho más evolucionada y sabia, pasó a utilizar su cuerpo y su mente como vehículos de su misión sobre este mundo,.

Durante un año más vagó por las playas llamándose a sí mismo Glúingal, que significa “de rodillas ante Gal”, intentando adaptarse a aquella forma, que le parecía demasiado estrecha, rígida y limitada. Sólo tocando y cantando frente al mar lo más alto que podía, se sentía liberado de aquel encierro. Pero  un día cargó su arpa y echó a correr sin parar por la arena húmeda hacia el Norte, hasta que logró sentir que aquel cuerpo le respondía al fin, como un potro domado, o como el obediente  instrumento musical de su latir y de su voz.

Entró en el Puerto de los Gal  dando el nombre de Glúingal a los centinelas y a la multitud del mercado, ante la que habló por primera vez después de llamar su atención con su maestría de bardo arpista. Les dijo que cada persona era habitada por una consciencia infinita, eterna, divina, que se oscurecía y perdía sus ilimitados poderes cuando nos identificábamos  con el cuerpo efímero, la cultura y la tradición de nuestra tribu, nuestra familia de sangre y sus rutinas y la idea y el miedo de la muerte. Trazó ante ellos un atisbo de su visión cósmica y del radiante futuro de la Humanidad, cuando lograra desprenderse de la condición humana y volar libremente de nuevo sobre las alas de su divinidad. Luego colocó todo aquello en música.

Cuando terminó su concierto, la gente aplaudió y se dispersó para seguir comprando en el mercado. Sólo un joven se quedó, sediento de compartir su conocimiento vivencial. Con aquel primer discípulo, Glúingal siguió caminando por la larga orla marítima y por el fondo de las recortadas bahías, siguiendo el rumbo del extremo noroccidental de Iberia. Cuando por fin llegó a Brigantia, doce discípulos habían abandonado su familia y su pasado y lo acompañaban atentos y obsequiosos, totalmente fascinados por él.

El caudillo Breogán los recibió con mucha honra en su corte litoral y los convidó a un banquete. Amerguín-Glúingal  tocó el arpa y cantó como nunca aquella noche un himno que hablaba de tareas y misiones, dijo que la única misión que cualquier hombre tenía sobre este mundo consistía en hacer evolucionar todo lo posible su consciencia interna y la de su círculo externo de influencia. Dijo que cada ser humano que logra subir a un nuevo escalón evolutivo lo abre, con todo un mundo de potencialidades, para todos los demás humanos. 

Dijo que la condición humana era un estado larvario, y que la larva tenía que recogerse en el capullo de su propia interiorización y conexión profunda con su origen, para poder acceder al estado de mariposa, a la iluminación y a la consciencia cósmica y divina que siempre fue nuestro auténtico ser.
Mientras vivenciaba  esa misión sobre este mundo -que es la mejor escuela para intentar conseguir la armonía a través de la superación de de los conflictos que lo pueblan, por medio de aprender a vivir el amor incondicional-, el hombre tenía que servirse a sí mismo y a los otros realizando todas las tareas que el cotidiano de este planeta impone como imprescindibless para la supervivencia de nuestros vehículos en este particular espacio-tiempo.

Realizar humildemente cualquier tarea que se muestre necesaria, con voluntad de servir, sin vanidad ni afán de poder o lucro, ni siquiera con apego a la vida física, con visión de conjunto y con amorosa perfección, en compañía de nuestros hermanos de todos los reinos, cueste lo que cueste, es armonizar la sociedad y la viuda,  es embellecer el mundo, extender la consciencia, superar el egoísmo y la duda , la desconfianza y el miedo a la escasez, la soledad, la enfermedad, la vejez y la muerte, es decir, las principales limitaciones de la condición humana,   y esa es la mejor manera de aprender con fe y acción práctica el oficio de dioses y la generosa canalización de sus poderes y dádivas de amor por medio del canto, la música y la oración, para beneficio y equilibrio de este mundo.

Después de ser aplaudido, agradeció, pero pidiendo que no le confundiesen con el Armenguín que habían conocido, de quien sólo quedaban en esta dimensión su cuerpo, su mente y sus recuerdos.  Anunció también que iba a retirarse al seno de la Naturaleza  con sus discípulos y convidó a quien quisiese acompañarles a convertirse en semilla de una nueva raza y una nueva sociedad, que tendrían que ir inventando sobre la marcha, siempre atentos a las señales que Lo Divino quisiera enviarles desde el interno de cada uno de ellos.

Poco tiempo más tarde, Glúigal,  a quien jamás dejaron los brigantes de llamar Amerguín, recibió la donación de las tierras que rodeaban un monte solitario en el centro del país de los Gal, un monte picudo  que los antiguos consideraban sagrado. Ese fue el comienzo de la Comunidad de Milesia, ampliada en los años siguientes por nuevas donaciones de personas que se admiraban de cómo los milesianos habían sido capaces de convertir un lugar pobre y remoto en un paraíso bien productivo, donde toda aquella abundancia y numerosos alojamientos impecables se ponía gratuitamente a disposición de todos aquellos que quisieran vivenciar allí un tiempo corto o largo, con la intención de transformarse en el servicio despersonalizado.

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La persona que iba a guiar a Orfeo a Milesia 6 le dijo en el último momento que llevase con él su flauta y su lira. En menos de una hora de caminada llegaron a aquella hacienda, un verdadero modelo de impecable orden y silencio, con austeras casas, mas bellas en su simplicidad, medio escondidas entre los árboles. Descendieron por la huerta hacia una represa o  laguna cristalina, en cuya orilla había una amplia  cobertura de tejas  de barro octogonal rodeada de cipreses,  que se reflejaba en el espejo de agua, debajo de la cual salía música. 

El guía le hizo sentarse a la entrada y el tracio se encontró asistiendo con deleite al ensayo de un himno por media docena de magistrales instrumentistas.  El del arpa era Amerguín,  alto, flaco, arrugado por la edad pero firme, un pañuelo azul como sus ojos sujetando alrededor de la frente su larga cabellera íbera, blanca como su barba, que dirigía a todos sin apenas gestos, dirigiéndoles brevísimas miradas.

 
Cuando terminó el ensayo lo repitieron con mayor soltura y luego Amerguín llamó a Orfeo con una mirada amable y lo convidó a ocupar un asiento en el círculo de músicos. Arrancaron con el Himno Maestro y, en determinado momento, uno a uno,  dejaron de tocar, siguiendo imperceptibles indicaciones, hasta que sólo permanecieron haciéndolo Armenguín y el tracio con el arpa y la lira.

Al terminar un acorde, Glúigal lo repitió por sorpresa con mayor intensidad y lo convirtió en una variación improvisada bien audaz, mientras lo animaba a seguirlo con un desafiante apretar de labios que no llegaba a iniciar una sonrisa. Orfeo cabalgó sobre la misma onda, arriesgando otra improvisación intuida, y el brigante respondió brillantemente. Siguió un intercambio de incruentas estocadas sonoras en las que el talento de ambos se fue poniendo de manifiesto, cada vez con mayor virtuosismo, hasta que comenzaron a sentirse tan compenetrados como si llevasen añostocando juntos. 
 

De repente Amerguín se dejó caer en el Himno Maestro básico y todo el resto de los músicos se le unió. Sobre aquella melodía de fondo el arpista bordó crestas y arabescos con las improvisaciones antes ensayadas en su diálogo con Orfeo y éste le siguió con su lira en contrapunto. 

El himno se fue desarrollando en gozosas espirales creativas que lo iban proyectando a octavas y giros cada vez más ascendentes, hasta que  todo estalló en un gran final espléndido y en un silencio apreciador que dejó a todo el grupo paladeando con placer la alta vibración alcanzada.

A partir de aquel día trasladaron a Orfeo a la Hacienda Milesia 6, donde entró a formar parte de la excelsa corte musical más próxima a  Amerguín-Glúigal, donde no tuvo que sufrir a más supervisores llamando al orden, ya que los moradores parecían entenderse con pura telepatía y con el mayor respeto y discreción, hasta que llegaba el momento de dialogar con sus instrumentos musicales, a los que dedicaban muchas horas al día, aunque sin dejar nunca de participar en las labores agrícolas a las que toda la comunidad era convocada. La experiencia fue tan gratificante y enriquecedora para él, que transcurrieron en ella siete meses como si sólo hubiesen pasado siete semanas.

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